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– ¿Cuál?

– El de esperanza. Viene a decir, quizá lo estoy deformando algo, que la esperanza es el motor básico de las personas. Y que su ética personal, que le permite la infidelidad y la hipocresía, le prohíbe socavar la esperanza ajena. Su meta es alimentar y nunca destruir la esperanza de las mujeres con las que se relaciona. En tanto lo consigue, soporta su infelicidad y su trastorno. Pero en fin -me sentí de pronto fuera de lugar-, no sé por qué le cuento todo esto. Me parece que es hora de que me vaya, antes de que se me escapen más inconveniencias.

– No, no crea que lo son -dijo, indulgente-, aunque si me paro a meditar sobre lo que dice me temo que debo sospechar que me está diagnosticando una neurosis. También buscaré ese libro. Sólo hay una cuestión que me intriga, si puedo ser yo ahora un poco cotilla.

– Usted dirá.

– ¿Qué le lleva a leer esos libros, y a recordarlos tan bien? Si no le entendí mal, reniega usted de su carrera de Psicología.

Era perspicaz, Altavella. Traté de desviar el disparo.

– La psicología como campo de conocimiento me parece apasionante. De lo que reniego es de la seudociencia que suele ocultarse bajo ese nombre, y de quienes contrabandean ideología, la que sea, llamando anormales a quienes simplemente no ven la vida como ellos o proponiendo pautas que son morales y no científicas. La moral es cuestión de cada uno, a mi entender, y un catedrático de Harvard no tiene más entidad a esos efectos que un pescadero o una barrendera.

– No me refería a nada de eso. Y usted lo sabe.

Analicé la situación. Hablando de moral, allí tenía un dilema de esa índole. ¿Era lícito eludir, tratándole como un idiota, a un hombre que se había sincerado conmigo y había respetado mi inteligencia?

– El libro de Broch me lo recomendó un amigo de la carrera que siguió con el negocio de la Psicología -respondí-. Y le hice caso y lo leí, y lo recuerdo tan bien, como usted dice, por razones personales. Tampoco es ningún secreto de estado. Hace años me apunté la proeza de arruinar un buen matrimonio, con una estupenda mujer. Desde entonces, me cuesta sentirme con derecho para comprometer a otra.

No sé por qué llegué tan lejos. Acaso fue por culpa del vino. Lo que sí sé es que Altavella no esperaba tanto. Me miró con simpatía.

– Ahora veo que usted nos entiende -concluyó-. Me alegra, de veras, que todo esto haya estado en sus manos, y no en las de otro.

– Por mis manos sólo ha pasado el trabajo policial -aclaré-. Lo otro es cosa suya, de ustedes dos, y crea que como tal lo respeto.

– Gracias. Pero no se sienta abrumado por conocer la parte oscura. Neus y yo también fuimos muy felices. No imagina cuánto.

Me impresionó advertir cómo las lágrimas le anegaron entonces la mirada. Pero Altavella era un hombre ducho en las cosas grandes y pequeñas de la vida. No se precipitó a enjugarse los ojos. Continuó así, quieto, hasta que la leve brisa que había empezado a soplar se los secó. Seguro que no era la primera vez que recurría a ese truco.

Esa tarde todavía me dio tiempo a hacer una tontería más. En el recuerdo he tratado de achacarla igualmente al vino compartido con Altavella en su terraza, pero puede que ésa sea una de las chapuceras excusas que uno busca para relevarse de la culpa por aquello que en el fondo sabe inexorable conforme a su naturaleza. Localicé la cafetería sin esfuerzo. Tantas veces había ido allí, en el año siguiente a que todo saltara en pedazos. Podría haberse dado la coincidencia de que ella tuviera el día libre, pero no fue así. La vi a través de la cristalera. Ahora tendría poco más de treinta años, calculé, y se había vuelto más grave, mucho más medida en todos sus movimientos. Casi no perduraba en ella más que un ligero rastro de la antigua muchacha en la que me había extraviado y encontrado a la vez. De aquella que me había enseñado los versos de Estellés, y su sentido:

El nostre amor es un amor brusc i salvatge, i tením L'enyorança amarga de la terra… *

Estuve allí, en la acera, durante un buen rato, observándola. Había pasado el tiempo suficiente, tal vez, como para que no resultara sólo doloroso y destructivo entrar a hablar con ella, pedirle que me pusiera un café, preguntarle por su vida y contarle lo que de la mía podía decirle. A lo mejor se habría alegrado de verme, como yo, confusamente, me alegraba de verla. Ni siquiera aquella tarde, en que cargaba con la plena conciencia de todo lo que con ella se me había roto para siempre, dejaba la visión de su rostro de arrancarme una sonrisa.

