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A las seis de la tarde estábamos ambos ante el ordenador, con el programa de mensajería instantánea abierto. Según me explicó mi compañera, tenía una opción que le permitía a uno estar conectado, y ver si el otro lo estaba, sin que el otro te viera a ti. Resultaba ventajista y desleal, sin duda, pero nos convenía, de modo que obviamos los escrúpulos y así fue como le aguardamos. A las seis y tres minutos, sonó un cling y el nombre de pab_penya_79 se iluminó como contacto en línea. Virginia me observó con semblante triunfal. Toda sobrada, dijo:

– Vamos a darle un poco de emoción. Para que no sospeche que le estábamos esperando agazapados, y para probarle la sed que trae.

Transcurrieron tres eternos minutos, en los que demostró su sangre fría y yo noté que la mía dejaba algo que desear. Si de pronto el tipo se desconectaba, la cara de tontos que se nos iba a quedar haría historia. Por fin, a las seis y seis según el reloj del ordenador, Chamorro hizo un par de maniobras con el ratón y se descubrió como conectada. Su ansioso Caballero Blanco no tardó ni dos segundos en saludar.

Lo que siguió fue una conversación aún más volcánica que la de la víspera. Me causaba algún apuro estar allí leyéndola, lo que probaba mi condición de hombre de otro siglo, aunque también había otras razones, más recónditas y personales, que justificaban que me sintiera violento viendo a Chamorro abordar a calzón quitado aquellos asuntos. Lo único que me facilitaba el trago eran las carcajadas que se le escapaban con frecuencia, más después de haber escrito ella algo que por leer lo que el otro le respondía. Por lo que tocaba a su inventiva verbal, aquél era un Caballero Blanco en horas muy bajas, lo que me reafirmaba en la suposición de que tal vez se hallara deprimido y sólo se arrojara al flirteo cibernético como un pasatiempo con el que apartarse de los pensamientos tenebrosos que pudieran acompañarle.

Allí estábamos, leyendo sus ramplonerías, cuando se presentaron el sargento Rubio y la guardia Tena. Habían salido tan pronto de Zaragoza que llegaron con un par de horas de adelanto. Cuando traté de llevármelos a ambos aparte para ponerlos al día, dijo Chamorro:

– Susana, ven aquí. Mira qué gracioso.

Por un momento dudé si no debía oponerme a que organizara un carnaval a costa de aquello (a fin de cuentas, y por sui generis que fuera, una actuación policial). Mi compañera se percató en seguida.

– Vamos, mi sargento -pidió-. No pasa nada por distraerse un poco, ya que tenemos que trabajar en domingo. Y además, se me ha ocurrido una pequeña mejora para el señuelo. Si le digo que acaba de llegar una amiga que también quiere hablar con él, se le cae la baba.

Tena se había quedado a medio camino. La miré y comprendí que lo que no tenía sentido era hacer una montaña de la cuestión.

– Está bien -concedí-, mofaos a gusto del machote, sin espantármelo. Yo me llevo a Rubio a tomar algo y ya nos ocupamos de la parte aburrida. Pero no seáis demasiado crueles con el chaval, que allá arriba el buen Dios y acá abajo vuestra conciencia os están mirando.

– Descuida. Lo haremos todo con mucho amor -se rió Chamorro.

Salí con Rubio, que aún trataba de descifrar nuestro coloquio, y nos fuimos a tomar unas cervezas mientras le explicaba dónde andábamos y qué planeábamos para el día siguiente. Mi colega se mostró sorprendido por lo que nos había dado de sí el fin de semana.

– Cuando lo pienso, me parece que vivimos en un mundo raro de cojones -observó-. Olvídate de las técnicas y de las herramientas tradicionales. Cuando todo lo demás lo teníamos atorado, resulta que va Chamorro, se lanza al océano de Internet y da con el tipo. Y ahí está, hablando con él, y no sabemos desde dónde coño le escribe, pero no cabe duda de que ha establecido la conexión. Y ahora, para localizarle, la clave es que podamos rastrearle una huella electrónica.

