– ¿A proponerle qué, exactamente?
– Que los tuviera al corriente de los días que fuera a verme con Neus, y que les ayudara a tomar unas fotos comprometedoras.
Chamorro puso cara incrédula. Le indiqué que le diera carrete.
– ¿Qué clase de fotos? -le preguntó.
– Fotos que dieran a entender que estábamos juntos.
– Y usted lo aceptó.
– No en seguida. Pero el tipo me llamaba todos los días y me decía que la oferta seguía en pie. Y yo, lo confieso, no paraba de darle vueltas. Pensé que ella no tenía por qué saber que yo andaba compinchado. Que unas fotos así me darían a conocer, y pondrían a prueba lo que ella sentía por mí, si era algo más que un capricho. Y de paso ganaba dinero, y fama, que no me venía nada mal. Así que acabé aceptando su oferta. Me citó en una cafetería, en el centro, y allí me dio seis mil euros más. Me dijo que quería unas fotos que no dejaran lugar a dudas, y me preguntó si alguna vez nos íbamos a algún lugar apartado. Entonces… -y aquí se interrumpió y enterró la cara entre las manos.
– ¿Entonces?
– Le hablé de la casa de Zaragoza.
– Entiendo. ¿Y?
– Y nada. Que le avisé de que iríamos allí el lunes. Él me pidió que me ocupara de dejar alguna ventana y alguna puerta abierta. Me dijo que ellos se las arreglarían para hacer las fotos sin que Neus los descubriese. Y que esa misma noche me esperaría en un área de servicio de la autopista para darme otros tres mil euros. El resto lo tendría cuando se publicaran las fotos y ellos hubieran cobrado de la revista.
– ¿Y era verdad, le estaba esperando?
– Sí. Y en el sobre que me dio había tres mil euros. Apenas cruzamos un par de palabras. Desde entonces, no he vuelto a saber de él.
Respiré hondo. Tanto si era verdadera como si se la había inventado en un alarde de imaginación, la historia tenía su miga. Confié en que Chamorro sabría lo que tenía que hacer. No me decepcionó:
– ¿Puede describirme a ese hombre, con el máximo detalle posible?
– Pues, sobre treinta y pocos años. Alrededor de uno ochenta. Con un pendiente de aro en cada oreja, pelo largo y rizado, barba de días… Nunca pude verle los ojos, siempre llevaba puestas gafas de sol de espejo, incluso de noche. Complexión fuerte, manos grandes…
– ¿Cómo hablaba, le parecía de aquí, castellano, extranjero?
– No, extranjero no, ni catalán tampoco. Castellano.
– ¿Recuerda qué coche llevaba?
– Sí, eso sí. Un Ford Mondeo, oscuro. Apostaría que azul marino, pero no se lo puedo asegurar. Sólo lo vi aquella noche, en la gasolinera.
– ¿Se fijó en la matrícula?
– No, pero el coche no era muy viejo.
– ¿Y esos números de teléfono?
– Están en la memoria de mi móvil. Y mi móvil ustedes sabrán dónde lo tienen, ya que me lo quitaron cuando entré aquí.
– Señor Vinuesa -rompí mi silencio-, creo que es consciente de lo que se juega. Y quiero creer que también lo es de las consecuencias, si descubrimos que en algo de lo que nos cuenta ha faltado a la verdad.
– Sí, soy consciente.
– Sabiendo eso, ¿se ratifica en todo lo que acaba de decir?
– Sí. Nos tendieron una trampa. A los dos. A ella le costó la vida. Y a mí, supongo que calcularon que me costaría comerme el marrón.
– Y no tiene usted más información que darnos…
– Eso es todo lo que sé. Díganme que me creen -suplicó.
– Es pronto. Pero investigaremos. De momento, a pesar de todo, no nos queda más remedio que mantenerle detenido. No es porque no le creamos, sino por precaución. Si se le ocurre algún otro dato que pueda sernos de ayuda, avísenos. Vamos a hacer gestiones con lo que tenemos. Y esté tranquilo, no echaremos nada en saco roto.
