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– Puedo hacer como la otra vez. Poner una docena de hombres a tu disposición -me ofreció Cantero-. ¿Bastará?

– Si hay suerte, puede que incluso sobre.

El capitán no comprendió.

– ¿Si hay suerte?

– Si está en un establecimiento público. Cuéntale, Chamorro.

– Sé que no es definitivo, porque nada garantiza que me dijera la verdad -explicó mi compañera-. Pero ayer me contó que hablaba conmigo desde un cibercafé que hay en su barrio, que tiene buenos ordenadores y donde le dan auriculares para que el sonido no llegue a oídos indiscretos. Si no me mintió, y si esta noche por lo que sea no le da por quedarse en casa, tal vez podríamos agarrarle ahí.

– Ojalá -dijo Cantero-. Eso sería un chollo.

– Pues rezad, los que creáis -rogué.

Por la tarde tuvimos una novedad relevante. El teléfono móvil que habíamos intervenido por la mañana despertó de pronto. Apareció en la zona de Sant Cugat, y pudimos oír esta conversación:

– Cómo va. Soy Luis.

– Ya, ya te tengo fichado. El teléfono me lo chiva.

– ¿Te pillo bien?

– Sí, aquí estoy, leyendo el guión para la prueba.

– ¿Cuándo la tienes?

– Mañana, tú, qué nervios.

– O sea, que hoy no te meneas.

– Pues me da que no. ¿Me ibas a ofrecer algún plan?

– Psé. Se me había ocurrido que nos divirtiéramos juntos esta noche con una paridilla que me he montado.

– Qué paridilla.

– Si no vas a venir, para qué voy a contártelo, tía.

– Qué borde eres. Si no estuvieras tan bueno, te iban a dar.

– Ya lo sé.

– Y tú, ¿dónde andas?

– Aquí, salgo de una entrevista.

– ¿Sí? ¿Y?

– Pues mal rollo, creo que me cogen.

– ¿Y cómo dices eso, hombre?

– Porque es para la chorrada de siempre. Estoy harto de hacer de fondo.

– Ah, amigo, ya sabes lo que cuesta… Bueno, tú, que si no vas a contarme nada te cuelgo, que yo tengo que aprenderme bien esto.

– Vale.

– Déu, cochinote.

– Déu, cerdita.

Cuando se interrumpió la comunicación, los seis guardias que la habíamos estado escuchando guardamos un denso silencio. Lo rompió Chamorro para preguntar, erigiéndose en portavoz del resto:

– Decidme que el que tenemos intervenido es Luis.

– Es Luis, mi cabo -confirmó Gil.

– Dios, se me va a salir la adrenalina por las orejas.

– No nos precipitemos -advirtió el sargento Rubio.

– Hay un detalle esperanzador -dije, con toda la frialdad de que era capaz de armarme-. Habla en castellano. La lengua en que está escrita casi toda la correspondencia de Neus con su galán. Teniendo en cuenta que ella era catalanoparlante, podemos inferir que el Caballero Blanco no domina el catalán y prefiere expresarse en castellano.

– También puede ser que la castellanoparlante sea la chica, y que por eso él no le haya hablado en catalán, aunque sepa -dijo Ponce.

– Teóricamente sí -admití-. Pero él no tiene mucho acento catalán. Y a ella, en cambio, sí que le salía en las eles y en las vocales.

– A ver, tú, da replay -pidió Ponce a Gil.

Volvimos a escuchar la conversación. Todos estuvieron de acuerdo con mi apreciación sobre sus acentos. Ella parecía catalana, él no.

– Y la buena noticia -añadió Gil, señalando la pantalla-. No apaga el chivato, y se dirige hacia Barcelona. Hacia el centro.

– A lo mejor nos ha venido Dios a ver.

