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– Qué exagerado, o qué mal andas en aritmética… Hablando en serio.

– ¿En serio? No sé, muchísimo, un escándalo. Lo que está fuera de duda es que si el tío pretendía impresionarnos, lo ha conseguido. Claro que con dos destripaterrones como tú y yo lo tiene a huevo.

– ¿Y esto se lo compró él con los libros o la mujer con la pasta de la tele? ¿A ti te parece que puede dar para tanto la literatura?

– Bueno, Altavella lleva décadas en activo y ha vendido muchos miles de ejemplares. A lo mejor se compró esto antes de que la especulación con el ladrillo lo pusiera todo por las nubes. Pero me permito dudarlo. Me parece que ya tienes deberes, Virgi: averiguar en el registro de la propiedad a nombre de quién está el Taj Mahal este.

– Estupendo. A ver si así aprendo a callarme.

Altavella se presentó poco después. Mi reloj marcaba las ocho y cinco cuando le vimos venir hacia nosotros, aseado y bien vestido.

– Buenos días -dijo, en tono cordial-. Qué puntuales son ustedes.

– Nos enseñan a serlo. Y es un hábito beneficioso.

– Y que lo diga, aunque haya tanta gente que se da tono retrasándose. En vista de la hora, y teniendo en cuenta su deferencia de venir a mi casa, se me ocurrió que debía invitarles a un buen desayuno -explicó, señalando la mesa-. Espero que no les parezca improcedente.

– No, pero tampoco tenía que haberse molestado.

– No se preocupe, sargento, no es ninguna molestia. Ni intento obtener un trato de favor. No espero que deje de someterme a un interrogatorio implacable, tan sólo procuro hacer la experiencia lo menos ingrata posible a todos. Es algo que mucha gente olvida. Que esforzándose un poco, la vida resulta menos desagradable, y que no estamos aquí tanto tiempo como para afear gratuitamente nuestros días.

– No vamos a someterle a ningún interrogatorio -dije-. Venimos a contarle lo que sabemos hasta ahora, y a charlar con usted para que nos indique por dónde cree que podemos encontrar más pistas para localizar al culpable o los culpables de la muerte de su mujer.

Altavella me contempló con una expresión enigmática. Sus labios estaban distendidos, pero sus ojos me escrutaban con frialdad.

– Le agradezco que utilice la palabra muerte, y no defunción o fallecimiento o cualquier otro de esos lóbregos eufemismos -declaró-. Llamar a las cosas por su nombre siempre me ha parecido el primer paso imprescindible para abordar cualquier problema. Para corresponderle, déjeme decirle antes de nada que no me ofendería en absoluto que me preguntaran si hay alguien que pueda atestiguar que yo estaba la noche del crimen donde les dije que estaba. En realidad, me resulta casi pasmoso que no me lo hayan preguntado todavía.

No suelo permitir a los testigos que me digan cómo debo hacer mi trabajo, y menos aún iba a permitírselo a Altavella. Pero tampoco quería empezar aquel encuentro con una confrontación, así que opté por una respuesta oblicua, que confié en que le hiciera meditar:

– Pues no pensaba preguntárselo, porque por ahora no tengo elementos de juicio que me lleven a la necesidad perentoria de hacerlo, pero tampoco le impediré que me lo cuente, si así lo desea.

Pude apreciar en la mirada de Altavella un momentáneo desconcierto. Como si hubiera visto desviarse inesperadamente una estocada en la que había empeñado toda su audacia y que daba por imparable. Aprovechó para rehacerse la llegada de la mujer sudamericana, que traía en una bandeja café y zumo de naranja recién hechos.

– Muchas gracias, Palmira. Ya sirvo yo el café.

– Como usted diga, señor.

Había algo en el trato de Altavella con su empleada doméstica que me gustó. Al contrario que otros, no se dirigía a ella como si fuera un semoviente que no mereciera mayor atención que contar cada mes los billetes que le pagaba. Tampoco con esa bonhomía impostada y remota que algunos ricos consideran el colmo de la delicadeza para con el servicio. Le sonreía de verdad y la miraba a los ojos. Y ella a él.

El viudo nos preguntó cómo queríamos el café y nos lo sirvió con aplicación y lentitud. Luego le acercó el azucarero a Chamorro.

– Gracias -dijo mi compañera.

– No hay de qué. Quien no vive para servir, no sirve para vivir.

