– No sé qué decirle. Usted la conocía mejor que yo.
– ¿Sabe? Es que le escuchaba contar la historia y no podía evitar juzgarla con la deformación del novelista. Uno de esos rumanos la mató, otro lo decidió, los policías corruptos les ayudaron a hacerlo, sabiendo o no que estaban participando en un asesinato, eso me da igual. Pero por aparatosa que sea la etiqueta que la ley les adjudique finalmente, me resulta imposible considerarlos protagonistas de nada. Lo mismo que a ese chico, el que estaba con ella aquella última noche. Son unos secundarios instrumentales, del mismo modo que nadie consideraría protagonista de la epopeya del almirante Nelson al tirador que tuvo la fortuna de meterle un balazo en la columna en la batalla de Trafalgar. Fue Nelson el que planteó, decidió y acometió esa batalla, sabiendo que se jugaba la vida de sus hombres y también la suya.
Aunque el ejemplo sonaba algo grandilocuente, en cierto modo no dejaba de resultar oportuno y ajustado. La insistencia temeraria de Neus en revolver el avispero era algo que requería una interpretación, y tampoco yo estaba ya en condiciones de sumarme a la primera conjetura que pudiera sugerir el estereotipo de la famosa endiosada. No después de haber leído sus notas íntimas y sus cartas de amor.
– Neus tenía mucho sentido literario -añadió Altavella-. Era siempre mi primera lectora, y no sabe usted cuánto me aportaba. Si ella misma no escribía era por que no le daba la gana, porque prefería leer y hacer de eso un arte tan refinado y exquisito, o más, que la creación. Por eso escogió una metáfora tan precisa como la del Rey Rojo de A través del espejo para designar al enemigo al que se exponía. Es muy posible que todo lo que pasa en ese libro sea un sueño del Rey Rojo. Creo que la mayoría de los lectores adultos de Carroll lo acabamos pensando, y Neus hasta lo dejó escrito, parra que no quedara ninguna duda. Pero una vez dicho eso, y adjudicado al Rey Rojo el poder absoluto de deshacer la partida entera con sólo despertar, ¿quién es él? Nadie, un bulto inmóvil en medio del tablero por el que Alicia avanza hasta coronarse reina. ¿Qué es lo que importa, la mente dormida que sostiene el sueño, o la niña curiosa y sublime que lo vive y juega a descifrarlo?
La pregunta tenía la miga suficiente como para dejar que fuera el silencio quien se ocupara de ella. La mención del Rey Rojo me recordó que no sólo había ido allí para hacerle un resumen informativo.
– También he venido esta tarde por otra razón. Para devolverle algo que le pertenece, creo.
– Y saqué de mi macuto el libro de McGrath.
– Ah, no tenía que haberse preocupado. ¿Lo leyó?
– Lo hojeé.
– Quédeselo.
– No puedo. Está subrayado por ella. Y le traigo algo más.
Saqué el bloc con la reproducción del cuadro de Hopper. Altavella lo cogió y se quedó mirándolo durante un momento.
– Nighthawks, las aves nocturnas -dijo-. Una bestia, este Hopper, para retratar la soledad. Debería estar prohibido mostrarla así a todos los públicos. Los americanos censuran la pornografía, que suele ser algo tan inofensivo, y dejan pasar en cambio mazazos como éste.
– Tiene algo escrito en la primera hoja -creí que debía advertirle.
Abrió el bloc y leyó. Después lo releyó al menos cuatro o cinco veces. O eso deduje, porque durante cerca de un minuto no levantó la vista del papel. Al fin cerró el pequeño cuaderno, lo dejó con mucho cuidado sobre el libro y se echó hacia atrás. Tomo su copa de vino y le dio un largo sorbo. Lo mismo hice yo. Hasta vaciar la mía.
– Es una situación algo más que embarazosa, sargento -dijo-, leer esto en su presencia y saber que usted lo ha leído.
– Disculpe. No quería ocultárselo. Y menos aún quedármelo. No hace falta para acreditar lo que a la justicia le importa, y creo que si ese bloc pertenece ahora a alguien, ese alguien sólo puede ser usted.
