– Se han cargado a una tía de la tele, en Zaragoza -explicó, con su laconismo característico-. Así que habrá la soplapollez de siempre pero elevada al cubo, para que os vayáis preparando. No hace ni una hora que la han encontrado y ya me han llamado para que vayamos nosotros. Mi mejor gente, me han pedido. ¿Eres el mejor, Vila?
Sopesé con precaución mi respuesta.
– Yo no, mi comandante, pero Chamorro quizá.
– Es igual, hombre, no te lo tomes al pie de la letra. Tampoco me importa lo que me pidan. Sois los dos que puedo mandar ahora. Si no les gustáis que me den más tiempo y les hago un casting.
– En todo caso la cabo y yo lo consideramos un honor.
– Vila, no te cachondees de mí, que me doy cuenta. Toma un poco de pasta. -Me tendió un puñado de billetes de cincuenta-. Para ganar tiempo firmaré yo el vale de caja, así que no te lo gastes en vicios, o haz lo que te salga del nabo, pero me justificas hasta los porros que te fumes.
– Eso jamás. Estoy limpio, mi comandante.
– No sé yo. A saber qué hacías cuando estabas en la Facultad de Psicología. Seguro que allí hasta los catedráticos eran porreros. Volviendo a lo de la muerta: Neus Barutell, supongo que te suena. O bueno, como tú eres un intelectual y un bolchevique a lo mejor no ves tele.
– No veo mucha tele, pero me suena. Y ya sabe que yo soy del PGC.
– ¿De qué?
– Partido de la Guardia Civil. Apolítico, mi comandante.
– Ya. Perdona que no me lo crea. Bien, el asunto. Detalles que me hayan contado: una pila de puñaladas por todo el cuerpo, apareció en su dormitorio, ambiente más o menos íntimo y vestigios de diversión. El resto tendrás que averiguarlo tú con tu perspicacia y la de la cabo. Chamorro, cuídamelo, que rojo y todo le hemos cogido cariño.
– Lo cuidaré si se deja, mi comandante.
Habíamos llegado ya junto al coche.
– Pues venga. Echando leches. Y que no os multen.
– ¿Y cómo se come lo uno con lo otro? -pregunté.
– Joder, ¿es que no sabes dónde están los radares, como cualquier conductor de este puto país? Lo que te digo es que ya estoy harto de mandarles oficios a los de Tráfico para justificaros las urgencias y que os quiten las denuncias. Se chotean de mí. Me dicen que si tan mal organizamos nuestro trabajo que estamos siempre de urgencia.
Por suerte (en fin, si es que eso podía considerarse una suerte), solíamos tener en el maletero del coche un bolso de viaje con alguna ropa limpia y un par de mudas, para casos como aquél. A las 11.45 salíamos del recinto de la Dirección General, donde teníamos la oficina, y a las 13.50, obviamente sin sujetarnos a los límites de velocidad vigentes, pero sin que ningún radar registrara nuestra incívica conducta, llegábamos al pueblo y nos encontrábamos en la gasolinera que había a la entrada con el sargento Rueda, nuestro guía hasta el lugar del crimen. Estaba algo nervioso, en congruencia con la situación.
– Los de policía judicial de Zaragoza os están esperando -explicó-. Ya ha venido el juez, y me imagino que estará a punto de dar permiso para levantar el cadáver, si no lo ha hecho ya. Por ahora no tenemos prensa, gracias a Dios. La casa está en un sitio más o menos apartado, ya veréis. Pero tampoco creo que tarden. Supongo que hay tantas posibilidades de que los funcionarios del juzgado no se hayan ido de la lengua como de que a Zidane lo fiche el Real Zaragoza.
– Chamorro no entiende de fútbol, tendrás que explicarle el chiste.
Rueda observó a mi compañera con incredulidad.
– Zidane, el del Madrid, ese que… -aclaró, solícito.
– Ya sé quién es -refunfuñó Chamorro-. No le haga caso, mi sargento, es sólo por fastidiarme. Entiendo yo más de fútbol que él.
