– Guardia Civil. ¿Me acompaña, por favor?
CAPÍTULO 16 ABIERTO DE MENTE
Era, sin ninguna duda, el mismo hombre al que habíamos visto en el cementerio. Se llamaba Luis Fernando Vinuesa Tovar, tenía veinticinco años, conducía un Audi A3 plateado, modelo 1.9 TDI y matrícula CHD, y cuando le preguntamos por su profesión dijo que era bailarín y actor, aunque en ese momento se encontraba sin trabajo.
Pero eso fue más tarde, ya en la comandancia. Durante todo el tiempo que estuvimos en el cibercafé (fotografiando la pantalla del ordenador con el cuadro de chat abierto, copiando en un disquete la conversación, tomando los datos de las personas que allí se encontraban como testigos) y después, durante el trayecto en coche, nuestro hombre permaneció en estado de shock. Le había dicho inmediatamente, ateniéndome a la ley, que lo deteníamos para esclarecer su posible participación en el asesinato de Neus Barutell. La noticia lo dejó clavado en el sitio, con los ojos desorbitados. Se dejó esposar sin oponer ni siquiera un amago de resistencia. No le habría valido de mucho contra cuatro hombres, pero se le veía lo bastante en forma como para habernos exigido algún esfuerzo en caso de revolverse contra nosotros.
Después de los trámites de registro, lo metimos en el calabozo para que fuera debatiendo consigo mismo la gravedad de su situación. Aproveché ese momento para avisar al comandante Pereira y a la juez. Ésta, después de pedirme un par de detalles sobre cómo habíamos practicado la detención y cómo se encontraba el sujeto, concluyó:
– Pues no le voy a decir lo que tiene que hacer. Disponen de setenta y dos horas, ya lo sabe, aunque se ganaría usted mi gratitud personal si me proporcionara alguna novedad antes de ese plazo.
– Por supuesto. De hecho, creo que deberíamos ir adelantando una diligencia, no vayamos a tener luego un disgusto con ella.
– Cuál.
– La rueda de reconocimiento con el empleado de la gasolinera.
– Ah, cierto. ¿Prefieren hacerla allí?
– Pues, si fuera posible…
– De acuerdo, mañana curso a primera hora el exhorto al juzgado de guardia de Barcelona. ¿Se ocupan ustedes de localizar y trasladar al testigo?
– Sí, descuide.
– Buena suerte. Ah, y buen trabajo, sargento.
Aunque los años me vayan convirtiendo en un hombre escéptico y resabiado, aún me ablanda como a cualquiera que me pasen la manita por el lomo, y la felicitación de Carolina Perea tenía para mí un valor especial. Animado por ella, y por el éxito de nuestra celada, me olvidé de que era casi medianoche y no me sentí apenas desgraciado por tener por delante una dificultosa labor mientras la mayoría de mis compatriotas se entregaban al descanso o a la juerga. A la hora de medir tu suerte hay que elegir bien con quién te comparas. Peor estaba mi oponente, del lado chungo de la puerta y sin la llave para abrirla. Por lo común, era yo quien dirigía los interrogatorios de los detenidos. Para eso me cualificaban mi mayor grado, mi antigüedad y mi experiencia en esas lides. Pero nunca habría llegado a adquirir esta última si un buen día alguien más experto que yo no me hubiera dejado el sitio, y no con cualquiera, sino con una presa de peso. Me pareció que era la ocasión idónea para que Chamorro asumiera la responsabilidad. Conocía bien el caso y había obtenido, cuando no elaborado, una buena parte de la información que nos había permitido capturar a aquel hombre. Además, disponía sobre él de la ventaja de haberle demostrado que podía ser tan lista como para engañarle. En cierto modo, se había ganado ocuparse ella de ponerle la guinda al pastel. Mientras yo discurría todo esto, ella charlaba con Tena y con Ponce. La observé. Debía de dar por sentado que me ocuparía yo, como de costumbre, y que como mucho le cabría estar a mi lado. La llamé aparte.
– Vir, quiero que lo interrogues tú -le dije, sin más preámbulos.
– ¿Yo? ¿Sola?
– No, quiero escuchar lo que dice. Entraré contigo. Pero voy a dejar que le preguntes tú. Sólo intervendré si encuentro razones excepcionales para hacerlo. El trabajo de rendirlo será todo tuyo.
