– Si se refiere a si la conocía por ahí, claro, como cualquiera.
– Ya. Pero en persona pretende usted hacernos creer que no.
– Crean lo que les parezca. Yo les digo lo que hay. No la conocía.
– Ajá.
Chamorro se levantó y dio un par de vueltas a la habitación, en silencio y con gesto pensativo. Le buscaba la mirada a Vinuesa cuando pasaba junto a él, pero el otro se la rehuía siempre. De pronto se detuvo y así, de pie, se dirigió con voz dulce al sospechoso:
– Perdone, no le hemos preguntado. ¿Ha cenado usted?
– Sí.
– ¿Le apetece agua, un cigarrillo? Puedo ofrecerle también refrescos y es posible que hasta nos quede alguna lata de cerveza en la máquina. Ah, y café, por supuesto, pero a lo mejor luego no duerme bien.
El detenido la espió de reojo, con aire desconcertado
– Me tomaría una Coca-Cola light -murmuró.
– No sé si la tendremos light. ¿Le da igual de la otra?
– Sí.
– Ponce -grité.
El guardia, que vigilaba afuera, abrió la puerta bruscamente y asomó al umbral un rostro entre somnoliento y sobresaltado.
– ¿Sí, mi sargento?
– Tráenos tres Coca-Colas, haz el favor.
– Y le tiré unas monedas.
Ponce tardó alrededor de cinco minutos en hacer el recado. Durante todo ese tiempo, ni Chamorro, ni el detenido, ni por supuesto yo, dijimos una sola palabra. Me fijé en cómo se retorcía las manos, cuyos movimientos le embarazaban las esposas, y en cómo le sudaba la frente. Para entretenerme, aposté conmigo mismo sobre las opciones que tenía aquel hombre de mantener más allá de media hora el juego al que estaba intentando jugar. Considerando su inferioridad inicial y la sangre fría de mi compañera, me dije que pocas o ninguna. Chamorro, mientras tanto, hojeaba su bloc de notas y en todas las páginas se detenía para subrayar algo. Se preocupaba de que el sonido del bolígrafo al deslizarse sobre el papel resultara notoriamente audible.
Nos pusieron las tres latas de Coca-Cola sobre la mesa. Ella no tocó la suya. Yo cogí la mía y me metí un buen trago, sin dejar de mirar a Vinuesa. Él adelantó las manos esposadas para tomar su bebida.
– Deje, le ayudo -se ofreció Chamorro.
Le abrió la lata y se la puso en las manos. Vinuesa bebió con ansia. Debía de tener, a la sazón, la boca más seca y pastosa en cien kilómetros a la redonda. Luego dejó torpemente la lata sobre la mesa.
– Bien, ahora ya se ha refrescado -dijo Chamorro-. Espero que la cafeína le desperece un poco las neuronas, le aclare los pensamientos y le devuelva la memoria. Y que me diga usted dónde, cuándo y cómo conoció a Neus Barutell. También puede hacer otra cosa, volver a fingir que no la conoce. Entonces le leeré las diecisiete pruebas que en un rato he encontrado en mi bloc y que me permiten afirmar que eso es una mentira que sólo sostendría alguien lo bastante estúpido como para complicarse su situación gratuitamente y renunciar a cualquier posibilidad de obtener alguna clemencia por parte de la justicia.
– Pues, no sé, debo de ser estúpido. Demuéstremelo usted.
Oírle aquello me produjo una suerte de admiración. La voz le temblaba, y si tenía alguna inteligencia (y como aconsejaba Descartes, yo se la presumo a todo el mundo) debía de percatarse no sólo de que no iba a convencernos, sino de que al fin y al cabo conocer a Neus no era ningún delito, y quedaban muchos pasos para llegar desde ahí hasta la imputación del crimen. Aquella resistencia desesperada en la línea más exterior (y menos sólida) era un despropósito heroico. Pero sentí curiosidad por ver cómo Chamorro trataba de doblegarlo.
– Está bien -dijo mi compañera-. Se lo voy a demostrar. Sé que conocía usted a Neus Barutell porque tengo registradas las llamadas entre sus dos teléfonos. Porque he interceptado toda la correspondencia que le dirigió usted desde tres cuentas diferentes de correo electrónico, y ella a usted desde otras tantas. Porque sé qué día se acostó con ella por primera vez, y podría enumerarle sin saltarme una sola todas las demás veces, hasta la última, el mismo día que la mataron. Porque tenemos identificado su rostro y su coche por un testigo que le vio con ella esa misma tarde en una gasolinera de Zaragoza. Porque le tenemos fotografiado en su entierro, y supongo que usted no va a los entierros de la gente a la que no conoce. Y porque guardamos en el laboratorio un poco de semen de usted que nos tomamos la fea molestia de extraer de la vagina y del recto del cadáver, aparte de muestras de su vello púbico, su cabello y las huellas dactilares que cometió usted la ligereza de dejar por toda la casa. Y esto, señor Vinuesa, es sólo el aperitivo.
