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Por la mañana, para asegurar, hicimos que lo viera un médico, que corroboró lo que nos había dicho el ATS por la noche: Luis Fernando Vinuesa era un hombre que gozaba de un estado de salud tan impecable como cabía presumirle en función de su edad y aspecto. Para mantenerle en tan envidiable condición, nos preocupamos de que le sirvieran un buen desayuno, con café, bollería, zumo y fruta. Me asomé a ver cómo daba cuenta de él y me alentó comprobar que lo hacía con ganas. Rubio se encargó mientras tanto de organizar con sus compañeros de la comandancia de Zaragoza el traslado de Radoveanu para la rueda de reconocimiento. A eso de las nueve y media, volvimos a conducir al detenido a la sala y Chamorro reanudó el interrogatorio.

– Buenos días. ¿Ha dormido usted bien?

Vinuesa sonrió, por primera vez. Buena señal.

– He dormido mejor en otras ocasiones -dijo-, pero vaya.

– ¿Ha pensado usted sobre lo que ocurrió ayer?

– Qué remedio.

– Me gustaría que me contara a qué conclusiones ha llegado, si es que ha llegado a alguna que esté dispuesto a compartir conmigo.

– Conclusiones, lo que se dice conclusiones… Está bien, creo que ya no tiene ningún sentido que niegue que conocía a Neus.

– ¿Por qué lo negó anoche, entonces?

Se encogió de hombros.

– Porque nunca me habían detenido antes, porque ella está muerta y veo que me lo van a querer colgar, o a lo mejor por costumbre.

– ¿Por costumbre?

– Sí. Nos encontrábamos a escondidas, y yo nunca le conté a nadie que estaba con ella. Le recuerdo que era una mujer casada.

– ¿Niega tener alguna responsabilidad sobre el crimen?

– Claro que lo niego. Yo no la maté. Nunca habría podido ponerle una mano encima. Ya que han leído lo que le escribía, creo que no hace falta que se lo cuente, ahí tienen la prueba: estaba loco por esa mujer.

Chamorro no se dejó impresionar.

– Ésa podría ser, justamente, la razón -dijo-. Que usted la quisiera y que no soportara verla así a hurtadillas, que deseara que fuera sólo suya y que al no poder conseguirlo… Me estoy limitando a describir la hipótesis que se plantearía cualquiera al repasar su historia.

– Ya. Me parece que ve usted demasiados culebrones, agente. Yo hasta he hecho algún papelito en alguno. Y supongo que esas cosas pasan, pero no conmigo. Yo sabía cómo iba todo, desde el comienzo. Y respetaba su libertad de decidir cómo quería estar y con quién, como pido que respeten la mía. Soy un tío joven y abierto de mente, no uno de esos cafres que van por ahí en plan la maté porque era mía.

Siempre se me hace raro cuando uno se refiere a sí mismo como joven, abierto o cualquier otro adjetivo de contenido positivo, y no lo hace como broma, sino tan en serio como lo acababa de hacer Vinuesa. No porque crea que uno debe ser humilde, sino porque uno no tiene consigo mismo la distancia necesaria como para poder dar fe más que del fango y la mugre en que se revuelca. Lo cierto era que el detenido, aparte de esa notable autoestima, exhibía aquella mañana una firmeza y un aplomo que nada tenían que ver con su comportamiento de unas pocas horas atrás. Y tampoco andaba desprovisto de sutileza.

– Supongo que tiene sus razones para decir eso -admitió Chamorro-. ¿Le parece que a mí podrían convencerme, esas razones suyas?

– No la sigo.

– Afirma que es inocente. Y me parece bien, a lo mejor yo haría lo mismo en su lugar. La cuestión es, ¿cree que aparte de repetirlo una y otra vez, podría convencernos a mí y a mi compañero de ello?

– Disculpe, pero creía que era al revés. Que se supone que yo soy inocente mientras no prueben ustedes lo contrario.

Chamorro asintió, comprensiva.

– Claro, ésa es la teoría general. Pero cuando uno es la última persona con quien vieron a la muerta, cuando uno dejó toda clase de huellas y de vestigios en el lugar del crimen, y cuando uno, después de descubrirse lo que ha sucedido, no se preocupa de acudir a la policía, sino que huye de ella y se esconde, la situación varía ligeramente.

Vinuesa inspiró hondo y repuso:

– Nada de eso es una prueba irrefutable.

– ¿Y quién le dice a usted que hace falta tanto para condenarlo? Basta con que la gente que le juzgue llegue al convencimiento de que usted y no otra persona cometió el crimen. Y analícelo fríamente, si puede, ¿qué le parece que pensaría una persona normal sobre la base de todas esas circunstancias? ¿Que usted sólo pasaba por allí?

El detenido tomó conciencia del apuro en que estaba. O quizá ya la había tomado antes, pero no con la precisión con que acababan de enunciárselo. Se le veía ansioso de encontrar por dónde salir.

– A ver, retrocedamos al principio -dijo Chamorro-. Vamos a repasar en qué estamos de acuerdo. Ya hemos admitido que usted y Neus Barutell se conocían, y que mantenían una relación sentimental desde hacía unas tres semanas en la fecha de su muerte. ¿Me equivoco?

– No.

– ¿También me admitiría usted que se vieron varias veces en la misma casa de Zaragoza donde apareció asesinada?

– También.

– ¿Y que fue allí con ella el día de su muerte?

– Tienen testigos, ¿no?

– ¿Y que mantuvo relaciones sexuales con ella?

– Para qué lo voy a negar. Eso no es ningún delito. Fue con su consentimiento, como todas las demás veces.

Mi compañera lo escrutó fijamente, haciéndole sentir la gravedad del momento. Vinuesa, he de consignarlo, aguantó el tipo.

– Imagino que sabe usted que tenemos medios para fechar la muerte de una persona, y no creo que se le oculte que los hemos utilizado también en este caso. Apenas queda margen temporal, entre la hora de su llegada y el momento en que acabaron con la vida de Neus, para que el hecho no sucediera, digámoslo así, en su presencia.

– Le juro que yo ya no estaba allí.

Chamorro puso esa cara de decepción que yo conocía bien.

– Jurar es gratis. Lo puede hacer cualquiera. Así no me convencerá.

– ¿Y cómo la convenzo, entonces?

– A ver, voy a tratar de echarle un cable. ¿Me puede contar, con el mayor detalle posible, qué pasó aquella tarde entre ustedes?

El detenido se cogió la cabeza entre las manos, cerró los ojos y después se los restregó con fuerza. Si había que juzgarlo por la aparatosidad del gesto, se disponía de veras a hacer memoria.

– Pues, veo que no tengo más remedio que renunciar a mi intimidad para usted, señora agente. O señora número, ¿o cómo la llamo?