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– Hace muchos años que ya no somos números -replicó Chamorro-. Ahora somos personas, como los demás. Y yo en particular soy cabo. Pero llámeme como quiera. Mi nombre de pila es Virginia.

– Podría llamarla Loba Verde, también -dijo, con una sonrisa amarga-. La verdad es que me llevó usted al huerto del todo. Supongo que debí de parecerle el tío más capullo del mundo, mientras me liaba.

– No, por qué. Yo jugaba con ventaja. Pero iba a contarme algo.

– Sí -asintió-. Mi última tarde con Neus. Bueno, lo habíamos organizado para aprovecharla. Al día siguiente yo tenía que estar muy temprano en Barcelona, y a ella vendría a verla su ayudante para trabajar, también pronto. Así que preferí no pasar allí la noche. No me molesta conducir, y a autopista vacía en dos horas me recorría la distancia entre la casa y Barcelona. Entre las seis, que fue cuando llegamos, y las once, que era mi hora de Cenicienta, nos cabían unas copas, una cena y un par de polvos. Y eso fue lo que tuvimos. La cena, sin muchas complicaciones. Bueno, si registraron la casa ya encontrarían los restos, así que no tengo que especificarles más. Las copas, no fueron muchas, porque yo tenía que conducir luego. Y los polvos, ¿quieren detalles?

– No -repuso Chamorro-. Ya alquilaremos algo del videoclub si nos entra el apretón. Lo que sí me gustaría es que me dijera la secuencia horaria precisa. Desde que llegaron, hasta que se marchó usted.

– Llegamos a las seis, como le digo. De seis a siete y media o así, copas y primer polvo. De siete y media a ocho y algo, ducha y preparar la cena. De ocho y media a nueve y media, cena viendo las noticias. De nueve y media a diez y media segundo polvo. Y luego me duché otra vez, para conducir fresco, y me puse en ruta. No serían más de las once y cuarto. Era la una y cuarto cuando estaba entrando en mi casa.

– ¿Alguien puede dar fe de eso último?

– Vivo solo. Si alguna vecina cotilla me vio, puede ser.

Chamorro administró el silencio durante unos segundos. Quien la viera, habría pensado que el relato de Vinuesa, y su manera de decir las cosas, la dejaban del todo indiferente. Yo sabía que no era así, por diversas razones. Tampoco a mí me resulta el colmo de la elegancia que alguien se refiera con el término polvo al rato compartido con una mujer que ha tenido la gentileza de separar las rodillas para él. Creo que uno debe ser un poco más respetuoso con aquellos que le regalan algo de sí mismos. Aunque tampoco juzgaba con demasiada severidad a aquel muchacho. Pertenecía a una generación que no había sido educada para andarse con excesivas contemplaciones, ni a la hora de actuar ni de nombrar lo actuado. Mi compañera habló al fin:

– Hay un asunto, por lo menos, que ha omitido contarme.

– ¿El qué?

– En la casa encontramos algo más que restos de copas y de comida.

– ¿No puede hablar más claramente?

– Cocaína.

– Ah, sí, nos metimos unos tiritos. Un par, sólo, tampoco quería ponerme ciego por lo mismo, tenía que conducir. Pero mis últimas noticias son que eso había dejado de ser delito. ¿Cambiaron la ley?

– No. ¿Está usted enganchado? ¿Lo estaba ella?

– Consumo de vez en cuando. Y en cuanto a ella, mi impresión es que tampoco se metía mucho. No sé, depende de lo que considere estar enganchado. Yo creo que controlo. Y que ella controlaba.

Chamorro hizo algunas anotaciones en su bloc, sin prisa. Vinuesa se había ido creciendo a lo largo del interrogatorio. Nadie habría dicho que era el mismo que se nos había desmayado en el primer encuentro. Yo seguía sin calarlo del todo. Y eso empezaba a fastidiarme.

– Bien -resumió Chamorro-. Así que esto es lo que quiere usted que nos traguemos. Es original lo de cenar viendo las noticias, eso se lo reconozco. Lo demás, como argumento de la escena barata de adulterio de esos culebrones de los que hablaba usted antes y en los que parece que ha trabajado, me podría valer. ¿Sacó la idea de ahí?

