– Mucho latín y se duerme mal en sus bancos.
Su primo rió.
– Serás un buen obispo, compondrás buenos sermones.
Guillermo se encogió de hombros.
– Es lo que la familia ha decidido, ¿no?
– Bueno, yo también tengo que casarme con una desconocida por alianza política -repuso Amaury consolándole.
– Quizá hasta sea guapa.
– O coja. ¿Qué más da? Igualmente consumaré.
– De eso estoy seguro -rió Guillermo.
– Tenemos parientes en las casas más poderosas de Francia, Borgoña y Flandes. Yo heredaré un condado, pero tú tienes buena cabeza. Serás obispo, y quizá te podamos hacer arzobispo o cardenal.
Guillermo bostezó.
– Quién sabe. Hasta podrías llegar a papa -continuó su primo.
– Si eso se puede ganar en una partida de dados…
Amaury soltó una carcajada.
– Te quiero, primo -repitió.
Varios pasos más atrás, encogidos sobre sus caballos, los escuderos comentaban la noche.
– ¿Por qué no te acostaste con la criada? -inquirió Paul, el hombre de Amaury de Montfort.
– Mi señor no deja que lo haga con las que él lo hace -repuso malhumorado Jean- y menos con ésa, a la que parece tener querencia.
El otro rió.
– Pero si el posadero la vende a cualquiera por unas monedas… Ni que fuera una dama.
– Mi señor no quiere -y se encogió más, como si de repente el frío húmedo le hubiera penetrado los huesos.
– Vaya mal amo.
– No siempre. En lo demás, se muestra generoso.
– Qué tipo raro.
– Quizá sea así porque es eclesiástico -aventuró el escudero de Guillermo.
– Vente conmigo a la cruzada contra los herejes -propuso Amaury a su primo después de un rato de silencio-; nos vamos a divertir.
– No se me ha perdido nada en el sur y ya me divierto todo lo que quiero en París.
– Te perdonan todos los pecados que traigas más los que cometas, y habrá un buen botín. Incluso feudos.
Guillermo se encogió de hombros.
– No necesito botín y ya encontraré alguien aquí que perdone mis culpas.
– Debieras venir; los Montfort nos hemos comprometido con Arnaldo, el legado papal y abad general del Císter. Iremos todos -insistió Amaury-. Te conviene para tu futuro como obispo.
– Sí, pero… -el estudiante acercó su caballo al de su primo y bajó la voz en tono confidencial-. Hay una dama a la que pretendo. Y su marido se ha cruzado. Él pasará el verano en el sur matando herejes y, entonces, yo… Amaury estalló en carcajadas.
– Eres un bribón, primo -y después le susurró a Guillermo-: ¿Sabes? Nuestra familia tiene una alianza especial con el legado. Me ha encargado una misión secreta.
– ¿Cuál?
De pronto Guillermo notó que su primo vacilaba, como arrepintiéndose de lo que acababa de decir.
– ¿Cuál? -repitió ante el silencio de Amaury. Éste carraspeó antes de responder:
– Bueno, tengo que asegurarme de que una dama muera durante la cruzada. Y también su padre.
– ¿Una dama? -se escandalizó Guillermo-. ¿El legado quiere que mates a una dama?
– Sí, eso es.
– ¿Y por qué?
– Es secreto.
– ¿Cómo se llama?
– Bruna, y la apodan la Dama Ruiseñor. Es la hija del senescal de Béziers.
– Pues vaya mierda de misión. Prefiero quedarme en París dándole buena vida a una dama que tener que ir a Béziers a darle mala muerte a otra.
– Tampoco a mí me gusta eso.
– Pues no lo hagas.
– El apoyo del legado es muy importante para nuestra familia, y también para ti, piensa en tu futuro. Debieras acompañarme.
– No, primo; mi asunto en París me importa más.
Ambos continuaron un rato en silencio hasta que Guillermo preguntó pensativo:
– ¿Por qué querrá el legado papal matar a una dama?
– Eso le pregunté yo también -contestó Amaury.
– ¿Y qué te dijo?
– Dijo que todo lo que no necesitara saber y no supiera no me podía dañar.
– Parece una amenaza -bromeó Guillermo.
– Y lo es -repuso Amaury convencido-, pero insistí.
– ¿Y qué dijo?
– Que el senescal cometió una falta muy grande contra Dios y la Iglesia. Y que él y su descendencia deben pagar por ello.
– Suena a castigo bíblico -murmuró Guillermo.
– Recuerda que es un secreto que me debes guardar.
Guillermo afirmó con la cabeza mientras continuaba dándole vueltas a aquel extraño asunto.
Desde alguna rama oculta por la neblina, un ruiseñor, heraldo de primavera, cantó.
8
«Anc mais tan gran ajust no vis, pos que fus nat con fan sobre.ls eretjes e sobre'ls sabatatz.»
[(«Nunca en mi vida viera tanto gentío como él contra herejes y valdenses reunido.»)]
Cantar de la cruzada, I-8
No preguntes lo que no quieres saber, dice el refrán. Jamás debiera haber preguntado yo aquella mañana de primavera, y a veces me siento culpable cuando pienso que fue mi pregunta y la terrible respuesta que recibí lo que desencadenó tanta pérdida, tanto dolor. Dios es clemente haciéndonos ignorantes de nuestro destino.
Recuerdo que era una mañana transparente, hermosa, fría aún, de inicios de primavera. Y era jueves, el día grande de mercado en Béziers, el mejor de la semana para nosotras. Me encantaba curiosear los tenderetes y a mi ama, doña Bernarda, más aún. A los puestecillos habituales de cacharros, verduras, aves, conejos y corderos, se sumaban aquel día los de mercaderes ricos, con aromáticas especias, brocados, sedas, cajas de marfil o maderas nobles y perfumes…
A las once de la mañana, cuando salíamos a pasear, antes de la misa de doce, el mercado estaba abarrotado de gente, de gritos, colmado de colores vibrantes, rebosante de olores y mi ama no se cohibía en empujar o soltar un bramido con su fuerte acento de oíl a algún villano, para abrirme paso.
Yo estaba exultante. Hugo de Mataplana, ese juglar de modales de caballero, había reaparecido en la ciudad y en aquel momento seguía mis pasos mostrándose sonriente, pero se ocultaba, travieso, de la ceñuda mirada de mi ama entre la multitud. Yo no podía evitar corresponder con mi sonrisa a la suya. Sin duda, él era audaz y exageraba, cómico, el temor a mi voluminosa ama. Cuando, al cruzarnos apretujados entre la gente, vi que se agachaba como para recoger algo y noté un tirón en mi falda, me quedé estupefacta. Doña Bernarda iba adelante atareada, apartando a la chusma, y yo, impedida de seguirla, sin arriesgarme a perder la parte baja de mi vestido, me detuve sin saber qué hacer. Descarté de inmediato delatar a Hugo. ¡Menudo escándalo hubiera organizado mi ama! Pero él me devolvió la libertad enseguida, tras un instante para mí eterno entonces, pero que después, al recordarlo, se me antojaba demasiado corto. Besó el borde de mi falda, sonrió otra vez y, acercándose a mi oído, me recitó algo sobre las penas de amor que le causaba la Dama Ruiseñor.