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– Eso será arrollando todo lo que nos salga al paso -apreció Chamorro, mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.

– Por una vez, creo que te convendrá portarte mal. Tira.

Si se ponía, Chamorro podía ser una conductora bastante resolutiva. Durante el camino dejó boquiabiertos a un par de lugareños con sendas maniobras al filo de la ley, y al final consiguió plantarse en la casa en muy poco más de los cinco minutos prometidos. La gente de Navarro seguía husmeando por todos los rincones, aunque ya no quedaban muchos por mirar. Estaban ojeando papeles, fisgando en los revisteros, incluso examinando las pastillas de jabón y los botes de champú. Nunca podía estarse al cien por cien seguro de nada, pero por cómo se lo habían tomado parecía bastante improbable que se pasara por alto algún rastro que pudiera sernos de ayuda para la investigación. El capitán, en cuyo rostro era tan visible el cansancio como la mala leche que tenía aquella mañana, nos puso al corriente de alguna novedad más, no por cierto de las que hubiéramos querido conocer.

– En el teléfono que dimos para que llamara cualquiera que hubiera visto a la víctima o a alguien sospechoso sólo hemos recibido tres llamadas. Me las están mirando, por si acaso, pero a la legua se ve que son los chiflados de guardia con ganas de popularidad. Nadie parece haber visto a Neus, ni a otra persona, entrar o salir de su casa.

– La casa está un poco a trasmano, y si ella vino directamente y quien fuera entró y salió a deshora, muy bien pudo suceder que no les viera nadie -conjeturó Chamorro, con sagaz pesimismo.

– No puede ser -dije-. Es cuestión de tiempo. Siempre hay alguien que ve algo, incluso cuando matan a un pelagatos. Tanto más con ella. Joder, era una famosa, alguien que da el cante allí donde va.

– Pues eso es lo que hay, por ahora -reiteró el capitán-. Y entre todas las minucias que estamos levantando por aquí, nada que vaya a darnos muchas pistas, me temo. El bote de nata tiene la etiqueta de un supermercado Caprabo, o sea, que puede ser de mil sitios, aunque haremos el gasto de tratar de localizar el lote y demás, que no se diga que somos haraganes. Aparte de eso está la agenda, un cuaderno con anotaciones de trabajo que tenía en el portafolios y el ordenador portátil.

– ¿Algo en esa agenda y en el cuaderno?

– A bote pronto, nada. Para destriparlo, ya os dejamos a vosotros.

– Y el ordenador, ¿lo habéis encendido?

– Pide password -anunció, sin alterar su tono sombrío-. A ti, que has intimado más con el viudo, te tocará preguntarle si se la sabe.

– Bueno, nunca es fácil. No nos desanimemos.

– No, si yo no me desanimo -repuso el capitán-. Pero he mantenido hace un ratito una charla antipática con mi teniente coronel. Creo que esperaba que le dijera más de lo que le he dicho que tenemos. No descartes que tu teléfono suene de un momento a otro y te veas obligado a pasar por un trance similar con tu jefe.

– No, no lo descarto -asentí-. Pero seamos positivos, mi capitán, que no nos queda otra. ¿Dónde está el coche?

– En la cochera, donde ella lo dejó. Lo hemos vuelto a meter después de sacarle las huellas.

– Vamos a echarle un vistazo -dije.

Neus tenía un buen coche, y bonito, aunque no demasiado práctico. Un Mercedes biplaza de esos pequeños, que uno nunca sabe cómo no salen volando más a menudo, con tanto motor para tan poca carrocería. Era plateado y estaba impoluto, después de la vaporización con cianocrilato a que lo habían sometido para levantarle las huellas dactilares que pudiera haber en todas y cada una de sus superficies. Abrí el maletero. Contenía una prenda de abrigo, un botiquín intacto, la caja de las lámparas de repuesto y los triángulos de emergencia.

– Hemos mirado los bolsillos del anorak -dijo Navarro-. Nada.

Luego me introduje en el habitáculo. Olía aún levemente a perfume femenino, los vahos de cianocrilato no habían sido suficientes para extirpar del todo aquella fragancia. Pensé que ese aroma era uno de los pocos rastros personales que perduraban del ser viviente que había sido Neus Barutell. Era un perfume sofisticado, sin duda alguno que yo nunca habría podido olerle a una mujer a cuya nuca me hubiera sido dado acercarme. Cuando menos, no me resultaba familiar.

La llave estaba en el contacto. La giré y el panel de instrumentos se iluminó. Recorrí maquinalmente todos los indicadores. Vi la velocidad máxima que recogía el velocímetro, un demencial 280, los kilómetros recorridos totales, 8.761, los del último parcial, 515, la temperatura exterior, la hora, los diez o doce testigos multicolores de utilidades diversas y, al final, el indicador del depósito de combustible. Casi lleno.