Saltaba a la vista que a Altavella le complacía desempeñarse de modo extravagante, y subrayarlo en la medida justa para que no resultara falso ni embarazoso, sin dejar de llamar la atención. Iba yo a tomar la palabra cuando se acordó de lo que había dejado a medias:

– Pues como les dije, esa noche estaba en mi casa de Gerona. Coincidí un rato con uno de los vecinos hacia las ocho de la tarde, pero después de eso y hasta la mañana siguiente, cuando fui a comprar el pan y el periódico, no vi a nadie. Salvo que alguien pasara por allí y me viera a través de la ventana, lo que bien puede haber sucedido, porque no suelo correr las cortinas, me temo que no tengo a quien pueda respaldar mi coartada en los términos más o menos convencionales. Prefiero decírselo de entrada por si eso supone algún problema. En pura teoría, entre la tarde del lunes y la mañana del martes, pude ir a Zaragoza y volver, la distancia lo permite más que holgadamente.

Ahora era yo quien estaba descolocado. ¿A qué jugaba aquel tipo? ¿Era de una idiotez insólita o de una insólita franqueza? En todo caso, no podía reaccionar a su provocación de una manera vulgar.

– No sé si eso que me dice debería preocuparnos -dije-. Depende.

– ¿De qué?

– De si le convenía o deseaba usted la muerte de su mujer, claro está. Pero como no tenemos una máquina para adivinarle los pensamientos ni los deseos, dependerá en suma de si encontramos o no indicios que nos lleven a suponerlo. Y de si usted está dispuesto a hacer algo para disipar nuestras sospechas o, al contrario, para alimentarlas.

– Ya veo. ¿Y cómo podría hacer lo uno y lo otro?

El candor con que lo planteaba sonaba auténtico. Traté de seguir hablando como si aquello fuera en serio, y no la broma inconsecuente que podía parecerle a cualquier otro que estuviera en mi lugar.

– Puede imaginarlo sin mucho esfuerzo -dije-. Sin duda tendríamos que verificar sus movimientos si se confiesa autor del crimen, porque habríamos de contrastarlo por otras vías. Aunque es raro, hay gente que se acusa sin haber hecho nada, y la mayoría de la que se acusa con motivo suele desdecirse en el juicio. También tendríamos que investigarle a usted si viéramos que nos oculta información, o que nos facilita alguna que comprobemos que no se ajusta a la realidad.

– Bien, creo que lo entiendo. ¿Y cómo puedo, en cambio, ayudarles a no considerarme objetivo potencial de sus pesquisas?

– Contándonos todo lo que sepa y pueda orientarnos, para empezar. Y en un terreno más específico, también ayudaría que nos permitiera tomarle una muestra de saliva para obtener su perfil genético.

– No tengo ningún inconveniente. ¿Para qué les sirve eso?

Podría haber rehusado responderle. Pero preferí no ocultárselo:

– Para descartar que usted fuera la persona que mantuvo relaciones sexuales con su esposa poco antes de su muerte.

Altavella me sostuvo la mirada, acaso para demostrarse algo.

– No fui yo. Así que dígame dónde tengo que escupir.

– No tenemos tanta prisa. Ya le tomaremos la muestra. Antes me gustaría ponerle al corriente de lo que hemos ido descubriendo.

– De acuerdo -asintió-. Soy todo oídos.

En los últimos días me había tocado hacer aquel relato varias veces, para oyentes no siempre fáciles, como mi superior directo o la autoridad judicial. Pero con ninguno de ellos me había visto sometido a tanta exigencia como con aquel hombre que me escuchó durante varios minutos con gesto de completa concentración, sin despegar los labios y casi sin mover un músculo de su cuerpo. No sólo era el viudo. Estaba narrándole algo a un narrador consagrado, y por pueril que resultara cualquier afán de competición por mi parte, no quería quedar en ridículo y aspiraba a producir en él un impacto, por lo que administré mis bazas y procuré desplegarlas ante él de la manera más eficaz. No le informé de todo, desde luego. Me callé todavía lo de los amantes que le habíamos averiguado a su mujer, lo del contenido de sus ordenadores, lo de los teléfonos móviles y las cuentas de correo electrónico que íbamos a intervenir. Una cosa era que no quisiera tratarle como un sospechoso y otra que descartase su implicación de forma tan absoluta como para ponerle al corriente de todas las interioridades de la investigación. Pero de lo demás le di buena cuenta, incluido lo relativo al misterioso joven moreno con quien habían visto a Neus poco antes de morir. Me entretuve en facilitarle todos los detalles que teníamos sobre él, y también sobre el desconocido del cementerio con quien provisionalmente lo relacionábamos. Lo que no le participé fueron nuestras hipótesis sobre quién o qué pudiera ser. Ahí esperaba su colaboración.