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– Voy a darte una vuelta por lo que no viste de Barcelona -le dije, tratando de sonar a la vez despreocupado y enérgico.

– Ya que estamos, podríamos ir a visitar eso del Fórum.

Meneé la cabeza.

– Lo siento, soy objetor frente a los eventos institucionales programados. No estuve en la Expo, y cuando las olimpiadas, que me pillaron aquí, me abstuve rigurosamente de acercarme a ellas. Si quieres te coges mañana el coche y te vas a verlo tú sola. Yo paso.

– Vale, no he dicho nada. A ver, tu plan alternativo. Ahora recuerdo que ibas a descubrirme no sé qué de la Sagrada Familia.

– Muy bien, empecemos por ahí.

Llegamos aún a tiempo de hacer algo que suponía que ella habría omitido de niña: subir a lo más alto de una de las torres. La experiencia de trepar por las escaleras en espiral, cada vez más empinadas y cerradas en su giro, ya era de por sí inolvidable, por fatigosa y claustrofóbica. Pero la de ver la ciudad desde los cien metros de altura de la torre pude advertir que la impresionaba, como no podía ser menos.

– La gente se queda mirando las fachadas, las estatuas y todas esas cosas -dije-. A mí me gusta encaramarme aquí, a la máxima expresión de la soberbia del arquitecto. Siempre que venía me imaginaba lo que sería subir a la torre central que nunca llegó a construirse, y que iba a levantarse hasta los 170 metros, según el proyecto de Gaudí.

Chamorro me examinó con suspicacia.

– ¿Y por qué, este afán de subir? ¿Aires de grandeza?

– No. Porque mirar una ciudad desde arriba es a la vez como si estuvieras y no estuvieras en ella. Una mezcla de proximidad y lejanía. No sabría explicarlo del todo. Te llevaré a ver otro ejemplo.

Fuimos al Parc Güell. No lo conocía, y se admiró de la escalinata, la sala hipóstila, los viaductos. La dejé disfrutar de todo bajo la luz suave del atardecer. A mí no dejaba de afectarme, más que nada porque evocaba otros atardeceres allí. En especial me sentí flaquear al pasar por el viaducto de los Enamorados, desde el que se contemplaba una vista de la ciudad que recordaba bien y que Chamorro propuso sentarse a admirar. Pero mi meta estaba más allá de los monumentos.

– Subamos un poco más.

Cuando empezamos a adentrarnos en la parte alta del parque, entre las pocas casas de la frustrada colonia Güell, Chamorro observó:

– Aquí ya no hay nada, parece.

– No te fíes de las apariencias.

Llegamos a lo alto de la colina. Atravesamos la plataforma y la llevé al borde desde el que se dominaba toda la ciudad. Empezaban a encenderse las luces que punteaban en amarillo las venas y las células del organismo urbano. Al fondo, se difuminaba en violeta el mar.

– Vaya -observó Chamorro.

Había otra pareja, sentada con los pies colgando ante el panorama. Los imité, y Chamorro hizo lo propio, a mi lado. De pronto, me arrepentí de aquella torpe reproducción de episodios que me dolía llevar en la memoria. Tenía una sensación extraña, de usurpación de mi propia vida. Mi compañera notó algo, y trató acaso de distraerme.

– Merecía la pena subir -dijo-. ¿Qué es aquello de ahí atrás?

– El Tibidabo. Si quieres y tenemos tiempo podemos ir otro día. La vista es aún más amplia, pero a mí me gusta menos que ésta. Desde aquí la ciudad está más cerca, casi parece que pudieras tocarla.

– Sí, es como sobrevolarla a vista de pájaro -apreció.

– Hace diez años venía por aquí a menudo. Cuando quería aclararme la cabeza. Y a veces también para oscurecérmela -bromeé.

– ¿Algo de nostalgia?

– Siempre la hay, de todo lo que dejaste de vivir. Pero ya va siendo tanto que se me amontona. Empieza a costarme distinguirlo.

Chamorro inspiró hondo. Y se atrevió a decirme:

– ¿Te acuerdas de algo, de alguien en especial?

– Algo y alguien, sí. Pero no es una bonita historia. O sí, quién sabe. No soy quién para juzgarlo, no ahora, por lo menos.

No quise decir más. Ni ella preguntó.