Vinuesa no se esperaba el ataque. Y le hizo daño. Se revolvió:

– Oígame, cabo Virginia, o como sea que tenga que llamarla. Ya sé que yo estoy jodido y que en esta habitación usted tiene la sartén por el mango. Y ya sé que por el hecho de ser actor y bailarín usted me considera un gilipollas integral. Pero fui a la universidad y me saqué una licenciatura en Historia del Arte con media de nueve. Que no me sirve ni para tomar por culo, pero sí para no tolerarle que me trate como a un imbécil. Mi situación es difícil, de acuerdo, pero lo que les he contado es la verdad, y ustedes han de probar que yo maté a alguien para seguir teniéndome encerrado, y si no, con todas sus sospechas y con todo lo mal que les caiga, el juez me pondrá en la puta calle.

Chamorro sonrió con indulgencia.

– Ah, ahora lo veo. ¿En eso confía? Quizá le interese saber que la juez que lleva este caso, porque es una mujer, ya ve usted qué mala suerte ha tenido, está al tanto de todo lo que estamos haciendo. Y como es usted una persona instruida, sabrá que tiene una posibilidad legal de pedir ser llevado a su presencia en cualquier momento. Se llama habeas corpus. Si quiere le traemos el formulario para que lo rellene.

Vinuesa no dijo nada. De pronto, se había puesto carmesí.

– Vamos, ¿se lo traigo? -le insistió-. ¿O prefiere pensarse mejor si lo que le conviene es seguir manteniendo ese cuento idiota de los fantasmas que vinieron en medio de la noche a acuchillar a Neus?

Aborrezco la violencia. No suele ser útil para casi nada, ni siquiera para reducir a las alimañas, como piensan los guionistas de casi todas las películas norteamericanas y una buena parte de los pacíficos ciudadanos de los países democráticos y civilizados. Si el homo sapiens ha podido imponerse a la naturaleza no ha sido por su limitada capacidad de embestirla, sino por su habilidad para domeñarla dando rodeos. Por otra parte, intervenir era tanto como desautorizar a mi compañera. Pero me pareció que debía tratar de apaciguar la situación.

– Señor Vinuesa -dije, en tono sosegado-. No crea que no comprendemos sus dificultades. No es fácil hacerse cargo de una cosa así, y nosotros lo sabemos probablemente mejor que nadie. Sólo le pediría que recapacite. A veces, en la vida, llega la hora de la verdad, y es entonces cuando se pone a prueba lo que somos. A usted le ha llegado el momento. Piense que no es cualquier cosa. Que tiene que estar a la altura. Que tiene que ser inteligente y buscar su propio beneficio, y que uno siempre puede hacer por empeorar o mejorar su suerte. Por lo demás, se lo dijimos al principio, tiene derecho a no hablar, pero no se haga ilusiones, no trate de convencerse de que no llueve cuando le está cayendo una tromba encima, porque esto no se va a parar así como así. Seguiremos adelante, porque no estamos actuando al tuntún.

– Yo no lo hice -contestó, al borde del llanto.

– Vamos a dejarlo aquí por ahora -concluí-. Volveremos a vernos luego. Trate de aclarar sus ideas. Por su propio bien.

Devolvimos al detenido al calabozo. Mi compañera estaba visiblemente malhumorada. No había tenido el mejor estreno posible como interrogadora, y su orgullo le pasaba ahora factura por ello.

– No te hagas mala sangre, Vir -le dije-. No se puede ganar siempre.

– Es que me revienta que se me ponga chulo ese mierda -rezongó.

– Mal camino, compañera. Para interrogar a un sospechoso, ni le puedes odiar, ni puedes subestimarle. A lo mejor ese mierda, aunque se desmaye cuando se le ponen delante las pruebas que le acusan y sea un gigoló presuntuoso, tiene un aguante fuera de serie para sostener lo que quiere hacernos creer. La gente a veces despista mucho.

– Pero nos está tomando por idiotas. ¿A qué aspira con eso?

– No se da cuenta. No puede juzgar su actuación desde fuera.

– ¿Y qué vamos a hacer?

– Ahora mismo, ir a tomarnos un café. Tenemos mucho tiempo, que podemos aprovechar para despejarnos, para pensar estrategias, para ver si se nos ocurre cómo tratar de minar su ánimo. Él sólo puede mirar las paredes del calabozo y sentir miedo de la cárcel. Pero no te tortures más. Anda, vamos a darnos una tregua, y así aprovecho para hacer una llamada que tengo pendiente. Me había olvidado.