– Por fin, coño -exclamó Chamorro.
– ¿Qué te dije, Virgi? Que fueras paciente. Y ahora prométeme que vas a estar calmada y que no vas a permitir que te descomponga. Con esa condición, te dejo que sigas tú. Si no, tendré que ocuparme yo.
Quizá tenía que habérselo dicho antes, a solas. Al verla enrojecer, me arrepentí de hacerlo en presencia de extraños.
– Estoy muy tranquila -dijo, mordiendo las palabras.
– Pues vamos, adelante. -Abrí la puerta y le cedí el paso.
En el interior de la sala de interrogatorios nos aguardaba un Luis Fernando Vinuesa demudado y tembloroso. Podía ser el efecto de la experiencia de la rueda de reconocimiento, como había sugerido la guardia Tena. Es una situación en la que sólo he estado como relleno, pero aun así tiene algo de humillante exponerse como mera carne a la tasación de un espectador invisible. Si uno es el protagonista, deben de afectar cien veces más los preparativos, el momento en sí y, sobre todo, el regreso al encierro. Para redondearlo, nos preocupamos de facilitarle a Vinuesa la comunicación con el abogado de oficio al que habíamos hecho venir esa misma mañana para darle asistencia letrada, y que ya le habría informado del resultado de la identificación positiva por parte del testigo. Todo esto, más las largas horas del calabozo (llevaba sólo quince, le quedaban aún cincuenta y siete hasta llegar al máximo legal), había ido erosionándolo inexorablemente. A fin de cuentas era un novato, y carecía del entrenamiento que permite a un delincuente consumado mirarte con cara de haba y sin soltar prenda por más horas que lo tengas encerrado y por más tretas que uses para hacerlo derrotar. A nuestro prisionero, por el contrario, se le veía deseoso de aliviarse. Si acertábamos a aprovecharlo, la confesión estaba servida.
– Buenas tardes -dijo Chamorro, después de sentarse-. Nos han dicho que quiere usted contarnos algo. Le escuchamos.
Vinuesa la miró, desencajado.
– No sé si quiero contárselo a usted.
Chamorro se volvió hacia mí. Tragándose la rabia, me preguntó:
– ¿Me voy?
Era un bonito dilema. Tenía que escoger entre ofenderla a ella o arriesgarme a perder la confesión de él. Pero algo bueno tiene hacerse viejo: sabes que hay pasos reversibles e irreversibles, y que no hay que apresurarse a dar los segundos. Si la echaba, eso ya no tenía vuelta atrás. Si le permitía quedarse y el detenido reaccionaba demasiado mal, siempre podría reconsiderarlo y vestirlo de gesto magnánimo.
– Lo siento, señor Vinuesa -dije-. Esto no es un restaurante a la carta. Aquí no elige usted con quién habla y con quién no. La cabo lleva este caso y tanto si le gusta como si no tendrá que tratar con ella.
También era, por otra parte, una manera de probarle las fuerzas.
– Joder, todo esto es una mierda -gimoteó.
– Se lo admito. Pero por nuestra parte, y le aseguro que eso incluye a la cabo, no tenemos el menor deseo de hacerle sufrir. Confíe en nosotros y haremos lo que podamos para ayudarle. Se lo prometo.
– Y yo -se sumó Chamorro-. Disculpe si antes le presioné más de la cuenta. Crea que me gustaría que pudiéramos entendernos.
Vinuesa necesitaba a alguien en quien confiar. Quizá fue eso lo que le hizo caer, o quizá lo ablandó que mi compañera hubiera recuperado en sus últimas palabras el tono complaciente de Loba Verde. Cuesta adivinar lo que pasa por la cabeza de un hombre en semejante trance. El hecho es que en este punto se desmoronó y rompió a llorar.
Chamorro me consultó con la mirada. Moví la mano abierta en círculos y se lo señalé. Se acercó a él y le puso la mano en el hombro. El otro, por lo menos, no dio en rechazarla. Con voz cálida, ella le pidió:
– Vamos, Luis, cuéntanos eso que te está quemando dentro.
Vinuesa se enjugó las lágrimas, tomó aire. Chamorro volvió entonces a su asiento, sin dejar de ofrecerle su semblante más compasivo.
– Quiero… -empezó, inseguro-. Quiero que intenten comprenderme. Lo que les voy a contar… Yo sé que no está bien. Pero no merezco pagarlo así. No soy tan canalla ni tan hijo de puta, aunque sé que he cometido un error, y les juro que estoy dispuesto a aceptar el castigo que me corresponda por ello. Pero no soy un asesino, no puedo ir por ahí cargando con eso, ni mi familia tiene que vivir con esa losa. No sería justo, si no lo hacen por mí, les pido que piensen en ellos…
Mi compañera intentó confortarle:
– No tengas ninguna duda. Pensaremos en ellos, por supuesto.
