– En primer lugar -dije, midiendo cada palabra-, nos gustaría saber cuándo habló con su esposa o la vio por última vez.
Altavella me escrutó con recelo. O seguía siendo suficiencia.
– ¿Cuándo la vi o cuándo hablamos? Son cosas diferentes.
– Infórmenos sobre ambas, si es tan amable.
Entonces bajó la cabeza. Pero habló con voz firme:
– La última vez que la vi fue hace tres días, el sábado por la mañana, cuando me fui a la casa de Gerona. Supongo que serían más o menos las diez y media cuando nos despedimos, si le importa el dato.
– Le agradezco la precisión.
– En cuanto a la última vez que hablé con ella, anteayer por la mañana. La llamé hacia las doce. ¿Quiere saber de qué fue la conversación?
– Sólo aquello que crea que puede sernos útil.
– ¿Y cómo voy yo a saber qué sí y qué no? Nunca he sido policía.
– ¿Hubo algo fuera de lo común en esa conversación?
– La llamé yo, para saber si quería acompañarme a una cena a la que me habían invitado este fin de semana. Una cosa más bien de rutina. La cena era para agasajar a un escritor norteamericano de visita en España al que mi editor, que también es el suyo, quería presentarme.
– ¿Y qué le dijo ella? -preguntó Chamorro.
– Que no. Que le daba pereza tener que hablar inglés un sábado.
– ¿Eso le dijo?
– Sí. Y es una razón tan buena como otra cualquiera. A mí los que me dan pereza son los norteamericanos, en general. Lo único bueno de todo esto es que ahora tengo una excusa para saltarme esa cena.
El chiste era de dudoso gusto, o cuando menos de dudosa oportunidad, pero a Altavella pareció hacerle gracia. Su sonrisa se intensificó basta alcanzar, casi, la anchura de una sonrisa humana corriente.
– ¿Hablaron de algo más? -indagué.
– Nada relevante. De la casa de Gerona, que me la había encontrado bastante descuidada, y de si no sería conveniente coger a otra mujer que se encargara de tenerla al día. De alguna cuestión pendiente con el asesor, cosas de cheques, facturas, impuestos, etcétera. Más rutina.
– ¿Notó algo extraño en ella en algún momento?
Altavella meneó la cabeza y recobró su sonrisa a medias.
– No, estaba de lo más normal. Muy ella. Como de costumbre.
Di en juzgar que el escritor no estaba respondiendo de la forma más prudente, siquiera fuera porque no debía de escapársele, a nada que recordara algunas novelas policíacas cuyo conocimiento no podía dejar de presumirle, que el hecho de estar casado con la fallecida lo designaba como miembro nato de la lista de sospechosos (y máxime teniendo en cuenta que todas las pruebas materiales apuntaban a un crimen pasional). Pero cada uno se comporta con arreglo a su idiosincrasia, y se veía que a Altavella le perdía el afán de resultar excéntrico.
– ¿Y ésa fue la última vez, anteayer? -quise cerciorarme.
– Sí.
– De modo que ayer no hablaron en todo el día.
– No.
Tras el segundo monosílabo, tan seco y contundente como el primero, titubeé durante un instante, antes de atisbar por dónde seguir.
– Sí -agregó, como si yo, por mi infradotación intelectual o mi estrecha visión de la vida, necesitara una explicación complementaria-. La conclusión que está sacando es correcta, mi mujer y yo no nos llamábamos todos los días. Por si también le interesa la información, le puedo contar que tras ocho años de matrimonio ya habíamos superado la fase del cortejo, el embeleso y el no poder respirar el uno sin el otro. Si no teníamos nada concreto que decirnos, muy bien podíamos estarnos no uno, sino varios días sin hablar. Éramos entes autónomos.
Por primera vez, contemplé seriamente la posibilidad de que Gabriel Altavella fuera un cínico. Y debo confesar que esa idea me llevó, también por primera vez, a temer que tendría que tratar con alguien que iba a acabar cayéndome muy gordo. De joven, como casi todo el mundo, coqueteé con el cinismo. Es disculpable que un mozalbete atolondrado cometa el error de creer que puede jactarse de no tener fe en nada. Pero cuando eso lo hace alguien con una mínima edad y una mínima experiencia, a mis ojos se convierte en un imbécil cargante, a quien sólo soporto si me obligan. Y, como le pasa a cualquiera, llevo bastante mal verme forzado a hacer lo que no me apetece.