Pedí a Ponce y a Gil que se lo llevaran otra vez a su celda y me quedé a solas con Chamorro en la sala de interrogatorios. Ninguno de los dos abrió la boca durante un buen rato. Finalmente hablé yo:
– ¿Hace un café de máquina?
– Vale.
Mientras removíamos con la paleta de plástico aquel ardiente brebaje sintético, traduje a palabras la confusión de mis pensamientos.
– Lo mismo es una majadería que se le ha ocurrido a él o un cuento que le ha inspirado el abogado. A veces tienen estas cosas, esos leguleyos, y les parece el súmmum de la inteligencia. Una teoría estrambótica, un personaje misterioso, se revuelve el potaje y échale un galgo. Como no ha aparecido el arma del crimen, se admiten apuestas.
– En eso mismo pensaba yo. Por pensar algo.
– Pero también podría ser la oscura, desconcertante y desagradable verdad. Que Luis Fernando sólo sea un pipiolín, el cabeza de turco ideal que mete la pata hasta la ingle y se queda a recibir el tiro. Y que nuestra Neus fuera víctima de un asesinato de encargo maquiavélicamente urdido y ejecutado. Una fea posibilidad, por cierto.
Chamorro asintió, circunspecta.
– Pues sí. Se busca inductor. Que tendrá coartada, seguro. Y que ya se las habrá arreglado para dejar pocas trazas de su conexión con el autor material. Sólo tendríamos a ese falso Jaime. ¿Y qué podemos hacer, con el número de una cabina telefónica, una descripción física somera, un coche común sin matrícula y un móvil que no coge ya nadie?
– Tú qué crees. Cortárnosla.
– Eso tú, si acaso. También podemos poner a Vinuesa a mirar fotos.
– Sí. ¿Recortas tú en papel de plata la forma de las gafas de sol de espejo para ponerla encima de los caretos y que se haga más idea?
– Pues, tú dirás. Eres el jefe.
– Hay momentos en que eso es una putada. Se me ocurre ver dónde está la cabina: si ese Jaime le llamaba regularmente desde ella, puede significar algo. Y habrá que investigar el número de móvil, claro. Con nuestra suerte, será de la operadora para la que trabaja el señor López-Tuñón, y no donde está empleada esa amiga tuya tan maja.
– Seamos optimistas, hombre.
Volvimos a la sala de operaciones, donde nos encontramos a Rubio, Tena y los otros dos guardias de Zaragoza, arremolinados en torno al equipo de escuchas telefónicas. El sargento me explicó por qué:
– El móvil dormido. El que nos faltaba, de los tres con los que habló Neus el último día. Se ha despertado de pronto. Está en la zona de Hospitalet y le hemos interceptado una conversación, muy corta.
– ¿Sobre qué?
Rubio se encogió de hombros.
– Ni castaña. Idioma raro. Uno de los chavales dice que le suena a rumano. Por eso hemos entretenido un poco a Radoveanu.
– Ya sabes que es una irregularidad. Tendríamos que traer a un intérprete, y no compartir la información con un testigo.
– Ya, ya lo sé. Pero la diferencia entre una cosa y otra es saberlo ya o mañana. Y yo creo que éste es buen chaval y no va a contarlo.
Si uno cumpliera siempre los reglamentos, no sólo viviría una vida mucho más aburrida, sino que perdería una buena parte de las oportunidades que se presentan de resolver los problemas. Así que me acerqué a Radoveanu y le propuse el trato. Si nos traducía aquello, le daba cincuenta euros. Luego ya vería cómo los justificaba. En último extremo, pensé, podía pedírselos prestados a Vinuesa de los cuatrocientos que llevaba en la cartera. Con todos los ingresos extra que afirmaba haber tenido en los últimos tiempos, bien podía estirarse. El rumano consideró mi propuesta y debió de advertir que no era muy ortodoxa. Pero le había caído bien, o le convenía ganarse cincuenta euros.
– Con mucho gusto, sargento -dijo, trincando el billete.
Le llevé junto al ordenador. Le pedí a Gil, que era el que mejor lo controlaba, que fuera poniendo la conversación fragmento a fragmento, cortando después de cada intervención para que Radoveanu nos la fuera traduciendo y pudiéramos apuntar lo que nos dijera.