– Ya. A mí me lo vas a decir.
– ¿Desde cuándo estabas conchabado con los rumanos?
– Permíteme que sobre aquello que no sabes me abstenga de darte demasiados detalles -repuso, con una sonrisa cínica-. Tengo que jugar mi única carta, la bendita presunción de inocencia. Digamos que tenía algún trato con ellos, ya que eso no voy a poder negarlo.
– Vale. Sólo era por intentar entender por qué seguiste relacionándote con esa chusma, y por qué los lanzaste contra la chica, cuando ya te constaba que habían sido capaces de asesinar a una persona.
– Yo no los lancé. Sólo les di el nombre.
– Búscate argumentos para convencer al tribunal sobre tus verdaderas intenciones. Yo me limitaré a consignar los hechos.
Cruz me observó con rencor.
– ¿Tanto te cuesta entenderme, sargento? ¿Vas a decirme que nunca has tenido ninguna tentación? ¿Que siempre te has mantenido limpio de polvo y paja, conformándote con tu sueldo y con las patadas en el culo que te dan después de usarte para limpiar la pocilga?
La pregunta, inevitablemente, me hizo recordar algunas cosas. Momentos, rostros, borrosas emociones. Pero me limité a responder:
– No te confundas, Cruz. Ni soy la clase de tipo que le cuenta su vida a cualquiera, ni eres a quien elegiría para contársela.
Pedimos que lo devolvieran a su celda y que nos trajeran al compañero. El otro policía, de apellido Ganivet, resultó ser la fiera imbatible que nos había anticipado Riudavets. Era el subordinado de Cruz y diez años más joven, pero quizá por inconsciencia, o quizá por carácter, se mostró inasequible a nuestras embestidas. Probé a acorralarlo con las pruebas que le conectaban con Vinuesa y con la celada de Zaragoza, con Stefan y con el resto de los rumanos. Todo fue en balde. Durante una hora de interrogatorio, tan sólo se dignó decir:
– No os voy a ahorrar el trabajo. Ya no tengo nada que perder.
Traté también de explicarle que no era así, y de invitarle a seguir el ejemplo de su superior. Pero ni por ésas. Al final, miré el reloj, vi que eran las diez y media de la noche y me dije que estaba hasta el gorro de jugar a policías. Llamé a los mossos y pedí que se lo llevaran. Me quedé a solas en la habitación con Chamorro. La observé. Por fin dejé que mis labios se relajaran. Ella se echó entonces a reír.
– Game over -sentencié-. No me lo creo, Virgi.
– Pues créetelo. Y no lo has hecho mal, si puedo opinar.
– No sé, tengo mis reparos. Demasiados raspones. El único consuelo es que el Rey Rojo ya no le soñará aventuras siniestras a ninguna Alicia indefensa. Antes de que se me olvide, tengo que llamar a cierta juez de instrucción y decirle que voy a poner en la calle a un hombre.
CAPÍTULO 20 LA REINA SIN ESPEJO
Ni Vinuesa ni su abogado formularon la menor protesta por las cerca de cuarenta y ocho horas que lo tuvimos detenido. Tampoco juzgué necesario pedirle disculpas cuando lo soltamos, como me enseñaron a hacer siempre que cometo una equivocación, porque con su comportamiento me había puesto muy difícil obrar de otro modo y porque no dejaba de recordar que de no haber mediado su torpe codicia (y su deslealtad hacia Neus) tal vez nada de aquello habría sucedido. Ni siquiera fui demasiado amable al emplazarlo para el día siguiente a la rueda de reconocimiento en la que esta vez sería él quien observara y Ganivet uno de los que se ofrecieran a su escrutinio. No es que me sienta muy orgulloso al recordar esta frialdad por mi parte; de hecho empecé a arrepentirme de mi dureza cuando lo vi llegar a la mañana siguiente, quince minutos antes de la hora a la que le habíamos citado, a las dependencias de los Mossos donde se practicaría la diligencia. Aunque se había afeitado y se había cambiado de ropa, Luis Fernando Vinuesa ofrecía todo el aspecto de un hombre roto y atormentado.
Me lo llevé a tomar un café, con ánimo de darle un poco de amparo y tratar de infundirle las energías que necesitaría para enfrentarse y señalar con el dedo al hombre que lo había metido en la ratonera. Mis esfuerzos por sacar conversación no fueron muy fructíferos y tampoco insistí mucho. Hay ocasiones en que uno no necesita que le hablen, y mucho menos hablar. Sólo al final, ante la taza vacía y mientras yo pagaba la cuenta, aquel hombre reunió fuerzas para decir algo:
– Sepa, sargento, que yo voy a ser el primero que tardaré mucho en poder volver a mirarme a la cara sin que me entren arcadas.
Había en sus palabras una mezcla de convicción, autodesprecio y lástima de sí mismo que no me era en absoluto desconocida.
