Estaba quedando mal con Riudavets. Casi le había colgado la víspera y no le había llamado todavía. Pero él era del gremio, sabía cómo iba el trabajo y no estaba ofendido. Me atendió con toda amabilidad, y después de contarle yo nuestras novedades, me dio las suyas:
– Altavella estuvo el lunes por la tarde y el martes por la mañana en su casa de Gerona, en efecto. La urbanización no es muy grande y los vecinos le tienen bien fichado. Pero en algo te mintió. Hay alguien que le consta positivamente que podría respaldar su coartada.
– ¿Quién?
– La mujer con la que pasó la noche. Unos treinta años, rubia, y bastante maciza, al parecer. No era la primera vez que la llevaba allí.
Hay muchas razones para mentir. Pero a un investigador de homicidios le cuesta creer que alguien lo hace por motivos inocuos.
CAPITULO 17 EL PUNTO FLACO
La rueda de reconocimiento, aprecié al ver a Vinuesa flanqueado por todos aquellos guardias de paisano, era modélica. No siempre podía uno rodear al sospechoso de gente tan similar a él, por edad, estatura, color de pelo, etcétera. Resultaba que nuestro hombre encajaba en el prototipo de varón español joven, como la mayoría de quienes nutrían nuestras filas en aquella demarcación. Pero aquella gratificante sensación de pulcritud en la preparación de la diligencia me venía mezclada con un presentimiento de desastre. La mañana no estaba marchando por los mejores derroteros. Al fallido interrogatorio de nuestro detenido se había unido la inopinada apertura de un flanco que consideraba tranquilo y cubierto, el del viudo. Tenía coartada y me seguía pareciendo carente de móvil, por su carácter y el laxo convenio conyugal que le permitía hacer su vida sin estorbos. Pero me había engañado, y eso, que siempre molesta, me obligaba a encontrar una explicación satisfactoria o a pedírsela. Lo único que nos faltaba, en esas circunstancias, era que Radoveanu, de tan bien que habíamos preparado la rueda de reconocimiento, no fuera capaz de identificar a Vinuesa, o señalara a otro. Confieso que mi pulso iba a algo más de las 70-80 percusiones por minuto habituales cuando lo pusimos al otro lado del cristal.
Pero en la vida, aunque no suceda con frecuencia, uno se encuentra a veces personas providenciales, a las que puede encomendarse en los momentos más aciagos o de mayor angustia sin temor de verse defraudado. El rumano (a quien, dicho sea de paso, el capitán Navarro, de Zaragoza, le había empujado entre tanto la renovación de su permiso de residencia) cumplió con lo que de él se esperaba. En honor a la verdad, Vinuesa le dio alguna facilidad, porque, frente a la impasibilidad de los guardias que posaban junto a él, no dejó de parpadear ni de morderse los labios durante todo el tiempo. Pero me constaba que nuestro testigo, que había sido precavido hasta allí, no habría dicho de no haberlo visto con absoluta claridad lo que entonces dijo:
– El número tres. El perfil, la forma de moverse, la mirada. Aquí sí que lo veo, no como en la foto. Ése es el hombre que iba con ella.
– Pero ¿se lo parece o está completamente seguro? -preguntó la funcionaria judicial que levantaba acta, una cincuentona muy pintada, más bien antipática y flaca como un palo de escoba. Se la veía diligente y resolutiva, de esas que no hacen las cosas de cualquier modo.
– Estoy completamente seguro -repuso Radoveanu.
– Muy bien. Pues espere un momento.
La funcionaria terminó de redactar el acta. Luego la imprimió y se la dio a leer al testigo. Nos facilitó una copia también a nosotros.
– Si está de acuerdo, la firma -le requirió.
Radoveanu leyó sin prisa. Inmigrante y todo, no se sentía tan intimidado como para firmar sin más lo que le pusieran delante, ni tampoco tenía vergüenza de hacernos esperar, a nosotros y a la envarada funcionaria, para asegurarse de que el texto del acta se ajustaba a lo que allí había acontecido. Era digno de tenerse en cuenta, al menos para quien como yo había visto a tanta gente poner su garabato sin leer ni entender, sólo por los nervios o el apocamiento del instante.
– ¿Me dejan un bolígrafo? -preguntó al fin.
