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A propósito de cuentas, más grato resultó rendírselas a mi presunta jefa suprema, la autoridad judicial encarnada en esta historia por la juez sustituta Carolina Perea. La llamé varias veces para informarla con detalle de cómo se iba desarrollando el final de la investigación, en la que por razones de distancia ella intervenía sólo en modo remoto. Ni siquiera podía llevarle aún a los imputados, porque dos de ellos, los rumanos, estaban en el hospital, y otros dos, los policías, tenían que responder previamente, ante otros dos jueces en Barcelona y Gerona, de los crímenes por los que habían sido detenidos in fraganti.

– De buena gana me iría para allá -me dijo la juez, en una de estas conversaciones-, pero tengo demasiado lío aún con el aterrizaje como para dejar mi juzgado. De todos modos, espero que venga usted por aquí cuando puedan traerme a los angelitos. Sólo le conozco como una voz en la línea telefónica y me gustaría hacerlo personalmente.

– Si usted lo ordena, señoría, allí estaré -respondí, dándole en mi pensamiento a la frase un sentido distinto al oficial y evidente.

– Tampoco se trata de eso, hombre.

– Si no lo ordena, dependeré de lo que me manden mis jefes.

– De acuerdo. Entonces lo ordenaré.

Su risa la hacía parecer mucho más joven, mucho menos juez, y en resumen algo que por mi bien debía evitar, razoné al reparar en ello. Al final, según ella quiso, la acabé viendo en persona: era una cuarentona flaca y pelirroja llena de energía y con una perturbadora luz clara en la mirada. Y tuvo su interés conocerla, pero ése es otro cuento.

El último día de nuestra estancia en Barcelona era un viernes. Aunque rematamos los asuntos oficiales por la mañana, no nos pusimos en camino hacia Madrid por que los compañeros sugirieron ir a cenar para celebrarlo antes de deshacer el equipo. Le propuse a Riudavets que se uniera a la fiesta con su gente y se mostró conforme. Quedamos a las nueve y media en un restaurante gallego que conocía Robles, en la calle Margarit con el Paralelo. A las cinco yo ya había hecho mi maleta y pensé que podía aprovechar la tarde para liquidar un par de tareas extraoficiales que aún tenía pendientes. Llamé a Chamorro:

– Virginia, me cojo el coche. ¿Te importa ir con Rubio y Tena al restaurante y que yo me reúna allí con vosotros?

– No. ¿Puedo preguntar adónde vas o es personal?

– Es personal, pero puedes. Voy a devolverle unos papeles a Altavella y a contarle todo antes de que termine de leerlo en los periódicos.

– Ya. Bueno, para eso sois amigos, ahora.

– No seas cáustica, Vir.

– No, si me parece muy bien. Es muy correcto por tu parte. Aunque me permito recordarte que conmigo no estás siendo tan correcto.

– ¿Eh? ¿Por?

– Me prometiste algo, pero ya veo que lo has olvidado. Es lo que hace la costumbre, al final todo se relaja y hasta se olvidan las promesas.

Percibí la ironía en su tono. Pero también resquemor.

– Lo confieso. No recuerdo qué es lo que te prometí.

– Me ibas a llevar al Tibidabo.

– Es verdad. Soy un impresentable. Hagamos una cosa. A eso de las ocho paso a recogerte por aquí. Subimos al Tibidabo y de ahí vamos al restaurante. Llegaremos un poco justos, pero que nos esperen.

– No sé si aceptar. He tenido que recordártelo.

– Sé magnánima. Mi cabeza ha estado muy atareada estos días.

– Claro, y además empiezas a estar mayor. Vale, a las ocho.

Altavella me recibió esta vez en su terraza. Hacía una tarde espléndida: despejada, tibia y sin una gota de aire. La vista de la ciudad a la suave luz vespertina era apacible y reconfortante. Nos sentamos a la mesa donde habíamos desayunado el día de mi primera visita y el escritor me ofreció beber algo. No estaba de servicio. Acepté.

– Pensé que iba a rechazarlo -dijo-. Celebro que no sea así, porque me apetece beber y me fastidia hacerlo solo. ¿Le gusta el vino?

– Sí.

– ¿Alguna preferencia?

– La que usted tenga.

Palmira, de pie junto a la mesa, aguardaba. Altavella resolvió:

– Algo fresco. Un blanco, Palmira, en un cubo con hielo.

No soy demasiado partidario del vino blanco, pero, como sucede con todo, hay vinos blancos y vinos blancos y ya puede suponerse que Altavella no elegía para surtirse en la parte mediocre de la gama. No quise mirar de dónde era, y él tampoco me lo dijo; me limité a saborearlo y disfrutarlo y a creer por un segundo que mi vida era realmente aquello: estar sentado en aquella azotea, paladeando aquel caldo excelente en compañía de un tipo que salía en las enciclopedias y al que se veía deseoso de complacerme. Consideré que debía ganármelo.

– Señor Altavella, una vez más debo darle las gracias por su hospitalidad. No quiero robarle más tiempo del indispensable…

– Por favor, no mida tanto mi tiempo -protestó-. Malgástelo, así contribuirá a alimentar mi ilusión de que aún me queda mucho.

– Valoro su generosidad. Pero entienda que no me aproveche de ella. Como le digo, vengo con un objetivo. O mejor, con dos. El primero es contarle, ahora que podemos reconstruirlo razonablemente, lo que creemos que le sucedió a su esposa, y a manos de quién.

– Le agradezco que tenga esa deferencia.

De nuevo, al relatarle todo lo que habíamos averiguado, junto con las suposiciones que nos ayudaban a rellenar los huecos en la secuencia de los hechos, sentí la presión de estarle narrando algo a quien había hecho de ello su oficio, y debía notar, incluso aunque se empeñara en lo contrario, cualquier incoherencia, cualquier torpeza por mi parte a la hora de presentar los acontecimientos y sus causas. Altavella me escuchó sin despegar los labios, con una atención y una emoción que pude notar que iban intensificándose por momentos. Traté de ser cuidadoso con los aspectos más sensibles, pero sin incurrir para él en arreglos demasiado compasivos, que pudiera juzgar como una falta de fe en su capacidad para hacerse cargo de los avatares terribles o absurdos de una historia como aquélla, donde no escaseaban precisamente. Una vez que hube concluido mi resumen, el escritor observó:

– Es curioso, cómo a menudo en la vida las cosas suceden por razones distintas de las que creen tener quienes las desencadenan.

– ¿A qué se refiere?

Altavella había emitido su veredicto con notable rapidez. Pero necesitó unos segundos de reflexión para hallar la forma de explicarlo.

– Me refiero a que estoy seguro de que esos canallas creyeron estar decidiendo el final de Neus, cuando me parece que lo que en realidad condujo a ese desenlace fue algo muy diferente. Que fue Neus la que se sirvió de ellos para romper la baraja. Verá, desde fuera, alguien podrá juzgar que la fama y el éxito la habían vuelto tan soberbia y estúpida como para perder el discernimiento y la sensación de peligro. Les ocurre a otros, sin duda, pero ella era mucho más inteligente que todo eso. Tuvo que percatarse del riesgo. Y siguió adelante. Como debió de percatarse de que aquel muchacho empezaba a fallarle, y en vez de largarlo, decidió entregarse cada vez con más ahínco y convertirlo con su sola voluntad en lo que él no era ni podía llegar a ser jamás.