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– ¿Os han dicho que hubiera algún problema entre ellos?

– No, yo qué sé, era un decir -se excusó el capitán-. Eso tendrás que preguntárselo a la Eduvigis que la encontró, que por cierto la tenemos esperándote en el puesto, o al maromo, cuando llegue.

– ¿Eduvigis? -se extrañó Chamorro.

– Bueno, en realidad se llama Mari Chel o Mari Chal, o una de esas cosas raras que les ponen los polacos a las niñas, para dar por culo. Te digo Eduvigis porque ya la verás. Lleva unas gafas cuadraditas de color fucsia y me da que es de las que limpian con una servilleta las cucharillas antes de usarlas para remover el café.

Navarro era de Extremadura, uno de los graneros tradicionales del Cuerpo, y no hacía muchas concesiones a la diplomacia. Pero todo podía cambiar. Si la cosa le iba bien, y podía irle, porque sólo tenía treinta y cinco años, no cabía excluir que un buen día se viera de coronel departiendo en un acto oficial con algún conseller de algo. Y ya se cuidaría entonces (para poder seguir acariciando la idea que en ese momento ocuparía todos sus sueños, ponerse en la hombrera las divisas de general) de pronunciarse con la rudeza que acababa de exhibir.

Meritxell Palau i Riquer, como según el DNI que portaba averiguamos después que se llamaba exactamente la ayudante de la difunta, nos esperaba en efecto en la casa-cuartel. Y algo de razón llevaba el capitán, no en cuanto a los motivos que habían determinado a sus padres para elegir cómo cristianarla (comprobé que era oriunda de Vic, zona ancestral y genuinamente catalanoparlante), sino en lo tocante al carácter un tanto melindroso que le había atribuido. Llevaba los zapatos impolutos, un pantalón beige de raya trazada con tiralíneas y una chaqueta de ante sobre la que jamás había caído una gota de nada. Y había que ver cómo miraba en su derredor. Aquella casa-cuartel era de las viejas, y los presupuestos para renovar el mobiliario y repintar nuestras instalaciones no son tan holgados como cabría desear.

Por lo demás, Meritxell era ese testigo fiable, inteligible y meticuloso con el que todo investigador sueña, y más cuando se enfrenta a lo contrario, a la gente confusa, balbuceante e imprecisa que el exceso de teleseries, telerrealidad y teledeporte va irreparablemente convirtiendo en el grueso de la población. Nos dio exhaustiva cuenta de cómo había sido el hallazgo del cuerpo, incluido el detalle, que anoté, de los ojos ya cerrados. Y aún pudimos ir más allá. Tras una vacilación momentánea (acaso imputable a algún automatismo que la llevaba a presumir que un sargento de la Benemérita era un ogro cavernícola mientras no se demostrara lo contrario) consintió en informarnos también acerca de cuestiones más personales, como su relación con la víctima.

– Sí, se puede decir que yo era su persona de confianza -admitió, no sin que un cierto rubor asomara a sus marfileñas mejillas-. De hecho, si quedamos aquí hoy es porque habían unas cuantas cosas que teníamos pendientes y que sólo podíamos resolver quitándonos del barullo de Barcelona. Ella prefería que ciertas cuestiones las despacháramos ella y yo solas, sin que nos estorbase nadie. Para eso veníamos aquí.

– ¿Y cómo es que no vinieron juntas? -preguntó Chamorro.

– A veces Neus necesitaba también aislarse completamente. Ustedes a lo mejor no entienden esto, lo que es la vida de una persona con una imagen tan brutal, alguien a quien todos reconocen por la calle. Más de una vez lo hacíamos así. Ella se venía sola el día antes y yo me reunía con ella a la mañana, como habíamos quedado hoy.

– Entonces ella vino aquí ayer.

– Sí, ayer.

– ¿A qué hora, lo sabe usted?

– Yo me despedí de ella a las dos de la tarde, más o menos. Luego me llamó desde el coche a eso de las cinco y media, mientras venía de camino. Pero no sé a qué altura estaría. Hablé otra vez con ella a las siete y ya estaba en la casa. Ponga que pudo llegar sobre las seis.

– ¿Y no volvieron a hablar?