– Pues, lo primero de todo, sí, creo que tengo que admitir que Neus está ahora muerta por mi culpa, y quisiera decirles, y que me creyeran, que eso es algo que me va a aplastar toda la vida. Yo la quería, y la quería mucho. Parecíamos muy diferentes, empezando por la edad, y estoy seguro de que cualquiera que lo supiera habría hecho el clásico chiste de la madura y el jovencito guaperas. Pero nos compenetrábamos muy bien, en el fondo yo creo que éramos muy iguales, y que ella me dejó ver a mí lo que no dejaba ver a nadie, una personalidad maravillosa, limpia y atrevida que el peso de la fama le impedía enseñar. Conmigo recuperaba la libertad que había perdido, en su trabajo, en su vida pública, en su matrimonio, en su círculo social… Lo nuestro era sexo, claro que sí, y mucho y bueno, pero no sólo eso. Había una comunión que iba más allá, algo espiritual, ¿me entienden?
– Sí, cómo no -dijo Chamorro, rotunda.
Yo no estaba tan seguro. Todavía no veía hacia dónde se dirigía.
– Les cuento todo esto para que no crean que soy lo que les va a parecer en cuanto les diga lo que hice. Tampoco se lo puedo explicar. Creo que fue una mezcla de despecho y de… No sé, estupidez. A lo mejor quise demostrarme a mí mismo que ella no me importaba tanto como de verdad me importaba, porque después de todo sólo podía aspirar a ser su amante secreto, porque nunca la podría llevar del brazo por la calle a la vista de todo el mundo, ¿saben a qué me refiero?
– Desde luego.
Me sorprendía la seguridad de Chamorro. Parecía que se había tomado demasiado a pecho lo de ser amable. Prosiguió Vinuesa:
– Lo que más me pesa es que esa gente, sean quienes sean, me notaron la debilidad. Que supieron que yo era el punto flaco por el que podían atacarla, y que no se equivocaron. -Aquí la voz se le quebró-. Ella no se lo merecía. No sé por qué coño lo hicieron, por qué coño les ayudé, pero lo que sí sé es que ella no se lo merecía, joder.
– Cálmese. ¿De quién nos habla? ¿Quién más estaba allí?
– No lo sé. No sé quiénes son. Ni quién la apuñaló, ni siquiera quién era el que hablaba conmigo. Me dijo que se llamaba Jaime, pero imagino que era un nombre inventado. Sólo tengo un número de móvil, y el de la cabina desde la que me llamaba él. He marcado ese número de móvil muchas veces, todos estos días, pero está desconectado.
Mi compañera y yo nos contemplamos, perplejos.
– Me tienen que creer. Yo la quería. Por eso fui al entierro, y miren si estaba acojonado, que todo el rato me parecía que el cementerio estaba lleno de policías que me buscaban y que conocían mi cara, aunque nadie me hubiera visto nunca con Neus. Tenía que ir a despedirme, tenía que ir a darle un beso a su lápida, pero la pusieron ahí, tan alta…
Luis Fernando Vinuesa se deshizo en un llanto lleno de hipidos y sorbos. Una posible lectura era que aquel hombre había perdido por completo el juicio. Era, no lo oculto, la hipótesis a la que me sentía más inclinado, ante aquella avalancha de declaraciones incoherentes. Pero antes de interpretar nada necesitábamos desenredar la madeja.
– A ver, vayamos poco a poco -dijo Chamorro, con la delicadeza con que un adulto juicioso se dirige a un niño histérico-. Empecemos por ese tal Jaime. ¿Puede decirnos dónde le conoció?
– Me abordó él -respondió, tratando de serenarse-. Supongo que andaba siguiendo a Neus, que un día nos vio juntos y que después me siguió a mí. Me entró en un bar donde suelo ir a tomar copas. Entabló conmigo una conversación casual y luego, de pronto, me encontré con que me estaba hablando de Neus. Con que me proponía ganar muchísimo dinero. Y con que me adelantaba tres mil euros, para probarme que no era una broma. No sé para ustedes, pero para mí eso es una pasta. Y me ofrecía diez veces más. Sé que no es excusa, pero… Llevo una mala racha, haciendo trabajos inmundos y sin cobrarlos. Seguro que ellos se enteraron de eso, antes de venir a proponérmelo.