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Darrere les paraules només et tinc a tu. Trist el qui mai no ha perdutper amor una casa.Trist el qui mor envoltat de respecte i prestigi. Jo em cree el que passa en la nitestrellada d'un vers. *

El poema se llamaba Dona de primavera. Y junto con la anotación del bloc, contribuía sin duda a construir una interpretación sobre el momento vital de Neus en sus últimos tiempos. Pero aún iba a encontrar pistas adicionales en el otro libro. Estaba en lo alto de una pila de volúmenes que descansaba sobre la mesa auxiliar. Me llamó la atención el título, Locura, y el nombre del autor, Patrick McGrath, para mí entonces desconocido. Miré en la solapa el resumen del argumento. Era la historia de la mujer de un psiquiatra que se enamora de uno de los pacientes de su marido, un escultor recluido por el asesinato de su esposa que le proporcionará a la protagonista toda la pasión y la excitación que el austero escrutador de mentes nunca ha sabido darle. Según afirmaba el editor, la novela indagaba en la relación entre la locura y el amor obsesivo. Si el argumento suscitó mi interés, mucho más me iba a impresionar lo que al abrirlo encontré dentro. Era una cuartilla doblada donde alguien había compuesto con letras de imprenta este mensaje:

sI TE cReeS aLgo estas eKivOcADa. nO sigAS y No tEndReMos K dEmoStrArte k no TienEs nAda y no erEs naDA cUAndo tE PoNen vAjo TieRra, lisTA dE MiERdA. uLTimo aBiSo

Literal, faltas de ortografía incluidas. Los caracteres habían sido recortados de titulares de periódico. En cuanto vi el formato, tuve cuidado de coger el papel por los bordes. Pero un examen a la luz de la ventana no me reveló restos de huellas en las letras. Quienes lo hubieran hecho eran tan profesionales como para no dejarlas. Y debían de haberse cerciorado por otro medio de que Neus entendía qué era aquello con lo que no tenía que seguir, ya que ahí no lo decían.

Fue en el momento en que trataba de asimilar aquel mensaje y sus consecuencias para mi investigación cuando unos nudillos golpearon en la puerta abierta. Me volví como quien se ve cogido en falta.

– ¿Se puede? -preguntó Altavella.

– Claro, cómo no. Es su casa.

– Bueno, sometida a la investigación de la justicia.

– No somos policías norteamericanos -aclaré-. No vamos a andarnos con aspavientos peliculeros ni a poner cintas con la leyenda crime scene do not enter donde no tiene ningún sentido ponerlas.

– Es todo un detalle. ¿Algún hallazgo? Ah -dijo, reparando en el libro-, veo que se ha interesado usted por el amigo McGrath. Se lo recomiendo: un buen novelista, que se curra las historias y los personajes en lugar de hacer castillitos de epítetos, como se estila entre nosotros. Sencillo, potente y al grano. Y con profundidad de la buena, ojo. Deberíamos aprender de los anglosajones, por aquí. Vea si no la lección que dejó Beckett antes de morirse, Stirrings Still. ¿Lo ha leído?

Me costó seguirle. Por un lado, mi mente estaba en otra parte, y por otro, no era fácil acompasarse a sus caprichosas digresiones.

– Pues no, la verdad.

– Un libro admirable, en mi modesta opinión. Habla de un viejo que se muere y que se da cuenta de cómo le abandona todo. Es muy corto. No le sobra ni una sola palabra. Retórica cero. Naturalmente. La retórica es el oficio de quienes no tienen nada esencial de lo que ocuparse. Pero un tío que siente que se muere… Esencia pura.

– Ya veo. Creo que aguardaré a estar más relajado para leerlo.

– Sí, quizá sea mejor… Perdone, no le di tiempo a responderme. ¿Ha encontrado algo que le sirva? ¿Cómo llevan la investigación?

Sopesé si era el momento de participarle lo que sabía y lo que sospechaba. Me pareció que no, que ni siquiera debía decirle que habíamos localizado y detenido al acompañante de su mujer, información que hasta aquel momento habíamos logrado que no trascendiera a los medios, gracias a la discreción de su señoría, la prudencia de Pereira y el insólito respeto del secreto del sumario por parte del abogado de oficio, un chaval bastante joven que aún andaba reponiéndose del susto. Para incentivar su silencio, la juez le había dado la víspera esperanzas de ordenar la libertad de su cliente, siempre que nos dejara trabajar un par de días en verificar su historia sin ruido de fondo.

