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– Si el homicida es quien tuvo relaciones con ella -precisé.

Chamorro me observó con cautela. Años atrás, pensé de nuevo, habría respondido más irreflexivamente a mi objeción. Pero ahora también ella se tomó su tiempo antes de volver a abrir la boca.

– Vale -admitió-. No hay desgarros y no tiene por qué ser una relación forzada con violencia. Pero pudo haber intimidación. Y tampoco una relación consentida excluye un posterior…

– Desde luego que no -concedí-. Tienes razón, alguien ha firmado y eso es algo, que bien podríamos no tener nada. Son las once, camarada. ¿Volvemos a la escena del crimen o nos tenemos piedad y dejamos de jugar por hoy a los policías? No sé tú, pero yo estoy reventado.

– La escena del crimen está vista -dijo Chamorro-. Los que ahora tienen que lucirse allí son los de criminalística, levantando buenas huellas si las hay. ¿O es que piensas echarles una mano en eso?

Parecía haber hecho una pregunta inocente, sin ninguna intención. Pero, al cabo del tiempo, podía percibir la mordacidad de mi compañera aun cuando la manifestara veladamente, como era el caso.

– Ya me conoces, Virginia. Sólo me gustan los trabajos meticulosos cuando tienen algo artístico. No me tira mucho limpiar manchas.

– Pues entonces…

– No vas a chivarte del escaqueo, ¿no?

– ¿Para qué? Podrían ponerme a trabajar con un jefe todavía más rancio y más machista que tú, así que no creo que me interese.

– ¿Soy rancio? ¿Soy machista? -pregunté, con sincero estupor.

– Tienes cuarenta años, y ya empieza a fastidiarte, aunque no te des cuenta, que otros más jóvenes se vayan haciendo con el mundo. Y eres un hombre, así que no tienes más remedio que ser machista. Bueno, podrías ser gay, o metrosexual, pero tampoco acabo yo de estar segura de que a una mujer le convenga más trabajar con eso. Los machistas sois más predecibles, y si se sabe llevaros, mucho más manejables.

Hice ademán de sujetarme al volante.

– Coño, Chamorro, ¿te has tomado algo?

– Coca-Cola Light, de máquina. No sé si le ponen algo en el tanatorio para animar a los deudos, pero yo no he notado nada raro.

– Me vas a permitir que prepare mi defensa para otro momento, porque ahora estoy hecho unos zorros. Pero creo que nunca he ofendido tu dignidad femenina. Incluso estoy dispuesto a recomendar que si algún día tienes un hijo, y hasta dos o tres, no te echen de la unidad.

– Si algún día tengo un hijo, ya me iré yo. Pero por ahora no necesito que te desgastes al respecto.

– Pues no te duermas, no vaya a pasarse el arroz.

Mi compañera esbozó la primera sonrisa de aquel día.

– Qué respetuoso de mi dignidad femenina es ese comentario.

– Sólo me preocupo por ti. Los treinta están ya encima…

– No te preocupes tanto. Ahora las mujeres somos fértiles durante más tiempo. Al contrario de lo que sucede con la fertilidad de otra cosa, que parece que va disminuyendo sostenidamente.

– Yo ya he acreditado mi aptitud una vez. Y no estoy por repetir. Debo salir adelante con un sueldo modesto.

– Qué bien tener esa coartada.

– Vale -resumí-, llegados a este punto sólo me queda arrestarte o invitarte a una caña y alguna ración de algo, dondequiera que sea posible encontrar eso a esta hora en este pueblo. Sabes que me repugna abusar del mando, así que, y sólo a condición de que no te me pongas burda y lo interpretes como acoso sexual, ¿me permites invitarte, mi cabo?

– Vamos, tira y deja de chinchar -replicó, relajando el gesto.

Meneé la cabeza.

– Ay, Chamorro, con lo disciplinada, lo prudente y lo modosita que eras al principio, cómo te estoy malcriando.

– Tranquilo, me malcría la vida.

– Bien, pero mañana conduces tú -dije, mientras arrancaba-. No por nada, sino porque soy un machista y se me pone en los cojones.

– A tus órdenes siempre -se sometió, con dulce mansedumbre.

– Mejor así. Y ahora vamos a ver dónde nos dejamos envenenar.

