Miré a mi compañero con gratitud.
– Sí, creo que tienes razón. Voy a contarles todo esto sincera y fríamente a Pereira y a la juez. Rezo para que compartan tu visión.
Afronté el trago sin más demora. Mi superior se mostró del mismo criterio que el sargento Rubio. En cuanto a su señoría, pidió algunas explicaciones más, pero también pareció hacerse cargo.
– No se trata de batir ningún récord de velocidad, sargento -me dijo, con calma-. Lo único que le pido es que en caso de que surja algún indicio serio de que el detenido pueda ser inocente me lo comunique en seguida para valorar si hay que ponerlo en libertad, aunque sea bajo protección. Si su historia es cierta, puede que corra algún peligro.
Después de eso, di permiso a los locales para volver a sus casas y Rubio, Tena, Chamorro y yo nos fuimos a cenar. Pensé que más que obcecarnos en caminos que por el momento teníamos cerrados convenía descansar y pensar bien la estrategia para el día siguiente.
Pero la capacidad de un policía para planificar su futuro es siempre reducida. Antes de que termináramos la cena sonó mi teléfono móvil. De entrada me costó ubicar a mi interlocutor. Era Riudavets.
– Vila, siento molestarte, ya sé que no son horas. Estoy en Gerona, delante de un cadáver. Es un poco largo de explicar. Pero tengo buenas razones para creer que te va a interesar venir a verlo.
CAPITULO 18 DESPIERTA SI QUIERES
Cuando llegamos a Gerona, ya la habían trasladado al depósito. Sin decirnos nada aún, Riudavets nos condujo hacia la zona de las neveras y le pidió al empleado que la sacara. Ahí estaba, otro cadáver para la colección. En la mía, calculé, hacía un número mayor que en la de cualquiera de los otros. Riudavets, como Rubio, no me andaría muy lejos; Chamorro iba sumando, pero sin posibilidad de alcanzarme mientras siguiera trabajando conmigo; y para Tena, ya se notaba, seguía siendo uno de los primeros: uno de esos seis o siete que todavía le hacen a uno acordarse de la gente de su familia y pensar en la propia corporeidad, las propias vísceras y la propia muerte futura. Andando el tiempo se le pasarían esos escrúpulos, como se nos pasaban a todos. Aunque conservaría otros, o eso esperaba, por su bien.
Era una mujer de veintitantos años, alrededor de 1,70, piel artificialmente bronceada, cabello rubio teñido, pechos abundantes y ahora vencidos hacia las costillas. Acaso había sido bella, pero eso ya no iba a poder asegurarlo, porque la primera vez que la había visto, que no era por cierto aquella noche, tenía el rostro difuminado por un trucaje digital, y allí, donde la veía por segunda y última vez, lo que le borraba las facciones era la acción conjunta de un buen número de golpes, infligidos por alguien de puño recio, y los tres plomazos de grueso calibre que le habían metido en la frente y en ambos pómulos.
– Te explico por qué te he llamado -dijo Riudavets, mientras volvía a cubrir el cadáver y le indicaba al empleado que lo guardara.
– Todavía no sé cómo has llegado a deducir que tenías que hacerlo, pero sin que me lo digas ya sé que no ha sido porque sí -dije.
– ¿La conoces? -preguntó el mosso.
– No personalmente. Pero sí en pantalla. De un tiempo a esta parte, a todas las muertas que me encuentro las he visto antes en pantalla.
Riudavets me observó con aire caviloso. Y mis compañeros, a quienes no les había confiado aún todas las hipótesis que mi cerebro barajaba en las últimas horas, no estaban menos intrigados.
– El reportaje de Neus -les dije-. Me lo tragué el sábado, por matar el rato. Si no me equivoco, esta mujer es una de las prostitutas que daban su testimonio. La rumana que hablaba de las redes que traen a sus compatriotas desde su país para explotarlas aquí. De cuello para arriba la imagen salía distorsionada, pero el busto era muy similar, y también tenía la piel morena, y el cabello teñido con ese tono de rubio.