– Pues… -dudó-. ¿Y qué ha dicho hasta ahora?
– Fuera de sus datos de filiación y profesión, ni una palabra.
– Vaya, esto promete.
– Está todavía bajo los efectos de la conmoción. Tendrás que sacarlo poco a poco de ella. O de golpe, como te parezca que debes hacerlo.
– ¿Estás seguro de que quieres dejármelo a mí?
– Razonablemente seguro. ¿Te sientes incapaz?
– No. Me sentiré incapaz cuando haya fracasado, si se da el caso.
– Pues adelante. Pídele a Ponce que lo traiga a la sala de interrogatorios y te reúnes conmigo. Yo voy yendo para allá.
Llegó apenas treinta segundos después que yo y se sentó en la silla que estaba a mi lado. Más que nerviosa, parecía expectante. Me hacía cargo de su excitación. Era un caso de envergadura, en el que además se había metido a fondo, y aquél era el momento crucial. De su astucia o de su torpeza dependería en buena medida lo que sacáramos.
Luis Fernando Vinuesa entró un par de minutos después, esposado, cabeceando y con la mirada perdida. Me inspiró lástima. Por malos que sean, no lo puedo evitar, me la inspiran siempre, aquellos a los que tengo en un calabozo, sumidos en la incertidumbre, mientras yo puedo entrar y salir y, lo que es más importante, estoy en condiciones de calcular las posibilidades que tienen ellos de quedarse o de irse. Aquel hombre tenía pocas papeletas de librarse, y tal vez se lo olía.
– Buenas noches otra vez, señor Vinuesa -dije, una vez que lo hubieron sentado-. Soy el sargento Vila, el que ha tenido el mal gusto de interrumpirle antes la conversación que estaba usted sosteniendo a través del ordenador. Le ruego que me disculpe por ello, nuestro trabajo a veces nos obliga a comportarnos de modo descortés. Pero en la medida de lo posible, me gustaría reparar mi grosería, y por eso le he hecho traer aquí, para que tenga la oportunidad de continuar la charla. Le presento a Loba Verde. Será ella, ya que tiene más familiaridad con usted, quien se ocupe de preguntarle lo que queremos saber.
Al ver su expresión, temí haber incurrido en un exceso de sadismo. La detención sorpresiva, la hora tardía y el pánico a lo desconocido ya eran suficiente menoscabo para el ánimo de aquel individuo. Confrontarlo además y sin anestesia con su propia estupidez, y con aquella que la había cebado y explotado, estuvo a punto de demolerlo. No dijo nada, tan sólo se limitó a abrir y cerrar la boca un par de veces y luego bajó la cabeza. Le indiqué a Chamorro que era todo suyo.
– Buenas noches, señor Vinuesa -comenzó-. Creo que ha sido usted informado de los motivos de su detención.
El sospechoso continuó callado.
– Bien, por si acaso no le quedó claro o lo ha olvidado, le diré que tenemos razones para pensar que pudo usted participar en un homicidio. En concreto, en la muerte de Neus Barutell Pividal, acaecida entre la noche del lunes y la madrugada del martes pasado en Zaragoza.
Cerró los párpados. Fue toda su reacción.
– Como formalidad preliminar, voy a preguntarle cómo se declara usted en relación con ese hecho. No responda si no quiere, sabe que tiene usted derecho a no declarar en contra de sí mismo.
Vinuesa alzó la vista y la volvió a bajar. Apretó los labios con fuerza. Quedó claro que iba a hacer uso de su derecho a guardar silencio.
– De acuerdo -se resignó mi compañera-. Déjeme entonces abordar otras cuestiones menos espinosas. ¿Podría decirme usted desde cuándo conocía a la difunta? Porque la conocía usted, ¿o no?
El tipo despegó la barbilla del pecho. Miró a Chamorro y dijo:
– No, no la conocía.
Mi compañera me observó con asombro. Con una mueca le di a entender que era su sospechoso, que a ella le tocaba sacarlo de ahí.
– Bueno, bueno -dijo-. Permítame que me sorprenda. ¿No ve usted nunca la televisión, no lee ninguna revista, ningún periódico?