Выбрать главу

– Ella vino por aquí a eso de las cinco y media -comenzó diciendo-, lo recuerdo bien porque todavía no había mucho movimiento de la gente que vuelve del trabajo. De hecho, la gasolinera estaba vacía. Entró primero su coche, un Mercedes de color plateado, muy nuevo y muy limpio. Difícil de olvidar, como la mujer. Era de esas a las que les notas el dinero en todos los detalles: en la ropa, en el pelo, en las joyas. También te das cuenta porque no se digna bajarse, te ofrece la llave para que lo hagas todo tú. Cuando fui a abrir el depósito me di cuenta de que había otro coche en la gasolinera. Un Audi A3, de color plateado también. Se había parado a un lado y vi que lo conducía un hombre moreno, de unos veinticuatro o veinticinco años, o poco menos o poco más. Se me quedó grabado porque, apenas le miré, bajó los ojos y arrancó. Avanzó hasta la salida y allí volvió a quedarse parado, como si esperase algo. Yo terminé de llenar el depósito y fui a cobrar y a devolverle las llaves a la conductora. Entonces ella me preguntó si podía venderle una botella de agua mineral. Le dije que en la tienda había y ella me pidió por favor que le trajera una. Me imagino que a otro le habría respondido que pasara él a cogerla, pero no había más clientes, y me lo había pedido con una sonrisa que… Vaya, que se la traje. Ella me dio las gracias y una buena propina y arrancó. Al pasar junto al otro coche tocó el claxon y el Audi se incorporó tras ella a la autovía. Ahí supe que iban juntos. Y eso es todo lo que le puedo contar.

Miré a Chamorro. En pocas palabras, no sólo teníamos un resumen competente de los hechos. Aquel providencial testigo nos proporcionaba, también, unos cuantos buenos cabos de los que tirar.

– Muy bien, señor Radoveanu -dije-, le felicito por su memoria y le agradezco la minuciosidad. Nos será muy útil, seguro. Ahora me gustaría hacerle algunas preguntas, y le ruego que se esfuerce un poco, porque todo lo que pueda responderme es importante.

– Si puedo ayudarles, encantado. España es mi segundo país, ustedes me han dado trabajo y hogar. Y yo soy una persona agradecida.

– Antes de nada, ¿no reconoció usted a la mujer?

– ¿Se refiere a si me di cuenta de que era una presentadora de televisión? Pues la verdad es que no. Hombre, algo sí me sonaba su cara, pero no caí, pensé que quizá me recordaba a alguna otra persona. No suelo ver mucha televisión. De hecho, ni siquiera tengo tele.

– Ajá -anoté, algo sorprendido.

– Prefiero leer -explicó-. Me ayuda a mejorar el español, y aquí, en el pueblo, hay una biblioteca llena de libros que no lee nadie.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Sacan siempre los últimos que se han publicado, y los deuvedés de películas, por eso sí que hay tortas. Pero yo leo libros españoles antiguos: Cervantes, Galdós, Baroja, Machado, Unamuno. Ésos no los saca nadie. Y me sirven mucho para entenderlos a ustedes.

– Curioso. A veces uno piensa que este país ya no tiene nada que ver con el país en el que vivió esa gente que usted dice.

– Pues no se crea. Si le vale la opinión de un rumano.

– Seguramente vale más que la mía. En fin, que no la reconoció, me dice. ¿Y observó en ella algo extraño? Me refiero a su estado de ánimo, a si estaba tranquila o inquieta, si es que pudo percibir algo.

Aquí, Gheorghe Radoveanu se tomó su tiempo. No quería defraudar las expectativas que habíamos puesto en su testimonio.

– Yo diría que estaba tranquila, la verdad. Por lo menos, no la noté nerviosa. Y también se la veía muy sonriente. Un poco distraída, puede ser, pero tampoco esperaba que me prestara mucha atención. Ya sé que para la gente como ella sólo soy el que pone la gasolina.

Radoveanu era algo más, un tipo bien plantado, con un rostro de armoniosa factura y penetrantes ojos verdosos. Pero si Neus ya llevaba un muñeco para jugar, podía comprenderse que no se fijara.

