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– Pues no. Diría que no es ella, al menos en la última anotación se refiere a un tú y yo. Me he traído los folios para enseñárselos a Altavella, si consigo que la conversación con él discurra por cauces civilizados y que no se enfurezca por haber abierto contra su voluntad el ordenador de su esposa. A lo mejor él tiene alguna pista para descifrarlo.

Chamorro dejó de mirar al frente y volvió el rostro en mi dirección.

– Estuve pensando, anoche -dijo-. Mi impresión es que Neus no pasaba por un buen momento, y que ese diario guarda el único testimonio que dejó de lo que le sucedía. Pero me temo que no lo entenderemos hasta que no enganchemos a alguien siguiendo alguno de los otros rastros. Dudo que incluso Altavella pueda entenderlo.

– Puede ser -admití-. Es pronto para decirlo. En lo que coincido contigo es en que tenemos que seguir los demás hilos, aplicando la ramplona pero siempre provechosa rutina policial. Eso me recuerda algo. Voy a llamar a Rubio para que vayan poniéndose las pilas.

El sargento Rubio respondió al segundo timbre de llamada. Tena y él estaban desayunando, Gil y Ponce no habían llegado todavía. Repasamos las tareas pendientes y le encargué que contactara con Juárez, para organizar el acceso a las cuentas de correo electrónico de Neus tan pronto como llegara la orden judicial. También le pedí que les dijera a Gil y a Ponce que se aseguraran de disponer de los equipos para rastrear los teléfonos móviles, en cuanto tuviéramos autorizada su intervención. Y por último que llamara a Madrid, al laboratorio, donde ya podían tener algún resultado de los análisis de ADN.

– Ah, y otra cosa -recordé, antes de colgar-. Averíguame por dónde para el actor, Josep Albert Salvany. Así aprovechamos nosotros el viaje, y vosotros os ocupáis de coordinar lo demás desde allí.

– Sí que quieres exprimir el viernes -dijo Chamorro, apenas corté la comunicación-. Por cierto, no hemos hablado aún de qué va a pasar el fin de semana. Si no te parece mal que te lo plantee…

No había pensado en ello. Y la pregunta de mi compañera era no sólo pertinente, sino algo a lo que como jefe debería haberme anticipado. Tampoco era yo quien tenía la última decisión al respecto, ni mucho menos, pero confiaba en que mis superiores se fiaran de mi criterio para evaluar si era necesario o podía tener alguna utilidad significativa maltratar a la tropa privándola del descanso dominical.

– Pues si no hay nada muy novedoso de aquí a las tres -dije-, creo que le propondré a Pereira que nos dé licencia para retomarlo el lunes. De todos modos yo voy a quedarme por aquí, porque este fin de semana no tengo al chico, así que puedo cubrir cualquier imprevisto. Tú haz lo que más te convenga, no quiero obligarte a seguir mi suerte. También te puedes llevar el coche, si quieres tener más flexibilidad para ir y venir. Eso sí, te quiero de vuelta aquí el lunes a primera hora.

– Vale, pues ya lo pensaré sobre la marcha.

– ¿Tenías algún plan?

– Tenía. Pero tampoco era nada del otro mundo. Ya veré.

Uno debe respetar la intimidad de los demás y me abstuve de seguir preguntando. Pero últimamente no veía a Chamorro demasiado contenta, y me costaba reprimirme para no indagar la razón. En apenas tres años se había deshecho de dos novios (no sin fundamento, para decirlo todo) y temía que estuviera deslizándose por esa cuesta que ya había visto bajar a otras mujeres, la que lleva a creer que en el fondo nada ni nadie merece mucho la pena y a cuestionar la posibilidad de establecer ninguna solidaridad firme con un individuo portador de cromosomas masculinos. No me parecía lo más inteligente ni lo más saludable que podía hacer, pero por otra parte yo no era el candidato idóneo para refutarle esa convicción, si es que había llegado a ella, y a partir de ahí poco me cabía remediar. Sólo podía ofrecerle consejos, una mercancía tan inservible que en cualquier sitio te la dan gratis. Para eso, prefería quedarme al margen, aunque fuera al precio de asistir desde una incómoda incertidumbre a sus zozobras. Si alguna vez podía ayudarla en algo (y alguna vez, de hecho, había podido), a ella ya le constaba que no tenía más que hacérmelo saber.