Tenía una firma pinturera, Gheorghe Radoveanu. Una letra airosa y con personalidad. Pensé que en un mundo mejor organizado, a escala planetaria, serían muchos de los que le tendían las llaves con desprecio los que le llenarían el depósito de gasolina a él. Pero ya se sabe que la fortuna reparte las cartas como se le antoja y que el mejor jugador del mundo sucumbe sin remedio a cualquier lila que ligue cuatro ases. Nuestro testigo lo sabía de primera mano, y parecía llevarlo bien, pero no renunciaba a afirmarse en esos espacios particulares, como la firma, en los que el torpe gerente de la tómbola no tenía jurisdicción.
Mientras Ponce y Gil se llevaban al detenido de vuelta al chiquero, los demás nos quedamos charlando con el testigo. De todo el equipo investigador, Chamorro era la que le estaba más agradecida:
– Muchas gracias por su colaboración, Gheorghe. No se crea que nos ayudan tanto, a veces, los que se supone que más deberían hacerlo, ya que gozan de las ventajas de ser ciudadanos de este país.
– No sé -dijo Radoveanu, con modestia-. A nadie le gusta verse en líos de leyes y juzgados, claro, pero si te toca, qué le vas a hacer. En lo poco que traté con esa mujer no me pareció mala persona. Si puedo ayudar a resolver su muerte, creo que se lo debo.
– Puede, no lo dude -aseveró mi compañera.
– Así que lo hizo él.
– Eso es lo que creemos.
– Parece poca cosa, como hombre -juzgó el rumano, sobre la base de una experiencia que reconozco tuve que contenerme para no indagar-. Claro que casi siempre son así los que atacan a las mujeres.
– Estoy de acuerdo con usted -suscribió Chamorro.
A mi compañera se la notaba demasiado enardecida y beligerante. Había que hacer algo para aplacarla. Miré la hora. Si Radoveanu y los guardias que lo habían traído emprendían viaje hacia Zaragoza iban a llegar demasiado tarde para comer. Sobre la marcha, propuse:
– ¿Por qué no os quedáis a almorzar por aquí? Así no os maltratamos ni a vosotros ni a este hombre más de lo imprescindible.
– Pues yo le tomo la palabra, mi sargento -dijo uno de los guardias.
– ¿Le parece bien, o tiene prisa por volver? -pregunté al rumano.
Gheorghe Radoveanu sonrió ampliamente, mostrando una hilera de dientes muy blancos y dispuestos en perfecta alineación.
– ¿Prisa? Qué va. Me esperan la manguera y el jefe, ya ve usted qué panorama. Y tengo hambre, para qué le voy a engañar.
Lo llevamos a comer en la propia comandancia. Tenían un menú del día típico de comedor colectivo, con los inevitables macarrones boloñesa y el no menos inevitable pescado rebozado con patatas o lechuga. A veces, sin embargo, a uno le apetece comer así. Nuestro testigo se arrojó sobre los macarrones con ansia, y a mí no me hizo mucha gracia que cuando andaba a mitad del plato sonara mi teléfono móvil. Me contrarió más aún reconocer la voz de Ponce, porque eso representaba un alto índice de probabilidades de tener que abandonar la mesa. Y así fue, aunque lo que me cogió de improviso fue el motivo concreto:
– Mi sargento, el muñeco dice que quiere hablar -me anunció Ponce.
– Qué oportuno -mascullé-. Llévalo a la sala. Vamos en seguida.
– ¿Qué pasa? -preguntó el sargento Rubio.
– Los muros del castillo se resquebrajan, al fin.
– ¿Canta?
– Eso parece.
– La rueda de reconocimiento le ha jodido -opinó Tena.
– No cantemos victoria -dije-. Vamos, Chamorro, hoy hacemos dieta. Lo siento -me dirigí a Radoveanu-. Este trabajo es así. Si no puedo verle antes de que se vayan, muchas gracias por su ayuda. Y suerte.
– Igualmente, sargento -respondió-. Suerte.
– Gracias. Nunca sobra.
Llegamos ante la puerta de la sala de interrogatorios, que vigilaban los guardias Gil y Ponce. Este último nos informó:
– No sé con qué se va a descolgar, pero está cagadito vivo.