– Mira esto, mi capitán.

– El qué -consultó Navarro, con desgana.

– Está hasta arriba de gasolina.

– ¿Y?

– Pues si juzgara por la última experiencia que tuvimos con el indicador del depósito de combustible de un Mercedes, no sabría qué decirte. Te lo habrán contado. La anécdota se hizo famosa. Un día iba uno de los nuestros en un Mercedes decomisado a unos narcos y el coche se le quedó seco de repente, cuando creía que llevaba medio depósito. Y lo llevaba, sí, pero cargado de cocaína en vez de combustible.

– Ah, sí, oí la historia. Pero ¿qué nos aporta esto aquí?

Saboreé la incertidumbre del oficial. Poder hacer eso es uno de los placeres ruines de los que a un suboficial más le cuesta privarse.

– No creo que Neus transportase su stock de cocaína en el depósito. Debe de estar lleno de gasolina Extra 98, que para eso es el coche de una pija. Esa circunstancia quiere decir que repostó por el camino y no demasiado lejos de aquí. ¿Ves ahora por dónde voy, mi capitán?

– Testigos, a lo mejor.

– Testigos, seguro. Es un Mercedes de quince kilos, o de noventa mil euros, como prefieras. Y al volante, una que sale en la tele. Si el gasolinero no se acuerda de ella y de con quién iba es que hemos tenido la mala pata de que le haya caído un piano en la cabeza entre medias.

– ¿Qué trecho podemos tener que controlar?

– Es un Mercedes 500, chupa de narices, y la aguja está casi en el tope. No creo que haya que retroceder más de cuarenta kilómetros en dirección Barcelona. Como mucho, media docena de gasolineras.

Navarro aflojó la mueca agria por primera vez en toda la mañana.

– Bueno, Vila, veo que por lo menos merece la pena que le regales tanto descanso a ese cerebro tuyo, porque se te ha despertado ocurrente. Ahora mismo agarro a dos chavales y les digo que se pateen las gasolineras que se encuentren de aquí a cincuenta kilómetros.

El capitán salió de la cochera. Quedamos solos mi compañera y yo.

– Recuerda, no hay más huellas dactilares en el coche que las suyas, es casi seguro que venía sola -me enfrió el entusiasmo Chamorro.

– Entonces, por lo menos, averiguaremos la hora a la que vino y si en su aspecto había algo anormal -respondí.

– Eso ya te lo anticipo yo. Al gasolinero seguro que le pareció de lo más anormal todo. Tú lo has dicho. Ella salía en la tele.

– No anticipes nunca acontecimientos, que es una ligereza, Virginia. Y ahora ayúdame a mirar bien debajo de los asientos.

No era porque desconfiara de la inspección que había hecho la gente del capitán Navarro, sino porque registrar a fondo un coche no es fácil y siempre vale más que lo hayan hecho catorce ojos en lugar de diez. En cualquier caso, no sacamos nada de nuestra búsqueda. Todo estaba limpio. El coche seguía oliendo a nuevo, y daba una impresión algo desoladora mirar un objeto tan costoso que había quedado sin dueño antes de haber llegado casi a tenerlo. El viudo podría revenderlo sin más merma económica que el impuesto de matriculación, porque con ocho mil kilómetros estaba mejor que recién salido de fábrica.

Luego Chamorro y yo hicimos una inspección detenida de la distribución de la casa, las ventanas, las puertas, los accesos. Como nos habían dicho los nuestros, no mostraban el menor signo de violencia. La hipótesis con la que debíamos pues manejarnos era que quien fuera había accedido a la parcela por la única entrada abierta en el muro que la circundaba (o bien lo había saltado sin ser visto) y a la casa por una de sus dos puertas. Esto último, salvo que se las hubiera arreglado para abrir alguna ventana sin romperla, o hubiera aprovechado que alguna estuviera abierta, en cuyo caso luego había tenido cuidado de cerrarla. La distancia que había desde la carretera se salvaba por un camino asfaltado, y en la parcela se penetraba por una senda también pavimentada que desembocaba en un aparcamiento de grava compacta. Si el asesino, como parecía a esas alturas probable, no había venido con Neus, sino por su cuenta y en otro vehículo, no íbamos a disponer de huellas de neumático para atestiguarlo. Una lástima, porque identificar un coche ayuda sobremanera en el seno de nuestra civilización, en la que el automóvil es la expansión natural (y una de las principales) de la personalidad del individuo que lo conduce. Cuando uno tiene controlado el coche del sospechoso, aunque sólo sea el modelo que es, empieza a saber mucho de él, y a nada que le sonría un poco la fortuna, puede echarle el guante con no demasiado esfuerzo.