Tras superar el embotellamiento de la ronda, logramos entrar en el casco urbano y llegar a la zona alta del Ensanche, donde Altavella tenía su residencia. Se hallaba en el territorio intermedio entre la parte baja de la ciudad y los barrios de más postín. El edificio, según calculé a bulto, no estaba a más de veinte minutos caminando de las oficinas de la productora. Era un inmueble centenario, que desde fuera no llamaba demasiado la atención del viandante. Pero en cuanto entramos en el portal nos dimos cuenta de que se trataba de la discreción a que suelen recurrir los más listos de entre quienes poseen bienes que otros pueden codiciar. El portero de la finca ya había sido aleccionado. Apenas dijimos a quién veníamos a ver, nos indicó dónde estaba el ascensor y nos proporcionó, diligente, las instrucciones oportunas:

– Último piso. Aprieten con fuerza el botón.

Así lo hicimos, y el artefacto, venerable pero favorecido por una primorosa restauración (y deduje que por una total renovación de la maquinaria original), nos elevó con suavidad y eficacia. Salimos a un descansillo amplio, en el que se veían dos puertas. Antes de que pudiéramos pensar en apretar un timbre, una de ellas se abrió y tras ella apareció una mujer de unos treinta años y aspecto sudamericano.

– Buenos días, ¿los señores guardias civiles?

Chamorro y yo nos miramos durante una fracción de segundo. Nunca nos había dado la impresión de que nuestra condición pudiera llevar aparejado ese respetuoso tratamiento, y desde luego a mí nunca me lo habían aplicado. Estábamos mucho más acostumbrados a que nos llamaran de otras maneras, bastante menos reverentes.

– Sí -dije, en cuanto me hube recobrado del asombro.

– Tengan la bondad de pasar.

Se apartó y nos indicó con la mano la dirección del pasillo. Lo seguimos y precediéndola llegamos hasta un distribuidor del que partía una escalinata de porte señorial. Como dudáramos, nos aclaró:

– En la planta superior, si son ustedes tan amables.

Imposible no ser, ante aquella dulzura, tan amable como ella pidiera. Pensé, y no era la primera vez, que uno de los beneficios más incuestionables de la inmigración era haber recuperado para el uso diario las fórmulas corteses del castellano, que antes de la venida masiva de sudamericanos habían quedado relegadas a los libros antiguos, dada la abrumadora preferencia entre los españoles por el gruñido más o menos articulado como forma usual de requerimiento al prójimo. Al llegar al término de la escalera nos recibió una andanada de sol que entraba por un gran ventanal. La mujer observó, con una sonrisa:

– Hace un bello día, ¿no les parece?

– Verdaderamente -dijo Chamorro.

El día era espléndido, desde luego, pero lo que no merecía nada por debajo de fabuloso era aquella casa. No sólo era enorme, sino que en cada rincón donde uno posara la vista se encontraba algún detalle que demostraba que a sus habitantes no les faltaba el dinero y sabían en qué gastarlo. Obras de arte, muebles de anticuario, centenares de libros, un piano, una pantalla de plasma gigante. Al otro lado del ventanal había una inmensa terraza. La mujer tomó la delantera y abrió la puerta que daba al exterior. Al vernos titubear de nuevo, nos dijo:

– El señor ha creído que estarían mejor en la azotea.

La seguimos. La terraza sólo era una porción de la parte al aire libre de la casa. En un nivel superior tenía una azotea el doble de grande, con, entre otras cosas, un cenador, una pequeña piscina portátil y multitud de plantas exquisitamente cuidadas. Bajo la pérgola del cenador había una mesa preparada con tres servicios. El panorama de Barcelona era fastuoso. Se veía la montaña, la Sagrada Familia, el mar.

– Tomen asiento, en seguida viene el señor.

Cuando nos quedamos solos, Chamorro no pudo callarse:

– Joder, con perdón. ¿Qué puede valer esta choza?

– Supongo que si coges tu sueldo de toda la vida y lo multiplicas por mi sueldo de toda la vida, podríamos pagar la azotea -calculé.