Todos listos. Las horas que faltaban hasta las nueve y media transcurrieron con exasperante lentitud. Apenas podíamos reprimir los nervios cuando vimos que el teléfono se inmovilizaba en la zona de Gracia. No lo apagaba, no hablaba ni le llamaban, pero se mantenía por allí, moviéndose en un radio de apenas quinientos metros. A las ocho no pude más y llamé a Cantero. El capitán se personó de inmediato en la sala.

– Mira, no se va de ahí -le dije-. ¿Te parece que vayamos mandando ya a media docena de tíos para ir controlando los cibercafés?

– No sé cuántos habrá en esa zona. Pon que unos pocos.

– Que abarquen los que puedan, mi capitán, el caso es que ya nos vamos situando sobre el terreno -le apremié.

– Vale, vale, tú marcas el ritmo -se plegó.

Rebusqué en mi cartera y después de apartar algunas otras encontré la tarjeta de Riudavets. Marqué su número y al cabo de siete interminables tonos de llamada apareció su voz en la línea:

– Digui.

– Riudavets, soy yo, Vila, el guardia de Madrid. El del caso Barutell.

– Ah, sí, hombre, dime.

– Vamos a montar una operación. No te puedo asegurar todavía cien por cien dónde, pero todo apunta a que lo hagamos en Gracia.

– Ya. Si no me equivoco, ésa es aún zona compartida.

– ¿Puedes encargarte de avisar a quien proceda a través de tu gente para que a nadie le coja de improviso?

– Sí, claro, hago una llamada. ¿Necesitáis algo?

– No, si todo sale bien es poca cosa y tiene poco riesgo.

– Muy bien, pues mucha suerte. Ya me contarás. Por pura curiosidad. Ah, por cierto. Tengo noticias para ti sobre la coartada de Altavella.

– Salvo que vayas a contarme que era falsa, ya te llamo yo, si no te importa, aquí estamos ahora mismo hasta arriba de trabajo.

– No, no era falsa. Estaba allí. Ya te daré los detalles.

– Gracias.

A las nueve y cuarto se conectó pab_penya_79. Segundos después llamaron al teléfono móvil de Luis. Oímos cómo sonaba la señal de llamada en el altavoz del equipo de escucha. No lo cogió. Telefoneé a Juárez, que estaba al quite con su ordenador en Madrid.

– Se ha enganchado -le anuncié-. ¿Cuánto tardas?

– Minutillos -prometió-. Cuelga, te llamo yo.

No sé cómo pude, pero colgué y me puse a esperar.

– ¿Me conecto? -preguntó Chamorro.

– No, aún no, no son y media todavía.

A las nueve y treinta y uno, sonó mi teléfono móvil. Era Juárez.

– Lo tengo -dijo solamente.

Le di luz verde a Chamorro y se conectó como una centella.

– Hemos pillado la dirección IP -dijo Juárez-. Y según las gestiones extraoficiales que me han hecho mis colegas está censada como perteneciente a un cibercafé en… ¿Te tomas nota de la calle?

– Por tus muertos, Juárez.

En cuanto tuve las señas, llamé al teniente Vendrell, que mandaba el equipo que ya estaba sobre el terreno, para que aseguraran el lugar. Luego me dirigí a Chamorro y a Tena y las arengué:

– Chicas, no os volveré a pedir esto. Sed tan guarras como podáis. Dependemos de vosotras. Cuento con que no nos defraudaréis.

– Pierde cuidado, mi sargento. Nos lo vamos a comer.

Me fui con Rubio y batí el récord del trayecto que separaba la comandancia del centro de Barcelona. Cuando llegamos ante el cibercafé, nos salió al encuentro Vendrell, que me explicó, solvente:

– Dos salidas. Ambas controladas. Quieres ir tú, supongo.

– Supones bien -confirmé.

Entré, lo vi absorto en la pantalla, me acerqué. Sabía que tenía toda la ventaja, con los auriculares no podía oírme. Le puse la mano en el hombro y, no lo oculto, pocas veces he disfrutado tanto al decir: