Por el camino llamé a Rubio. No había estado de brazos cruzados. Tenía los resultados del laboratorio de ADN: el perfil genético del semen hallado en el cuerpo de la difunta no se correspondía con el de nadie que tuviéramos en nuestro banco de datos. Había conseguido además el retrato-robot del acompañante de Neus: en su opinión, una birria a la que difícilmente se parecería alguien. También había localizado a Josep Albert Salvany: aquella mañana tenía rodaje en unos estudios situados en un polígono de la periferia. Me apunté la dirección. Por otra parte, Juárez ya había contactado con los proveedores de Internet y a primera hora de la tarde, nos aseguraba, dispondríamos de las claves para acceder a las cuentas de correo web de Neus. Donde no había habido tanta suerte era con los teléfonos móviles prepago. Dos de ellos correspondían a la compañía donde trabajaba la amiga de Chamorro y también podríamos tenerlos intervenidos y estar en condiciones de rastrear su ubicación a mediodía, pero el tercero era de otra compañía donde no habían ofrecido tantas facilidades. Exigían ver el original de la orden judicial, no les valía el fax, y le habían dicho a Rubio que debían someterlo a su departamento de asesoría jurídica antes de darnos acceso a la línea, ya que ése era su procedimiento interno para evitar incurrir en responsabilidades frente a sus clientes. No me sorprendía mucho; no era la primera vez que me encontraba con ese celo para preservar la intimidad de la clientela en alguna compañía de servicios. Un celo que entendía, desde luego, y que habría entendido mucho mejor si no me constara, por propia experiencia, cómo muchas de ellas aprovechaban después los datos personales de los usuarios para desarrollar otros negocios, cuando no para traficar con ellos. Pero no me engañaba: entre otras razones, los móviles prepago son una mina de oro para las empresas de telefonía porque permiten el anonimato y resultan más escurridizos; ser demasiado ágiles a la hora de facilitar su intervención equivaldría a sabotear su propio negocio. Le pedí a Rubio el número de teléfono y el nombre del representante de la compañía, para tratar de ejercitar con él mis dotes de persuasión.
Me dio tiempo a hablar con él mientras íbamos hacia la librería. El señor López-Tuñón, que así se llamaba o hacía llamar el sujeto, resultó ser un contrincante coriáceo, de la peor especie: alguien que había recibido de sus superiores unas directrices y cifraba sus expectativas de futuro en atenerse a ellas a todo trance. Me fallaron consecutivamente los trucos de ser amable, darle pena y hasta sugerirle que su rigidez burocrática podía favorecer a un peligroso criminal. A esto último se permitió incluso responder echando mano del sarcasmo:
– Pues entenderá, sargento, si tan grave es el caso, que esperemos que se tomen la molestia de facilitarnos el original del mandamiento.
– El juzgado está en Zaragoza, nosotros en Barcelona, y ustedes en Madrid. ¿Comprende las dificultades que eso nos plantea? -dije.
– Yo lo comprendo todo. Sólo le pido que me comprenda a mí.
– Muy bien. Creo que le he comprendido. Daré a su señoría cuenta de esta conversación. Mencionando su nombre, por supuesto.
– ¿Qué pretende con eso? ¿Asustarme?
– No. Sólo apuro mis posibilidades. Si le asustan o no las consecuencias de obstaculizar una orden judicial, usted sabrá. -Y colgué.
Odio atacar por las malas algo que no debería costar mucho despejar por las buenas, pero cuando a uno le obligan, no queda otra. En cualquier caso, mi advertencia era hasta cierto punto un farol. No sabía en qué medida podía recurrir al auxilio de la autoridad judicial. La nueva juez bien podía ser una de esas que prometen mucho pero que luego, a la hora de la verdad, le dejan a uno solo delante del toro.