Llegamos a la casa cuando salía el juez. Era un hombre de unos cuarenta años, con algo raro en el rostro. Luego descubrí qué: tenía mohín de llevar gafas, aunque no las llevaba. Deduje que era uno de esos que, recién liberados por vía quirúrgica de la miopía, aún no se han hecho del todo a no necesitar las lentes. Venía con gesto hipercircunspecto, también conocido como cara de juez, y lo acompañaban un capitán, un teniente y un oficial de paisano a quien ya conocía de alguna otra verbena: el capitán Navarro, de la comandancia de Zaragoza. Chamorro y yo, ajustándonos a nuestra condición de subalternos, nos echamos a un lado para dejar pasar a la comitiva de líderes. Entonces Navarro me reconoció, alzó las cejas e hizo ademán de pararse, pero con una mirada le rogué que se abstuviera y por fortuna me entendió. Aunque fuera una deferencia por su parte, prefería no ser presentado aún a su señoría como el enterado de Madrid al que se suponía capaz de desenredar la madeja. Si podía elegir, prefería no ser presentado nunca a su señoría, aunque me constara que era improbable que se cumpliera mi deseo. No porque tuviera nada contra aquel hombre o contra su profesión, que la mía me obligaba a respetar, sino porque los peones no tienen mucho que ganar confraternizando con los capataces.
Sin el juez delante, y mucho más cómodos por tanto, entramos a examinar el escenario del crimen. Era un dormitorio enorme, decorado al estilo rústico, con cuadros auténticos. Navarro me pidió:
– Echadle un vistazo rápido. Ya le hemos sacado todas las fotos y el juez nos ha apremiado para que la retiremos y la cubramos. Nos ha responsabilizado especialmente de que nadie la vea así.
– Debe de creerse que somos paparazzi -apuntó el teniente.
– Ya me gustaría a mí -dijo, dándose por aludido, un cabo que en ese momento volcaba en un ordenador portátil las fotos archivadas en una cámara digital-. No tendría tantas trampas como tengo, eso seguro.
Nos acercamos al cadáver. Neus estaba tumbada boca arriba con los brazos extendidos a lo largo de los costados y las piernas ligeramente entreabiertas. Le habían cerrado los ojos, y como me constaba que los nuestros no lo habrían hecho, sólo pude pensar en su descubridora o el asesino. Había una mediana cantidad de sangre. También había restos de algo grumoso que parecía nata montada. Se los señalé al capitán.
– ¿Y esto?
El capitán me señaló a su vez una prueba que, debidamente protegida por una bolsa transparente, reposaba sobre la mesilla de noche. Era, en efecto, un bote de nata en spray, de los usados en repostería.
– Para endulzar -conjeturó-. Y mira esto otro.
Sobre la otra mesilla había una papelina con restos de polvo blanco.
– Farlopa -dijo Navarro-. Buena, según Recio, que es nuestro yonqui. Vamos, que estuvo un par de años en fiscal y antidroga.
– Pobrecilla -opinó Chamorro-. Lo que habrá que oír y leer, cuando la máquina de esparcir mierda se ponga a funcionar.
– No creas -dije-. Es una de los suyos. Se conjurarán para protegerla. Por lo menos al principio.
– ¿Tú crees? Aquí ya nadie se preocupa de nadie. Sólo del euro.
– Te digo yo que esto será diferente, ya verás. Por lo menos durante un tiempo. Para una vez que puedo esperar una pizca de escrúpulos de los buitres, no me arruines la ilusión, mujer.
– Nada más lejos de mi ánimo.
– Tampoco es para tanto, no os pongáis tan estrechos -intervino el capitán Navarro-. A la coca le da la gente más ilustre. Si nos dejaran hacer análisis a la salida de una recepción real o de un club náutico, es sólo una hipótesis, habría mogollón de positivos. ¿Y no veis los programas de sexo de la tele? Utilizar aditamentos alimenticios es algo que aconsejan los expertos para romper la rutina conyugal.
– Con todo y con eso, ya podemos prepararnos -insistió Chamorro.
– Hablando de rutina conyugal. ¿Y el legítimo? -pregunté.
– Buena pregunta -aprobó el capitán-. Lo localizamos hará un par de horas. Estaba en la casa que la parejita posee en la Costa Brava. Ya sabes que a los ricos les gusta ocupar cuantos más trozos de planeta mejor, es su manera de marcar paquete. Una en Barcelona, otra aquí, otra en Madrid, otra en la Costa Brava. Tú o yo nos tenemos que apañar en el pisito, lo mismo si la familia se lleva bien como si no, pero éstos están cada uno en una casa diferente y todavía tienen dos vacías.