– No. -Meritxell puso de pronto un gesto melancólico-. Esa llamada que le digo, la de las siete de la tarde, fue la última. Aunque luego intenté hablar con ella sobre las ocho, pero entonces ya no me respondió.

– ¿Que no le respondió? ¿Y eso no le hizo preocuparse?

Meritxell observó a Chamorro con una expresión difícil de definir. Por lo que dijo a continuación, trataba una vez más de hacernos comprender a nosotros, pobres ciudadanos vulgares y anónimos, las complejas vicisitudes psicológicas de una persona célebre.

– A partir de cierto momento, Neus apagaba el móvil. Era su costumbre. No tenía por qué preocuparme.

– ¿Y no la llamó al fijo?

– Desde luego que no. Era algo que podía esperar. Si ella apagaba el móvil significaba que sólo podía llamarla si había un incendio, y ni siquiera entonces en cualquier caso. Antes tendría que pararme a considerar si lo que se quemaba era lo bastante importante.

– Ya -recapitulé-. De modo que no sería una conclusión precipitada si dedujéramos que anoche Neus deseaba que nadie la molestase.

– No, no lo sería -aprobó mi razonamiento Meritxell.

– ¿Le parece a usted que podría ser porque tuviera alguna compañía?

La ayudante de Neus Barutell captó, cómo no, que aquélla, tras los inofensivos preámbulos, era mi primera tentativa decidida de irrumpir en la más delicada intimidad de su jefa. Eso la descolocó un poco, y también hubo de violentarla, pero más valía que se fuera acostumbrando a la situación, porque las circunstancias de la muerte no me dejaban más opción que seguir internándome en ese jardín.

– Podría ser -dijo, con voz apenas audible.

– ¿No sabe usted si ése fue efectivamente el caso?

Aquí Meritxell enrojeció hasta la raíz del cabello.

– No, no lo sé. No me dijo que viniera con nadie.

– Pero no le daba a usted siempre explicaciones a ese respecto.

– No, no me las daba.

Observé a mi testigo. Se estaba portando bien, y la estaba llevando a un terreno que tenía que resultarle resbaladizo. Me pareció que debía echarle un cable, no agobiarla en aquel momento prematuro.

– Voy a exponerle una hipótesis, señora Palau, y usted dígame sólo si le parece descabellada o no. Voy a suponer que la señora Barutell pudo quedar ayer con alguien, y que para encontrarse con él sin estorbos vino precisamente aquí y decidió quedar incomunicada a partir de algún momento entre las siete y las ocho de la tarde. ¿Cree usted que mi suposición podría contar con algún fundamento?

– Sí, podría -dijo Meritxell, tragando saliva.

– Y abusando de su amabilidad, que le agradecemos mucho, déjeme decírselo ante todo, ¿sería capaz de proporcionarnos algún nombre que nos ayudara a sustituir ese alguien indeterminado?

En ese punto percibí que la estaba acercando al límite. Sus manos sudaban a chorros, y apenas le salió un hilo de voz cuando dijo:

– No en este momento. Déjeme pensar. No hay nadie en concreto de quien yo tuviera conocimiento, tendría que tratar de imaginarlo, y la verdad es que ahora no estoy en las mejores condiciones para…

– Está bien -la alivié provisionalmente de esa carga-. Ya hablaremos con más tranquilidad. En otro momento. Sólo déjeme hacerle una última pregunta. ¿Era normal que la señora Barutell y su marido llevaran vidas separadas, como parece que llevaban en estos días?

– No era anormal -murmuró, apenas audible.

– Muchas gracias, señora Palau. Nos ha sido de mucha ayuda.

Terminamos de interrogar a Meritxell hacia las tres y media. A esa hora, la noticia corría como un reguero de pólvora por todas las agencias, aún con poco detalle: «Neus Barutell, hallada muerta en su casa de campo». A las 16.05, cuando el marido de la víctima, Gabriel Altavella, llegó al pueblo, un enjambre de cámaras registró la imagen. Le vi bajar, con semblante descompuesto y un cansancio que le hacía viejo y frágil. Siempre había intuido a un hombre muy distinto tras los libros que escribía. Y la investigación de aquel caso, que me iba a llevar a conocerlo con tanta profundidad como nunca habría imaginado, aún había de depararme algunas otras revelaciones inesperadas.