– Y en cuanto a él -intervino Chamorro-, ese hombre que la esperaba en el Audi, ¿no puede precisarnos más cómo era?

– Le he dicho lo que recuerdo. Moreno, y sobre los veinticinco años. Desde luego, bastante más joven que ella. Sólo lo vi sentado, así que no puedo decirle nada de su estatura. No me pareció bajo, pero a veces la gente engaña. Bueno, ahora que pienso, tenía una nariz fina, y el pelo algo largo, sin llegar a la melena. No sé si eso les sirve de mucho, el pelo es fácil de cortar.

– Nos sirve todo -asentí-. Le pediremos que nos ayude a confeccionar un retrato-robot. Vendrán a verle unos compañeros nuestros que son los especialistas en eso, para que usted les vaya indicando.

– No sé si podré darles datos suficientes -dudó el rumano.

– No se preocupe, ellos son expertos, ya se las apañarán.

No es que tuviera una gran fe en el retrato-robot, porque la experiencia dice que pocas veces sirve para que nadie identifique al individuo en cuestión, pero siempre es una referencia más y un instrumento para que el interesado sienta el aliento de la ley en el cogote.

Había dejado deliberadamente para el final el detalle más prometedor. Tenía que intentar sacarle a Radoveanu todo el jugo al respecto.

– Bien, pues ahora nos queda el coche. El Audi, quiero decir.

– Era un A3. Plateado -repitió.

– No anotó la matrícula, claro.

– Pues no, lo siento. No me pareció tan sospechoso.

– Ni la recuerda por encima.

– No podría decirle un solo número.

– ¿Tampoco recuerda si era una matrícula nueva o antigua, es decir, si tenía o no indicativo provincial? -preguntó Chamorro.

– Eso sí. Nueva. Sólo números y letras. Si hubiera sido de alguna provincia lo recordaría. Pero no. Supongo que así les sirve menos.

– Supone bien -corroboré-, pero no se preocupe, nos arreglamos con lo que haya. No recordará el código de letras, por una casualidad.

– Juraría que empezaba por C, pero no estoy seguro.

– ¿Qué antigüedad le echa al coche?

– No mucha. Pero más de un año sí. Se lo digo porque no era el A3 nuevo, sino la versión anterior. De eso sí que estoy seguro.

– ¿Y no se fijaría en el modelo exacto de A3, por casualidad?

– Sí, 1.9 TDI.

– Veo que es usted aficionado a los coches -observé.

– No mucho. Pero me paso el día viéndolos, es imposible no aprender algo, y hasta hacerse experto, aunque uno no quiera.

– ¿Llevaba algún accesorio especial, algún spoiler, pegatinas?

– No, de eso nada, que me acuerde ahora.

– ¿Arañazos, golpes?

– Tampoco le vi.

Recapitulé. Me pareció que había seguido el protocolo completo para la identificación de vehículos. Es una de esas tareas que forman parte de mi trabajo a las que no me siento particularmente inclinado, por lo que siempre desconfío de mi desempeño al realizarlas. Pero Chamorro me miró con un gesto de aprobación, así que deduje que no se me había pasado nada. El resultado podría haber sido mejor, pero también peor. Al menos, invitaba a abrigar un comedido optimismo.

Mientras Chamorro y yo repasábamos las notas que ella había tomado, nuestro testigo nos observaba con expresión alerta. Pensé que era una lástima que sólo hubiera coincidido con Neus y con su acompañante durante tan breve espacio de tiempo, y que al hombre no hubiera podido verlo de cerca, porque se habría convertido en un eficaz testigo de cargo. De esos que pueden responder con toda solvencia ante un tribunal a las preguntas insidiosas de un abogado defensor ansioso de ganarse la minuta o de hacer valer su orgullo profesional. En cualquier caso, me dije, tampoco había que precipitarse. Ese hombre moreno de veinticinco años, que había venido con Neus y que un día después de su muerte todavía no había dado señales de vida, olía indudablemente a chamusquina. Pero aún era pronto para acusarle de nada.