– Pues ya ves, es lo que hay. A adaptarse.

– Yo tengo un chaval de seis años -dijo-. Dentro de otros seis, o de siete, ya estará ahí. Viviendo en un mundo que yo no sé si entiendo, que no sé si en general hemos acertado a entender aún, aunque ya todos vivamos en él, y cada día más metidos y más enredados.

– Mi chaval tiene doce. Así que sospecho que ya sabe más que yo. Pero la vida, en el fondo, siempre ha sido así. Tenemos hijos y los educamos para un mundo del que ignoramos casi todo. Vivir en esa perplejidad es la aventura que a nosotros nos hace levantarnos cada mañana. Ellos también tienen derecho a estar perdidos, ¿no crees?

– Pero da miedo, tío. Da miedo de que nos volvamos todos locos.

– Todos estamos locos ya. Eso no es demasiado grave. Lo grave es tener un cáncer de páncreas o una septicemia.

– Lo tendré en cuenta. Viniendo de un psicólogo…

– No confíes en ese título. El único importante me lo dan los años que llevo levantando muertos y enchiquerando a los que matan. Y que no es que me hayan enseñado a ser sabio, pero sí a no prejuzgar.

– ¿Tampoco prejuzgas a ese cabrón?

– Tampoco, compañero. Esperaré a verlo temblando delante de mí. O comoquiera que reaccione. Ésa es la hora de la verdad, y ése es nuestro privilegio, que compensa algo toda la mierda que nos comemos. Nosotros vemos a la gente en la hora de la verdad, sin los arreglos varios con que despistan a los demás sobre su auténtica condición.

– ¿Y crees que eso es un privilegio?

– Pues claro. La verdad os hará libres. ¿No?

– Ya ves tú lo libres que somos tú y yo. Aquí clavados, el domingo por la tarde, mientras todo Cristo anda viendo el partido.

– Mi cuerpo puede estar más prisionero, pero mi alma la siento un poco más libre que la de esos a los que mencionas.

– Claro, porque a ti el fútbol no te gusta.

– Sí, eso también contribuye -reconocí.

Cuando regresamos, Chamorro y Tena seguían metidas en harina. En el momento en que hicimos acto de presencia, se oía decir a la más joven y bisoña de las dos, con voz entre traviesa y mimosa:

– Negro, con encajitos.

Chamorro alzó las cejas y colocó el índice formando una cruz con sus labios fruncidos. El ordenador hizo un ruido y Tena añadió:

– Bueno, dejan intuir lo más interesante.

Era un espectáculo digno de verse. Chamorro tenía que hacer grandes esfuerzos por no soltar una risotada. Sonó otra vez la musiquita del ordenador y Tena miró a Chamorro con gesto interrogativo. Mi compañera colocó sus dos manos abiertas delante de su pecho e hizo el ademán de acercarlas y después separarlas más de una cuarta, varias veces. Tena entendió el mensaje, como no podía ser menos.

– Una 95 -dijo.

En fin, aquello era una juerga en toda regla, pero no era de lo que se trataba. Me fastidiaba mucho tener que representar el papel de aguafiestas, y mucho más el de sargento-profesor regañando a las alumnas díscolas, pero me acerqué y le pedí a Chamorro el folio en el que estaba haciendo anotaciones. Cogí un bolígrafo y le escribí:

CORTA MICRO Y QUEDA MAÑANA, TARDE.

Puso morritos, como si le estuviera quitando un juguete. Le indiqué con la palma oblicua respecto de mi frente que era una orden. Lo captó y me devolvió el gesto. Escribió a toda prisa que alguien acababa de abrir la puerta y que tenía que cortar el micrófono, e hizo un clic.

En cuanto estuvo segura de que el otro ya no la oía, a Chamorro le entró la risa floja. Tena la secundó, aunque ruborizándose.

– De verdad, es que es un pardillo total -juzgó mi compañera, mientras seguía tecleando para concertar la cita del día siguiente.