– No sé si está en lo cierto. A lo mejor es de ese L., ya que fue el último hombre que la hizo estremecerse. Pero me pone en la necesidad de explicarle algo. Llámelo narcisismo, vergüenza, como quiera.
– No tiene que explicarme nada. Ni a mí me pagan por juzgarle.
– Me apetece, sargento. Usted ha resultado ser un policía muy poco convencional. Déjeme que yo sea poco convencional también. Además, me parece un hombre de quien uno puede fiarse. No me cuesta serle franco. Creo que Neus se equivoca ahí. Ella me gustaba, y me gustaba de veras. Y la admiraba, como ya nunca creo que pueda admirar a nadie más. No sé a usted, pero a mí claro que me gustan las mujeres. Me gusta esa sintonía feroz que tienen con la naturaleza, esa profundidad que nos vuelve a nosotros toscos y banales en comparación, esa abnegación continua que convierte nuestros tesones efímeros y nuestros heroísmos ocasionales en vanos volatines de payasos de circo. Y me gusta su belleza, esa delicada composición de formas frente a la que un cuerpo masculino no tiene más encanto que una tuerca. Y Neus, en todos esos sentidos, era la más alta representación de la femineidad que a este pobre payaso que le habla le ha sido dado tener jamás entre sus dedos. Lo que ocurre es algo más triste. Que hay algo en nosotros, no sé si en todos, pero al menos en mí, que nos mantiene siempre divididos. Por cada átomo de voluntad que uno pone en construir y en creer, surge como una fuerza de reacción otro de signo contrario que le lleva a destruir y escapar. Yo llegué a desarrollar la lucidez y la fuerza suficientes para saber que nunca podría abandonarla. Pero no pude dejar de mirar siempre a otro lado, porque tampoco pude dejar de tener la sensación de que me faltaba algo que estaba en otra parte. No sé si estoy siendo capaz de hacerme entender. Tampoco sé si le importa mucho o me está tolerando el desahogo por simple amabilidad.
En ese momento, en mi cerebro se juntaban demasiadas ideas, recuerdos y emociones como para acertar a distinguir si lo que acababa de decirme era un discurso inteligible y sólido o una mera cortina de humo tras la que intentaba justificarse. Tampoco podía dirimir quién tenía razón, si Neus o él. Vagamente intuía que cada uno la tenía de una forma diferente, en un plano de la realidad inasequible al otro. Acaso sea siempre ésa la fisura, no ya entre un hombre y una mujer, sino entre dos seres humanos cualesquiera. Pero yo sólo soy un tipo que cumple el encargo de tratar de enfrentar a los homicidas con las consecuencias legales de sus actos, y por lo general me va bien no creerme capacitado para hacer mucho más. Como tampoco quería ser maleducado, me procuré una hábil salida por la tangente:
– Mientras le escuchaba, me he acordado de un libro. Si me permite la pedantería de recomendarle otra lectura, desde mi ignorancia, a alguien como usted, le aconsejo que lo lea. Es la Autobiografíapsíquica de Hermann Broch. Supongo que al autor lo conoce. Yo sólo he leído de él ese libro, luego lo intenté con La muerte de Virgilio, que por lo visto es una obra maestra, pero me quedé dormido varias veces y no pude pasar de la página cincuenta, tal vez le parece un sacrilegio.
Altavella sonrió abiertamente.
– No, no me lo parece. Yo lo acabé sólo por esnobismo.
– El libro del que le hablo es muy distinto. Tampoco es demasiado ameno, pero hace un autoanálisis interesante. Se diagnostica a sí mismo como neurótico incurable y examina su relación con las mujeres, que responde a ese esquema que describía usted hace un momento. También él se sentía dividido y nunca le parecía tener la mujer ideal, sino mujeres que la representaban parcialmente y de las que no era capaz de desprenderse, pero con las que jamás podía contentarse. A ratos resulta bastante enfermizo en sus razonamientos, pero en medio del revoltijo de tortuosas disquisiciones psicoanalíticas acaba aferrándose por encima de todo a un concepto más sencillo y positivo.