– Pues, si le soy sincero -expliqué a Altavella, escogiendo bien las palabras para no mentirle pero tampoco revelarle más de lo debido-, aunque mi sensación es que vamos avanzando y que tenemos un par de líneas que pueden darnos resultados, resulta prematuro afirmar nada por el momento. Ya querría poder contarle otra cosa. Sobre la inspección de esta mañana, la verdad es que tampoco he dado con nada que arroje mucha luz sobre el caso. Si no le importa, me llevo este bloc y el libro de McGrath. Parece que Neus lo estaba leyendo y he visto algunos pasajes subrayados que me gustaría analizar con más detalle. Este otro libro se lo dejo, ya he leído lo que tenía señalado.

– A ver -me pidió que se lo mostrara-. Ah, Margarit. Un poeta estimable. Qué se apuesta que le adivino lo que tenía marcado Neus.

– Prefiero no apostar, cuando veo tan seguro al de enfrente.

– Trist el qui mor envoltat de respecte i prestigi -recitó.

– Pues sí, acertó usted.

– Hemos comentado más de una vez ese poema, Neus y yo. Cada uno a su manera y por su lado, le encontrábamos mucho sentido. ¿Sabe usted, sargento? La gente se hace a pensar que las personas que ve en el escenario, o en lo alto del tabladillo de marionetas, como prefiera llamarlo, son diferentes, que tienen un aura o algo así. Por eso les atrae morbosamente averiguarles las miserias. Descubrir que somos mezquinos, que enfermamos, que padecemos desamor, indefensión, zozobras múltiples. Alguna vez, yendo por la calle, he oído a alguien decir: míralo, no es tan alto, o míralo, qué desmejorado está, o míralo, qué cara de mala leche. Y yendo con Neus, ni le digo. A la gente le complace percatarse de nuestra mortalidad, y uno acaba preguntándose qué crimen ha cometido para perder el derecho que tiene cualquier hijo de vecino a ser un pobre diablo, a fallar y flaquear sin que sea un espectáculo, sin despertar esa conmiseración sobreactuada y anormal. La verdad es que Margarit lo clava: Trist el qui mor envoltat de respecte i prestigi.

No podían quedarme más lejanas aquellas cuitas de Altavella. Mi asunción general era que, frente a esos pequeños inconvenientes, las personas ilustres gozaban de no pocas ventajas, sobre todo si lograban prorrogar su celebridad hasta la vejez, en la que no se veían arrojados al desamparo y la indiferencia, cuando no el desdén, que los demás debemos temer al menos cautelarmente. Pero a la luz de los papeles de Neus lo vi de forma distinta. Casi llegué a tenerles lástima, y a sentirme culpable, como integrante de la plebe ingrata y carroñera.

– No sé qué decirle -respondí, con precaución-. Al final, lo que quiere todo el mundo es sentirse lo mejor posible dentro del pellejo en que se encuentra. Por eso supongo que nos resulta gratificante conocer los tropiezos y las carencias de las personas que tienen éxito. Vuelve nuestro propio destino, incluso nuestra mediocridad, llegado el caso, mucho más soportable. Según un tipo que se llama Steven Pinker, y al que debo reconocer el raro mérito de escribir sobre psicología con bastante sentido común y sin apenas propensión a decir extravagancias, es lo que se llama el mecanismo de manipulación de las propias creencias, que es en realidad una de las funciones primordiales de la mente: engañarnos acerca de lo efectivos y buenos que somos. O como dice otro teórico, Elliot Aronson, que se dedica a estudiar la psicología sociaclass="underline" nuestro cerebro trabaja a destajo para aniquilar todo lo que se contradiga con la proposición «soy estupendo y tengo el control».

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*Detrás de las palabras sólo te tengo a ti. / Triste el que jamás ha perdido /por amor una casa. /Triste el que muere rodeado de respeto y prestigio. /Yo me creo en lo que pasa en la noche / estrellada de un verso