– Rumana es -confirmó Riudavets-. Catalina Iliescu, casi con toda probabilidad. No llevaba documentación encima, y como ves se han preocupado de perjudicarle la fisonomía para que nos cueste identificarla por otro medio. Pero cometieron un error, o no contaron con que la gente tiene sus rarezas. Aunque parece que se molestaron en vaciarle los bolsillos, no se pararon a mirar en la copa del sostén, donde se había escondido el resguardo de un envío de dinero a Rumania hecho bajo ese nombre. Más que sustancioso, mil quinientos euros. Por qué se lo guardó ahí, no me preguntes. A lo mejor era importante para ella, o le resultó más expeditivo metérselo en el escote que abrir el bolso. Hemos recuperado las huellas que una Catalina Iliescu puso en su día para la tarjeta de residencia, y ahora me están haciendo el cotejo dactiloscópico con las del cadáver. Pero a primera vista coinciden.
– ¿Y cómo la vinculasteis con el caso Barutell? -preguntó Chamorro.
– Nos llevó un par de pasos, no más -dijo Riudavets-. Por el aspecto, la nacionalidad, etcétera, en seguida pensamos en una prostituta y en algún ajuste de cuentas relacionado con su actividad. Así que descolgué el teléfono y llamé a nuestro especialista en la materia. El mismo al que le envié los papeles que nos dejasteis sobre el reportaje. Cuando le di el nombre Catalina Iliescu, me dijo que no sólo le sonaba, sino que lo había subrayado hacía apenas media hora: en esos papeles, y más en concreto en las anotaciones de trabajo de Neus Barutell. Me leyó la anotación en cuestión: Conectar con Cata Iliescu y convencerla de presentar amigas, posible secuencia varias de ellas charlando sobre sus experiencias. Bueno, más o menos, y traducido sobre la marcha. Comprenderás -se dirigió a mí- que después de oír eso habría debido tener todas las neuronas de vacaciones para no coger el teléfono y llamarte.
– Lo comprendo, y sé que no es el caso. ¿Dónde estaba?
– Tirada en un descampado, en las afueras. La encontró una de nuestras patrullas de seguridad ciudadana que fue a investigar un aviso. Un vecino llamó diciendo que creía haber oído disparos.
– ¿Y su último domicilio conocido, según la tarjeta de residencia?
– L'Hospitalet de Llobregat.
– Sí que empiezan a ser demasiadas coincidencias -opinó Rubio.
– ¿Por qué? -preguntó Riudavets.
Consideré que debía contarle sin más retraso lo que le faltaba:
– Esta tarde hemos estado intentando localizar a la usuaria de un teléfono móvil con el que se comunicó Neus Barutell el día de su muerte. Le hemos interceptado una conversación en rumano, en la que la mujer que hablaba se identificaba como Cata. Estaba por la zona de Hospitalet, pero cuando hemos llegado allí y hemos querido ir a engancharla, el teléfono se ha quedado muerto. O lo apagó, o se lo apagaron.
– Visto lo visto, me inclino por lo segundo -apostó el mosso.
– Esto quiere decir -resumí- que cada uno tenemos una muerta, que las dos están relacionadas y que nos necesitamos mutuamente.
– Y que lo digas. Déjame hacerte dos preguntas que entenderás que no puedo aguantarme: ¿tenéis el listado de llamadas de esa Cata en los últimos días? ¿Ha vuelto a utilizar alguien su teléfono?
Miré a mis compañeros. Luego le respondí a Riudavets:
– A lo segundo, negativo. A lo primero, si me guardas el secreto, te diré que tenemos algo que quizá te va a valer más. El último número al que llamó la chica, el nombre de quien se lo cogió, la conversación completa y la traducción de lo que hablaron. Ella parecía muy asustada, y el otro, un tal Stefan, se desentendió de todo y acabó colgando. Cata hablaba de alguien que iba por ella y le pedía ayuda. Él le dijo que no podía hacer nada y que se lo hubiera pensado mejor.
Riudavets meditó sobre lo que acababa de contarle.
– Da gusto juntar las fuerzas -declaró, con una euforia apenas reprimida-. Que yo recuerde, nunca había avanzado tanto en dos horas de investigación. Si tenéis la bondad de darme el número de teléfono de ese Stefan, me voy zumbando al juzgado de guardia para que me autoricen a intervenirlo y tenerlo controlado lo antes posible.
No le dije en seguida que sí. También yo tenía mis prioridades.