Puede que fuera este disgusto momentáneo lo que me empujó a ser un poco más incisivo de la cuenta en mi siguiente pregunta:
– ¿Debo entender que había algún problema en su matrimonio?
Apenas dije estas palabras, me arrepentí del traspiés que acababa de dar. Mi propia compañera me buscó la mirada, con extrañeza. En cuanto a Altavella, alzó las cejas y abrió unos ojos como platos.
– Dios santo, creía que los policías usaban la lógica -exclamó.
Le entendí, cómo no, porque era eso mismo, haber dado un salto lógico desafortunado y prematuro, lo que ya me estaba recriminando, tan feroz como puntual, el enanito sádico que habita dentro de nosotros con la sola misión de zaherirnos cuando metemos la pata.
– ¿Perdone? -pregunté, no obstante, haciéndome el bobo.
– Lo único que trato de contarle es que no estábamos todo el día llamándonos para decirnos monerías, que podíamos concedernos el uno al otro espacios de vida independiente. No sé qué problema es ése. Mucho más problemático sería lo contrario, en mi opinión.
– Ya -asentí, forzado a fingir lentitud-. De modo que su relación era buena, aunque no convivieran todo el tiempo.
– Razonablemente buena, sí -dijo Altavella, desafiante-. Nos entendíamos, habíamos aprendido a soportarnos casi todas las miserias, y a no hacerle soportar al otro las que no podía tragar. Si un matrimonio sobrevive ocho años, y más entre personas como Neus y yo, es que los dos miembros del equipo han negociado con la habilidad suficiente los términos para seguir adelante sin estorbarse más de la cuenta.
No era la descripción más romántica de la convivencia conyugal, pero tenía cierta consistencia, y al margen de que la compartiera o no, probaba que Altavella conservaba un cerebro en buen uso.
Ahora me tocaba dar el paso de veras comprometido, el que nadie con algo de juicio habría sentido el menor deseo de acometer. Tomé aire y me lancé sin vacilar, que es como conviene hacer estas cosas.
– Le pregunto todo esto porque parece que anoche su mujer estaba con otra persona. No sabemos si por voluntad propia o no.
Altavella me aguantó la mirada. Inspiró hondo.
– Y qué quiere que le diga -repuso-. Yo estaba en Gerona, trabajando. Ignoro si ella se había citado aquí con alguien. Es posible que sí. Desde luego no habría sido la primera vez. Yo no era su dueño.
Admití que el escritor acababa de demostrarnos algo que muchos de su gremio nunca consiguen: sabía ahorrar palabras. Dicho aquello, me quedaba muy poco con lo que justificar seguir reteniéndole.
– Está bien, señor Altavella. Habrá otras muchas cosas que tendremos que preguntarle, pero pueden esperar, soy consciente de que ya hemos abusado bastante de su paciencia. Sólo como formalidad finaclass="underline" ¿le consta que alguien pudiera desear la muerte de su esposa?
Gabriel Altavella dejó escapar una risa amarga.
– Mi mujer era una periodista de televisión -explicó-. Supongo que eso la hacía acreedora al odio de unos cuantos tarados. Yo mismo los he sufrido, sólo por haber alcanzado alguna notoriedad haciendo algo tan socialmente marginal como escribir literatura. Aparte de eso, no tengo ni puta idea de por qué nadie podía querer dañarla. Era una persona maravillosa, la más maravillosa que he conocido nunca.
Horas después, mientras conducía hacia el hostal donde íbamos a dormir, pensé que Chamorro no andaba descaminada en su diagnóstico sobre los sentimientos de Gabriel Altavella. A su manera, que acaso no fuera la de los demás mortales, en aquellas palabras, y en la voz que las había pronunciado, se dejaba intuir un testimonio de amor.