Después, y mientras anochecía, dimos una vuelta por las faldas del Carmelo, otro paisaje que siempre me había parecido singular, con sus rampas y callejones. Sobre un muro leímos una pintada que vino a desdramatizar el instante, tras mi confesión en lo alto del mirador: SI EL PERRO ES TULLO, SU MIERDA TAMBIÉN LO ES. Luego recuperamos el coche y bajamos a cenar al centro. Al pasar junto a una galería comercial, Chamorro me dijo que aparcara un momento a la entrada, porque quería mirar si tenían algo. Volvió al cabo de diez minutos con una caja no demasiado grande. No pude dejar de indagar:

– ¿Qué has comprado?

– Un micrófono para el ordenador.

– ¿Y eso?

– Sólo cuesta cinco euros.

– Sí, un buen precio. Pero ¿para qué lo quieres?

– Ya lo verás.

Así como ella antes había respetado mi reserva, me pareció fuera de lugar tratar de romper la suya. Fuimos a cenar a un restaurante de cocina autóctona, donde la inicié en varias especialidades catalanas que no parecieron desagradar mucho a su paladar. La velada la dedicamos a hablar de nada y de todo, con una doble precaución, tanto por su parte como por la mía: ni mencionamos a Neus Barutell, ni mi vida pasada en Barcelona. Fue relajante, que era de lo que se trataba. A las once y media levantamos el campo. De camino hacia el coche, descubrí una tienda de miniaturas. Chamorro se mostró comprensiva:

– Adelante, hombre, fisga todo lo que quieras.

El contenido del escaparate era bastante convencional, con una salvedad reseñable: la figura de un carabinero republicano, de los que allá por agosto del 36 defendieron hasta la muerte las murallas de Badajoz, frente al asalto de las finalmente victoriosas tropas africanas. Mi especialidad única son los soldados derrotados, y ya llevaba tiempo buscando aquella pieza, así que me tomé nota de la tienda para volver en cuanto tuviera oportunidad de visitarla en horario comercial.

Esa noche, antes de dormir, tuve el valor de abrir el libro de Vicent Andrés Estellés y empecé a leer el poema que no debía:

No hi havia a Valéncia dos amants com nosaltres. Feroçment ens amávem des del matí a la nit.Tot ho recorde mentre vas estenent la roba.Han passat anys, molts anys; han passat moltes coses… *

Si uno juega con fuego, no debe sorprenderle que acabe quemándose. No conseguí llegar más que hasta ahí, hasta ese cuarto verso, antes de que mi mirada se empañara por completo. Durante muchos años, durante la mayor parte de mi existencia en realidad, yo he sido incapaz de derramar una sola lágrima. Pero llega un momento en que un hombre se ve en la necesidad de llorar, salvo que sea un trozo de madera petrificada que haría mejor en hundirse en el río del olvido.

No impedí, pues, que el llanto se desbordara y corriera por mis mejillas. Allí estaba, sintiéndome a la vez un poco imbécil y un poco mejor que mientras reprimía mis sentimientos, cuando mi teléfono móvil se puso a interpretar con estridencia la obertura de La Gazza Ladra.

– Sí -dije, tratando de evitar que se me quebrara la voz.

Chamorro me anunció entonces, eufórica:

– Rubén, he conectado.

CAPITULO 15 EL CABALLERO BLANCO

Chamorro estaba frente al ordenador, con un gesto de concentración absoluta. Leía la pantalla y tecleaba a gran velocidad. Me acerqué con ese miramiento que nos retrae a quienes hemos recibido una educación anticuada (las nuevas generaciones se ven exentas de tales rigideces) cuando sabemos que abordamos a alguien que está atareado.

– Siéntate conmigo -me pidió-. Aunque él crea otra cosa, lo que le escribo no tiene el menor contenido personal.

Me senté, todavía dubitativo. En la pantalla tenía abierto un cuadro de diálogo de chat. Al otro lado estaba en efecto pab_penya_79, que además de ese alias usaba otro sobrenombre cuando menos contundente: The Pleasure Machine. En cuanto a Chamorro, se identificaba con la dirección de correo loba_verde_84 y un lema que, por cierto, tampoco pasaba inadvertido: ¿Eres el que tiene la llave para abrir mi cajita de las delicias? Por si todo eso no hubiera sido bastante para orientarme, vi que el tipo utilizaba como presentación gráfica un desnudo, bronceado y esculpido torso viril, y mi compañera, por su parte, un vientre femenino con un piercing en el ombligo del que colgaba una perlita.

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*No había en Valencia dos amantes como nosotros. /Ferozmente nos amábamos desde la mañana hasta la noche. /Lo recuerdo todo mientras tiendes la ropa. /Han pasado años, muchos años; han pasado muchas cosas…