Al final me marché, sin saludarla y sin reaparecer por tanto en su horizonte, donde ya habría otras nubes y otros soles que reclamaban su atención. Duele constatar que algo que ha sido tuyo, o así lo creíste, ya sólo puedes abordarlo como extranjero, y que no hay mejor manera de probarle tu afecto que apartándote hacia la penumbra. Desarma pensar que poco a poco resbalas, así, hacia la penumbra de todo.

Se me ocurrió que llegado a aquel punto, y puesto que el error ya estaba cometido, no había nada mejor que pudiera hacer que ir a buscar a Chamorro para cumplir mi promesa y subirla al Tibidabo. Las páginas amarillas de la memoria hay que alternarlas con hojas azules de futuro, porque como llegó a comprender incluso un sujeto tan desvalido y fúnebre como Hermann Broch, no existe, ni puede inventarse, otra forma de vivir. Traté por tanto de restarle importancia a la caravana de salida de fin de semana que me tocó sufrir antes de llegar a la comandancia, y cuando a las ocho y cuarto vi esperándome ante el pabellón a una Chamorro algo irritada por el retraso, pero luminosa y arreglada para la ocasión, me dije que merecía la pena haber soportado el atasco. Para apaciguarla, improvisé una declaración exculpatoria:

– Perdona, el tráfico, estaba fatal.

– Vale, no importa, ya lo imaginé.

Nos costó mucho menos entrar de nuevo en la ciudad. Tras un rato de serpentear por la estrecha carretera que conducía hasta el Tibidabo, aparcamos cerca de la cumbre, junto al parque de atracciones.

– Aquí está -dije-. Como ves la iglesia es un espantajo, y el parque de atracciones a mí siempre me recuerda esas películas de miedo donde un payaso sádico persigue a los niños para torturarlos y dejar luego sus cadáveres abandonados al pie de la noria. Pero ahí abajo está Barcelona, y es una ciudad que vale la pena mirar. Toda tuya.

– Cómo eres -dijo Chamorro-. Relájate, hombre. Será una horterada, será más original la vista del otro día, pero a mí me apetecía y has tenido el detalle de traerme. ¿Por qué no te olvidas de todas tus manías y disfrutas un poco del panorama, antes de que tengamos que salir de nuevo zumbando para no llegar demasiado tarde a la cena?

– De acuerdo. Lo retiro todo. Esto es precioso y voy a dejar que me fascine por una vez. Sabes por qué se llama Tibidabo, ¿no?

– Pues no.

– Coño, yo creía que eras católica. Por aquello de cuando el demonio tienta a Cristo en el desierto, y desde una atalaya le promete darle todo lo que ve si se pone a su servicio. Tibi dabo: te daré, en latín.

– Ah. Es que yo de latín, poco.

– Así va el mundo, con esa ignorancia de la cultura clásica y de la historia sagrada, incluso entre las chicas formales como tú.

– Ya ves -rió-. Es una vergüenza.

Contemplamos el paisaje. Para mi gusto, aquella vista era demasiado lejana. Se perdían los detalles de la ciudad y de los barrios, que se convertían en una mancha apenas matizada por la cuadrícula de las calles. Pero al anochecer resultaba más aparente. No hay ciudad que no se vea hermosa y limpia de noche, por sucia y ruin que sea de día.

– ¿Puedo decir algo? -preguntó Chamorro.

– Sería la primera vez que te lo impidiera.

– Te he visto un poco raro, desde que llegamos aquí.

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*Nuestro amor es un amor brusco y salvaje, / y sentimos una añoranza amarga de la tierra