Mi comentario, aunque no era más que una manera de hablar, resultaba injustamente despectivo. El pueblo que aquella vez nos había tocado en suerte era bastante decente. Un lugar de larga historia, con un casco antiguo señorial y varios edificios de cierto valor arquitectónico. Hasta tenía obispo, que eso sí que era nivel, porque por lo común los sitios con obispo son de la pasma, y a los guardias como mucho nos dejan municipios con arcipreste para velar por la salvación de los fieles. Ni a Chamorro, que era ex practicante, ni a mí, que era más o menos ex creyente, nos hacía mucha falta ese servicio, pero al fin y al cabo, y aunque sólo fuera por el hecho de trabajar en el país otrora campeón de la católica cristiandad, no podíamos dejar de tomar nota del detalle. Otra ventaja, teniendo en cuenta la premura con que habíamos tenido que desplazarnos hasta allí, era que el pueblo se hallaba en la provincia de Zaragoza, no muy lejos de Madrid y con buena comunicación por carretera. Mientras conducía hacia el centro, y aunque el cansancio me invitaba a desconectar, la inercia de mis pensamientos me llevó en cambio a repasar los hechos desde el principio. Es ésta, la de andar recapitulando siempre, una tediosa manía policial.

El comienzo, es decir, el momento hasta el que podía a aquellas alturas retrotraerme con mediana certeza, era el hallazgo del cuerpo. Un hecho que por lo común se decide de forma fortuita, pero ese capricho del azar resulta de gran trascendencia para dilucidar cómo y qué podrá uno investigar más adelante. En el caso de Neus Barutell, el modo en que la descubrieron resultó hasta cierto punto favorable para nosotros. El cadáver apareció a las pocas horas de la muerte y en el más que probable lugar del crimen, la casa de campo de la que la víctima era propietaria en las afueras del pueblo. La infortunada que hubo de pasar el trago fue su ayudante personal, quien siguiendo instrucciones de la periodista se presentó aquella mañana en la finca, donde Neus tenía su refugio y también su lugar de trabajo para los momentos en los que deseaba desconectar del mundo exterior. La ayudante, persona de total confianza, disponía de llave de la casa, por lo que pudo entrar por sí misma en ella. Después de hacer notar su presencia desde la planta inferior, y al no obtener respuesta, decidió subir a la planta donde estaban las habitaciones. No observó nada anómalo hasta que llegó a la puerta del dormitorio de Neus, que encontró cerrada. Golpeó dos veces, o quizá tres, nos precisaría después cuando la interrogamos, demostrando ser tan puntillosa como, dicho sea de paso, sugería su apariencia y su forma de comportarse. Pasados unos segundos, se resolvió al fin a abrir la puerta. Y entonces fue cuando lo vio todo. Eran, la ayudante recordaba también la hora, las 10.45 de la mañana.

Sonaba verosímil, porque los del puesto habían anotado que la llamada se había recibido a las 10.49. A partir de ahí, se desencadenó el circo más o menos habitual, con las peculiaridades del caso y, muy destacadamente, las derivadas de la identidad de la víctima. El sargento Rueda, que fue quien obtuvo in situ la revelación de que la muerta no era una desconocida, avisó al teniente Castaño, al mando del puesto, quien a su vez retransmitió sin demora la noticia a la comandancia de Zaragoza. Tras un par de pasos intermedios, a las 11.35, y aquí comenzaba la parte del cuento que a mí me afectaba, el comandante Pereira, bajo cuyo yugo desempeñaba mi labor, irrumpía en mi humilde garito, donde Chamorro y yo ordenábamos papeles de otro muerto. Con su habitual dejadez a la hora de hablar, que le exigía a uno esforzarse para oír sus palabras, nos espetó sin más trámite:

– Vila, Chamorro, mochila y coche. Os explico camino del garaje.

Como conocía al comandante, y él sabía que yo le conocía, lo que siguió fue casi automático. Le encargué a la guardia Salgado que terminara ella de organizar los expedientes que Chamorro y yo debíamos dejar a medias, y nos reunimos con Pereira cuando él ya avanzaba por el pasillo. No parecía muy feliz, aunque eso no tenía nada de excepcional. A veces daba en pensar que era demasiado agónico para aquel destino, aunque otras dudaba si su talante siempre insatisfecho no era, por otro lado, el que más convenía a la jefatura que ejercía.