Permanecí hierático, pero me costó un poco, lo confieso. Para hacer aquel envite Chamorro había arriesgado a tope, había puesto muchas cartas boca arriba y se había tirado más de un farol. No la recriminaba por eso: cuando a uno le encomiendan una responsabilidad, es para que la asuma y si lo considera necesario se la juegue. Pero ahora quedaba ver la reacción que producía su andanada de artillería. Me fijé en nuestro hombre. Por lo pronto, había palidecido. Ella le apretó:
– Se ha confundido de película, señor Vinuesa. No le estaba preguntando nada que no sepa. Me estaba enrollando con usted. Y le estaba dando la ocasión de enrollarse conmigo. Fíjese, qué desperdicio.
Seguía pálido. Cada vez más. Los ojos se le extraviaron.
– ¿Le pasa algo? -pregunté.
Se tambaleó en la silla. Llegué de milagro a sujetarle antes de que terminara de perder el equilibrio y se fuera al suelo. Pesaba bastante, y me las arreglé como pude para bajarlo suavemente y tenderlo. Chamorro vino entonces a ayudarme. Le puso algo bajo la nuca.
– Qué bestia, Virgi -dije-. Lo has tumbado.
– Yo… No imaginaba que…
– Pues ya ves, nos ha salido un alma sensible. ¡Ponce! -llamé.
El guardia irrumpió de nuevo en la habitación y exclamó:
– Anda, ¿lo habéis hostiado? Yo creía que eso ya no se podía hacer.
– No fastidies, Ponce, que se nos ha desmayado él solito. ¿Hay por aquí cerca algún médico o algo que se le parezca y que pueda venir?
El ATS de la comandancia, pese a lo intempestivo de la hora, tardó apenas unos minutos en presentarse. Examinó con detenimiento a Vinuesa, que había vuelto en sí medio minuto después de su desvanecimiento. Tras tomarle la tensión y el pulso, mirarle las pupilas, palparle el cuello y vigilar su respiración, se atrevió a diagnosticar:
– Nada. Este tío está tan enfermo como tú o yo. Se habrá asustado, por verse aquí. De todos modos, yo que vosotros ahora lo dejaría descansar y lo observaría un poco, por si las moscas. Y si queréis, mañana traemos a un médico para que le explore, como precaución.
Hablábamos en un aparte, para que él no pudiera oírnos. Me acerqué a la camilla donde lo habíamos tendido y le pregunté:
– ¿Cómo se encuentra?
– Mejor -dijo, avergonzado.
Enfrenté su mirada, o lo intenté. Era como si los ojos de aquel hombre estuvieran vacíos, como si no hubiera nadie detrás
– Está bien. Es tarde. Ahora vamos a dejarle dormir. Aproveche y reponga fuerzas, porque mañana tendremos que seguir interrogándole. Le sugiero que aproveche estas horas para meditar. Y que no confíe en simular indisposiciones para evitarse el trago. Si hace falta traeremos a un médico para que esté presente en el interrogatorio y nos certifique en todo momento que se encuentra usted en condiciones.
Vinuesa, de pronto, me miró como un animal acorralado. Me descolocaba su actitud. No encajaba del todo en ninguno de los esquemas típicos: ni era, comprobado quedaba, el criminal amateur que de puro anonadado renuncia a seguir una estrategia y se rinde, ni tenía, puesto a hacerse el listo, el cuajo necesario para engañar a un párvulo. Me permití esperar que el descanso nocturno le hiciera entrar en razón y le mostrara la inutilidad de perseverar en aquella tierra de nadie donde ninguna recompensa verosímil aguardaba a sus esfuerzos.
Aprovechamos también nosotros para dormir unas horas. No quise ni siquiera perder un minuto en discutir con Chamorro la táctica del día siguiente. No había ninguna duda, era nuestro hombre. Por si aún lo cuestionábamos, antes de acostarnos nos certificaron la coincidencia de sus huellas dactilares con las que habíamos recogido en la casa. Y aunque el ADN todavía tardaría un par de días o tres, estaba convencido de que sólo era un trámite: el perfil genético del semen extraído del cuerpo de Neus coincidiría con el de la saliva que habíamos tomado de la lata de Coca-Cola de la que Vinuesa acababa de beber. De lo que se trataba era de arrancarle la confesión, y a ser posible de lograr que nos dijera dónde había tirado el cuchillo. Pero con lo recogido hasta ahí ya teníamos de sobra para empapelarlo por homicidio, ante noventa y nueve de cada cien hipotéticos juzgadores. Sólo habría que hacer valer un móvil pasional que la turbulenta y clandestina relación entre ambos, documentada con todo lujo de detalles, más el informe psiquiátrico-forense que a no dudarlo descubriría en su azotea más de un desperfecto, bastarían para soportar. Por eso me pareció que lo mejor era retirarse y volver a la carga a la mañana siguiente, tan relajados como pudiéramos. Y que mi compañera continuara con el interrogatorio como tuviera por conveniente, sin presiones añadidas por mi parte. Lo peor que podía pasar era que hubiéramos de gastar los tres días repitiendo las mismas preguntas, hasta que, una de dos, se derrumbara o probara su determinación de negarlo todo. Y en tal supuesto ya estableceríamos el oportuno sistema de relevos entre ambos.