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– Alo?-iniciaba una voz masculina.

– Dice que diga -tradujo Radoveanu.

– Stefan -entraba a continuación una apurada voz femenina, la de quien llamaba desde el teléfono intervenido.

– Dice Stefan, un nombre propio.

– Cine e?

– Él dice quién es.

– Sunt eu, Cãtã.

– Ella dice soy yo, Cata. Supongo que otro nombre, Cata, de Catalina.

– De ce mã suni aici? Doar ti-am spus cã…

– Él dice por qué me llamas aquí, te dije que… Y se corta la frase.

– Stefane, au venit sã mã ia, a înebunit de tot, vorbeste cu el, te rog, cu…

– Ella dice Stefan vienen por mí, se ha vuelto loco, habla con él, por favor, con… Pero no llega a decir con quién quiere que él hable.

– Îmi pare rãu, n-am cum sã te ajut, trebuia sã te gândesti înainte.

– Él dice lo siento, yo no puedo ayudarte, haberlo pensado antes.

– Stefane, Stefane…

– Ella dice Stefan, Stefan…

Y eso era todo. En ese punto Stefan colgaba y se acababa la conversación. Miré la pantalla. El teléfono seguía inmovilizado en Hospitalet. Trataba de pensar a toda prisa, pero de repente me encontraba torpe y disperso. Todo se me había escapado de control, y me costaba mucho asimilar que donde creía tener un asunto resuelto volvía a estar todo manga por hombro. En esas situaciones, lo mejor es ir paso a paso.

– ¿Lo tienes todo apuntado? -le pregunté a Chamorro.

– Sí, mi sargento.

– Muy bien, Gheorghe, muchas gracias y perdone por haberle entretenido. Mis compañeros lo llevarán de vuelta a casa.

– De nada. No sé quién es esa chica, pero me parece muy asustada.

– Sin entender ni jota de rumano, a mí también. Buen viaje.

Cuando se lo hubieron llevado, me encaré con el equipo.

– A ver, hay que repartirse la tela, que nos sobra. Un tío, o tía, tiene que estar pendiente de esa pantalla. Algún voluntario.

– Gil -dijo Ponce-. Es el que mejor se conoce el programa.

– Vale. A ver, tú, Chamorro. Ocúpate de recuperar esos dos números de teléfono de la memoria del móvil de Vinuesa y me los investigas. Si el móvil es de la compañía de tu amiga y puede ayudarnos antes de recibir la orden judicial, te autorizo a prometerle que nunca denunciarás su delito. Si no, llama al juzgado y sal adelante como puedas.

– Entendido -dijo mi compañera.

– Rubio, tú y Tena, en un coche. Ponce, tú y yo, en otro.

– ¿Rumbo adónde? -preguntó Rubio.

– Adónde va a ser -repuse-. A L'Hospitalet. Tenemos que buscar a una tía con pinta de rumana y de estar cagándose la pata abajo, en un radio de cien metros del punto que señala el cacharro ese.

– ¿Y con eso tú crees que podremos pillarla?

– Puedo hacer una apuesta. Que será rubia teñida, tez bronceada, relativamente alta, y con tetas tirando a generosas.

– Joder, ¿se lo nota en la voz, mi sargento? -dijo Ponce, fascinado.

– No, es que tengo poderes. Ya os lo explicaré. Vamos.

Dejé a Ponce que condujera. Rubio y Tena partieron tras nosotros. El tráfico empezaba a engordar, pero en dirección de entrada a la ciudad no era demasiado denso. Cubrimos el trayecto en unos veinte minutos. Cuando llegamos a la altura de L’Hospitalet, Ponce me informó:

– Hay varias entradas, ahora necesito saber adónde vamos.

Llamé a Gil.

– Dame posición exacta del teléfono.

– Se ha movido. Ahora está en…

– Espera, le pongo el teléfono en la oreja a Ponce. Explícale.

Ponce le fue pidiendo detalles a Gil. Al cabo de medio minuto, alzó el pulgar para darme a entender que lo tenía. Recobré el teléfono.

– Gil, si se aparta de donde está ahora quiero novedades inmediatas. Me llamas siempre a mí. Dejo la línea libre. ¿Lo tienes claro?

– Transparente, mi sargento.

