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– ¡Dejadle, por piedad! -suplicaba el mercader prudente-. Habéis ganado de buena lid! ¡Quedaos con todo el dinero! Pero dejadle, por la Virgen, ¡que lo vais a matar!

Amaury intervino para frenar a su primo, que jadeaba excitado, aunque sonriente, al incorporarse. Y al fin, del tenebroso lucio donde la luz de los candiles no alcanzaba, los vencidos pudieron retirar a Gunter, que mostraba un rostro ensangrentado. Los tres fueron expulsados a patadas con gritos de ¡Montfort y Montmorency!, que tuvieron que corear, una vez fuera de la posada, amenazados por las espadas de los escuderos.

Los primos se repartieron las monedas de la mesa y, acomodándose en los bancales, invitaron a sus escuderos, que les llenaron los tazones de vino, y los cuatro brindaron. Mostrando el polémico dado, Guillermo lo rodó varias veces obteniendo siempre un seis. Celebraron la hazaña con risotadas y Amaury, achispado y feliz, subió sobre la mesa y, alzando su cubilete lleno de vino, se puso a cantar en latín goliardo:

Soy el abad de la Zizaña,

el que a bebedores acompaña

y a san Dado mi vida consagro.

Guillermo se unió a él encima de los tablones, mientras simulaba unos pasos de danza. Desde abajo, los escuderos animaban coreando la letra y dando palmas.

De repente, Amaury, que al bailar con su primo le había sujetado de la cintura, notó un contacto húmedo y cálido.

– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Es sangre! ¡Ese bastardo te ha herido!

– No, no es nada.

– Sí que lo es -dijo Amaury mostrando su mano teñida de rojo.

Y dio gritos para que despertaran a las criadas y los escuderos se apresuraron complacidos a hacerlo.

Las muchachas fingían dormir, a pesar del escándalo que producían sus parroquianos, sobre unos jergones de paja. Estaban orientados al fuego de la cocina y descansaban encima de unas bancas de altos respaldos que las protegían de corrientes de aire, dándoles una precaria intimidad.

El posadero hacía horas que junto a su familia se había refugiado en el piso de arriba dejando a las jóvenes fámulas la difícil tarea de lidiar con semejantes clientes. Lo hacía siempre que, pasada la hora, quedaban parroquianos conflictivos en la posada.

Las chicas se apresuraron a atizar el fuego para hervir unos paños y a limpiar la mesa donde tendieron a Guillermo

En efecto, la herida era sólo superficial. La puñalada que lanzó el norteño, sin duda mortal a no ser por la malla de acero, consiguió abrir algunas de las argollas, produciendo poco más que un rasguño.

María, que ya conocía a Guillermo de visitas anteriores, se afanó cariñosa en la cura del muchacho y, una vez detuvo la hemorragia, le colocó las vendas. Y besándole la mano, se retiró junto a la otra criadita a los jergones.

Ya vestido, y después de otro trago de vino, reanudaron los cantos.

Quien al alba me busque en la taberna,

desnudo andará de anochecida

repitiendo a gritos esa monserga:

¡ay, qué suerte tan cochina!

Pero al rato, Guillermo sintió nostalgia del suave contacto de las manos de María y de su tibio aliento.

Dejó a los demás con sus cantos y, sin advertirles, se fue hacia la lumbre, buscó bajo las frazadas con las que se cubría la muchacha y encontró sus pechos cálidos y abundantes.

Ella no pretendió ni sorpresa ni timidez ya que no era la primera vez que se complacían mutuamente. Se incorporó y empezó a besarle tirando suavemente de él, hasta que Guillermo estuvo bajo las ropas, en equilibrio precario sobre las tablas del banco.

La situación no había pasado desapercibida para los demás y Amaury fue bajando el volumen y el entusiasmo del canto hasta callar, y los escuderos le imitaron. Los amantes no contenían su arrullo amoroso y el caballero apuró el vino de su tazón de un trago y seguido de los escuderos se dirigió al hogar.

Sólo quedaban brasas en la lumbre y poco podía ver Amaury de los trabajos de su primo, aunque no por eso, dado el murmullo de la pareja, desconocía por que capítulo andaban.

Excitado, se dirigió a la otra criada que se acurrucaba en su banco fingiendo dormir, pero, al no encontrar con sus tanteos respuesta favorable, empezó a quitarle las frazadas y a manosearla. Ella se defendió en silencio apartándole, hasta que él, impaciente, le soltó un manotazo y, amenazándola con lenguaje soez, puso todo su ardor y fuerza en la batalla, logrando la rendición del enemigo después de una resistencia inútil.

Tal como antes hicieron, los escuderos velaron desde la oscuridad, detrás de los bancos, por sus señores.

7

«Done se crozan en Fransa e per tot lo regnat can sabo que serán del pecatz perdonat.»

[(«En Francia y en todo el reino se hacen cruzados al saber que les perdonarán sus pecados.»)]

Cantar de la cruzada, I-8

Tal y como sus galenos exigían, después de yacer con las muchachas, los primos orinaron para limpiarse y decidieron hacerlo contra el portón de la posada, marcando territorio, mientras sus escuderos se ocupaban con los caballos en el establo.

Los orines humeaban al rociar la madera. Amanecía y ya los pájaros cantaban en las arboledas al borde del camino que conducía a París. Desde el interior de la posada se oían los gritos del patrón, que, descendido de su refugio en el piso superior, ya seguro de que aquellos peligrosos parroquianos se habían ido, lanzaba improperios a las criadas para que se levantaran a atizar el fuego y asear la casa.

– ¿Por qué no liquidaste a ese bastardo? -inquirió Amaury de Montfort.

– No sé -dijo bostezando Guillermo de Montmorency-. Caridad cristiana, imagino.

Amaury rió.

– Guarda eso para cuando seas obispo -repuso-. Ese tipo te pudo haber matado.

Hacía frío y, habiendo terminado, se apresuró a subirse los calzones y bajarse la camisa, cota de malla y sayo que había mantenido arremangados durante el desahogo. Esperó a que Guillermo acabara con lo mismo y le dio un abrazo de oso, besándole con babas en la mejilla.

– Te quiero, primo -le dijo-. Y temo que un día un desgraciado de taberna te abra en canal.

Los primos conversaban entre bostezos al paso tranquilo de sus caballos. Aún oculta tras la bruma, la ciudad de París, protegida tras sus fuertes muros, estaba cercana y las puertas tardarían en abrirse. El hielo fino de los charcos del camino se quebraba bajo los cascos y los campos se mostraban escarchados y cubiertos de neblina, que se disiparía al contacto con el sol, si éste decidía mostrarse.

– ¿Qué tal la Universidad? -inquirió Amaury.