– Tampoco persevere en eso -le aconsejé-. Flagelándose no va a devolverle la vida a nadie. Trate de hacer la suya, que es la que ahora tiene entre manos, lo mejor que pueda de aquí en adelante.
La rueda de reconocimiento nos la habían preparado nuestros anfitriones, que también habían suministrado el personal. A Ganivet le habían hecho quitarse los pendientes (la alternativa era perforarles las orejas a los mossos acompañantes) pero aun así era el que tenía una pinta más acanallada de todo el conjunto. Los demás vestían mucho mejor y estaban más limpios. Antes de que entrara el testigo, la juez que dirigía esta vez la diligencia examinó el grupo y dijo:
– ¿No pueden traer a algunos con peor facha? Ahí canta mucho.
Riudavets se fue entonces a hacer un par de llamadas para movilizar a unos cuantos de los suyos cuya apariencia resultara más adecuada al caso. Mientras esperábamos, el sargento Rubio observó:
– De todos modos, en las grandes ciudades os sobran los recursos. Recuerdo yo una rueda que hicimos en un pueblo pequeño. Les pido a los guardias del puesto que nos la monten y cuando viene el testigo va y suelta: «Pues tiene que ser el cuatro, porque el primero es el panadero, el segundo el de la tienda de ultramarinos, el tercero el del bar…» Te puedes imaginar cómo se descojonaba el abogado.
Pero el abogado de Ganivet no tuvo motivos para reírse. En la segunda intentona, su defendido estaba rodeado de mossos de la unidad antidroga, con los que no podía decirse que desentonara en exceso, y entre los que el testigo le señaló a la primera y sin ningún género de dudas. La juez le puso a prueba, como era su obligación, pero Vinuesa, como si estuviera pagando alguna deuda, repitió muy firme:
– El número cinco. Seguro. Lo digo aquí y donde haga falta.
Ésta podría decirse que fue nuestra última actuación relevante en el caso Neus Barutell. Con ella cerrábamos el círculo de nuestras pesquisas. A partir de aquí hubo bastante burocracia, por las complejidades del sistema judicial y la propia del caso, en el que al final habían acabado confluyendo un sinfín de delitos (homicidios, cohecho, explotación sexual de menores, atentado a la autoridad) sobre los que tenían competencia jueces de tres provincias y en los que de una u otra manera interveníamos tres cuerpos de seguridad diferentes. Pero lo fundamental de nuestro asunto ya estaba resuelto, aunque la trama de corrupción policial y tráfico y prostitución de menores todavía daría algún trabajo a quienes tenían la responsabilidad de investigarla. Lo único que nos quedaba era contrastar las huellas dactilares de la casa con las de los rumanos, cosa que hicimos con resultado negativo (no eran tan aficionados como para dejarlas), y tratar de hallar el arma homicida, algo de lo que finalmente hubimos de desistir. En cuanto fue posible interrogarlos, Stefan y Nicolae coincidieron en cargar la ejecución de las dos muertes a su compatriota caído en el tiroteo, y en señalar a Cruz y a Ganivet como inductores. Lo segundo no parecía muy creíble, pero lo primero, visto el potencial ofensivo que había mostrado el difunto durante nuestro breve encuentro, resultaba harto verosímil. Asumimos, pues, que el conocimiento exacto de lo acaecido aquella noche en la casa, así como el del lugar donde se había deshecho del cuchillo, se los había llevado el malogrado matón a la tumba.
Durante los dos días que aún pasamos en Barcelona, aparte de hacer un montón de papeleo, también me tocó terminar de convencer a mis jefes de que la batalla campal de Gavá había sido un accidente impredecible, y la colaboración informal con los Mossos la manera más sensata y eficaz de obtener una información que de otro modo habríamos recibido mucho más tarde y a la que le habríamos podido sacar mucho menos partido. Mi comandante me aceptó con reservas lo primero, pero respecto de lo segundo me advirtió que a mi regreso a Madrid tendría que explicárselo despacio, porque los responsables de la comandancia se le habían quejado de mi peculiar manera de entender la autonomía operativa. Eso me llevó a una intensa campaña con el capitán Cantero para tratar de persuadirle de que si no le había avisado era porque la cosa había surgido sobre la marcha y porque creía que íbamos a hacer una identificación sin mayores problemas, de alguien a quien en ese momento sólo considerábamos un posible testigo. La propia presencia de dos de sus hombres en la operación, le argumenté, probaba mi falta de malicia, porque no iba a ser tan idiota como para pretender ocultarle algo en lo que me acompañaban dos guardias a sus órdenes. Cantero no era mal tipo y me consta que acabó creyéndome e intercediendo por mí. Pero no me extenderé más sobre estas miserias que padezco como miembro subalterno de un cuerpo jerarquizado y militar, porque siempre que trato con ellas me acuerdo de esos olímpicos detectives de las novelas que hacen lo que se les pone en las narices sin rendir nunca cuentas a nadie y me siento como un paria.