Ponce empezó a callejear por un barrio de bloques ajados y calles más bien estrechas. Por eso, y por la vida que discurría a borbotones por las aceras, bajo rostros de todos los colores y expresiones, se veía que no estábamos precisamente en el mundo de Neus Barutell. Toda una paradoja, que investigando su muerte fuéramos a parar allí.

– Aquí es -dijo Ponce-. Esta plaza.

Un lugar lleno de gente. Niños jugando, viejos sentados en los bancos, mujeres charlando en corros, adolescentes fumando.

– Para aquí.

Me bajé y fui a hablar con Rubio y Tena, que habían parado detrás.

– Aparcad donde podáis. Vamos a desplegarnos por la plaza para buscarla. Si alguno da con algo, que me avise al móvil.

Pocas cosas hay más ingratas que tratar de encontrar a una persona entre la multitud: aun si uno la conoce bien y está seguro de que podrá identificarla si se tropieza con ella. Barrimos aquel espacio con los ojos abiertos de par en par, sin saber siquiera si la mujer podía estar justo en la plaza o en alguna de las calles aledañas, o si el pequeño desfase temporal con que recibíamos la señal de su posición no le habría permitido ya alejarse a doscientos o trescientos metros de allí. Mientras escrutaba aquella masa de rostros, sonó mi teléfono móvil.

– Mi sargento, lo siento -dijo un mustio Gil.

– ¿Qué? ¿Qué es lo que sientes?

– Lo ha apagado. Señal desvanecida.

– Dios, me cago en…

Avisé a los demás. Aún estuvimos dando vueltas por allí durante media hora más, hasta que me convencí de que no servía de nada. Era como buscar una aguja en un pajar. Ordené el repliegue.

Volvimos a la comandancia con el rabo entre las piernas. Y en cuanto a mí, de un humor de perros. Pensaba que no podría retrasar mucho más el llamar a mis jefes y darles cuenta del embrollo endiablado en que de pronto se me había transformado aquella investigación. Pero la adversidad nunca resulta absoluta. Chamorro me recibió con un gesto en el que leí que sus esfuerzos no habían sido tan infructuosos como los nuestros. Aunque tampoco tenía nada que pudiéramos considerar la solución a nuestros males. Me explicó:

– Punto uno, el número supuestamente perteneciente a una cabina telefónica. En efecto, así es. Situación de la cabina: Vía Layetana.

– Coño, al lado del cuartel general de la pasma -dijo Ponce-. Mira, eso es un detalle de sentido del humor, tratándose de un malo.

– Sí -gruñí-. Me desternillo, tú.

– Punto dos. El número de móvil. De la compañía de mi amiga. Un prepago activado hace dos semanas en la FNAC del Triangle por un cliente sin identificar, que sólo ha tenido una recarga de quince euros. La lista de llamadas la recibiremos esta noche o mañana. Le he prometido sigilo total, dice que si la pillan le puede caer un paquete.

– Dile que tranquila, que si alguien le toca un pelo, le pego un tiro.

– Pues no sé si eso la va a tranquilizar mucho.

Me sujeté la cabeza con ambas manos. Me hervía.

– Tengo que llamar a Pereira. Y a la juez. Y no sé qué decirles. Y ahí, en el calabozo, tenemos a un tío sobre el que hay que resolver.

– Limpio no está -dijo Chamorro.

– No, pero te recuerdo que lo tenemos ahí por homicidio. Si sólo se limitó a vender su intimidad puede ser muy reprobable, pero no es asunto nuestro. Nuestro negocio se limita al maldito Código Penal.

– ¿Le das alguna credibilidad a su cuento?

– Dijo que el número era de una cabina y es de una cabina. Y lo demás, de acuerdo, es delirante. Pero a lo mejor resulta demasiado delirante como para que se lo haya inventado. No sé qué pensar.

Rubio metió baza:

– Hay que enfriarse un poco, Vila. Ese tío está bien detenido. No tiene ninguna coartada, apuntan a él un montón de indicios y el testigo lo ha reconocido sin ningún género de dudas. Tuvo ocasión y tenía móvil. Si resulta que termina siendo inocente, ya le soltaremos y le pediremos perdón. Cualquiera nos comprenderá de sobra. Podemos retenerle aún dos días. Investiguemos sin amontonarnos todo lo demás.