Le pedí a Chamorro que parase en doble fila ante la puerta de Laie, que recordaba de mi época barcelonesa como una de las librerías mejor surtidas. No me defraudó. Tenían Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo en una edición inglesa muy económica y en un solo volumen. También vi, junto a la caja, una oferta de libros de poesía catalana a euro y medio el ejemplar. Reconocí algunos nombres, otros no. Cuando uno adquiere el hábito de vivir de las gangas, le resulta difícil rehuir una. Bien podía desprenderme de tres euros. Tomé una antología de Joan Margarit, una elección al azar. Y otra de Vicent Andrés Estellés. En este caso sí sabía, de sobra, lo que me estaba llevando.
Con todo, la transacción apenas me llevó cinco minutos. Cuando estuve de vuelta en el coche, le dije a Chamorro:
– Listo. Y ahora, hacia la ronda. Vamos a ver a Salvany.
El tráfico había bajado considerablemente y el trayecto hasta los estudios de grabación resultó rápido. Mi compañera seguía de morros. Si hubiera sido propenso a pensar mal, habría creído que la fastidiaba que yo no hubiera salido del encuentro con Altavella tan descalabrado como había previsto. En cierto momento llegó a decirme:
– Supongo que el idilio que habéis iniciado esta mañana el escritor y tú no te impedirá preocuparte de comprobar su coartada.
No le respondí en seguida. A veces hay que hacer sentir el mando.
– La duda ofende, Chamorro. Claro que la comprobaremos. Pero no creo que sea ahora la prioridad. No veo que haya móvil para un crimen pasional, visto el arreglo conyugal que tenía con Neus, ni para un crimen económico, si sólo iba a sacar un tercio de una herencia que me parece que no necesita. Mi prioridad sigue siendo el moreno.
– Vale -acató, lacónica-. Era sólo por saber.
Nos llevó un tiempo orientarnos en el polígono industrial donde se hallaban los estudios de grabación. Lo malo de esos lugares es que la gente que te tropiezas sólo sabe dónde está su empresa, y que esperar que dar el nombre de la calle sirva de algo es como esperar que un jugador de golf asuma que no hay agua para regarle el vicio.
Después de un rato dimos con la nave. Ante ella había un nutrido grupo de fans, entre las que atravesamos no sin ciertos esfuerzos.
– ¿Esta gente no debería estar en el instituto? -dije, viendo las edades.
– Debería -confirmó Chamorro-. Pero ahora cualquiera les obliga a algo, si no les apetece. Eso me cuenta mi primo, el que está de profesor. Hay alumnos a los que ni ve el pelo. Y menos aún a los padres.
En la recepción había una muchacha bastante moderna, punteada de piercings y rebosante de carnes, o a lo mejor era sólo que la ropa que llevaba correspondía a la talla que había tenido en tiempos de su ya lejana Primera Comunión. A ella le preguntamos por Salvany.
– No es pot veure’l -dijo-. Avui tenim grabació tot el dia.
– Joder, qué manía -renegó Chamorro-. ¿Qué ha dicho?
– Perdone, mi compañera no entiende el catalán -la excusé, al tiempo que la invitaba con un ademán a que se calmara.
– Ah, lo siento -se apresuró a corregir la recepcionista-. Les decía que hoy tenemos grabación todo el día y no se le puede ver.
– Sólo le robaremos unos minutos -dije-. Seguro que hay descansos.
– Mis instrucciones son que nadie puede pasar. Lo siento.
No quería hacerlo, si podía evitarlo, pero acabé sacando la placa.
– ¿Sería usted tan amable de confirmar esas instrucciones con su jefe?
Cinco minutos después estábamos hablando con un tipo disfrazado de activista antiglobalización (al menos, a ese movimiento remitían las consignas de su camiseta) que dijo ser el jefe de producción de los estudios. Trató de repelernos con las generalidades de rigor, pero esta vez ya me cogió con la reserva de diplomacia algo mermada.
– Mire, esto es muy fácil. Funciona así: cuando nosotros necesitamos hablar con alguien para esclarecer un delito, como es el caso, lo intentamos por las buenas, es decir, lo pedimos por favor, como estamos haciendo ahora. Si la persona se niega, y está en su derecho, lo citamos judicialmente, o incluso, si vemos algo a lo que agarrarnos, tratamos de conseguir una orden de detención. ¿No le parece a usted que debería cerciorarse de que el señor Salvany no quiere atendernos?