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– Soy un poco raro.

– Más de lo habitual.

– Esto ha sido duro. Ha habido que fajarse, para sacarlo adelante.

– Ya lo sé. Estaba allí, te recuerdo.

– Pues eso, sería el cansancio.

Chamorro guardó silencio, como para dejarme reflexionar mejor.

– ¿Está todo bien? -dijo.

– Claro. Más o menos. Como siempre.

– ¿También conmigo?

– Por supuesto. De ti no tengo queja. Todo lo contrario, lo que empiezo a tener es miedo de que asciendas y de no encontrar a nadie tan bueno para reemplazarte. Voy a echarte de menos, cuando te vayas.

– No voy a irme a ninguna parte, de momento.

– Tendrás que buscar tus oportunidades, como todo el mundo.

– Oye, Rubén.

– Dime -la invité, sin tenerlas todas conmigo.

– ¿Qué te pasó aquí? -me soltó, a quemarropa.

Me mantuve con la vista al frente, procurando parecer impertérrito.

– Te lo contaré algún día, Virginia. Pero ese día no va a ser hoy.

Mi compañera asintió, pensativa.

– Como quieras. No es por fisgar. Es porque me preocupo por ti.

– Así lo entiendo. Pero hoy no quiero remover nada. Admira esto y luego vamos a cenar y emborracharnos, que nos lo hemos ganado.

– Me parece buena idea. ¿Quién conducirá de vuelta?

– Tú. Quiero ver cómo lo haces borracha.

– Con prudencia. Igual que estando sobria. ¿Acaso lo dudabas?

– Ni por un momento, Vir. Ni por un momento.

Cuando llegamos al restaurante gallego, que se llamaba O Meu Lar y habían cerrado para nosotros, el resto de la banda ya estaba allí. Con los del equipo, los que se habían sumado de la comandancia (el capitán Cantero, el teniente Vendrell y el subteniente Robles), la cabo primero Jimena, Riudavets y Asensi y cinco más de los suyos, se había juntado allí una mediana y ruidosa multitud. Fue Robles, genio y figura, quien nos vio llegar y se adelantó a darnos la bienvenida:

– Hombre, el gran Ruphert Belalugosi y su bella ayudante Virginia. Ya empezábamos a creer que os lo habíais montado y que debíamos apañarnos sin vosotros. ¿O es que te has perdido por el camino?

– No, no me he perdido, Robles. No esta vez.

– Es que de joven se perdía siempre -explicó-. Un desastre.

– Ya lo superé, gracias a ti.

El subteniente me abrazó efusivamente. Una vaharada de su aliento me reveló que ya llevaba un par de vinos encima. Como poco.

– Ven acá, que estás hecho un monstruo. En semana y media has acabado con la mitad de la delincuencia de la ciudad. Incluyendo a los más peligrosos de todos, los que se camuflan en la pasma.

– No te pases, Robles -le corrigió el capitán Cantero.

– ¿Acaso no es verdad? -dijo, afectando inocencia.

Me senté en la barra junto al subteniente y le señalé la copa.

– ¿Qué es ese tintorro que bebes?

– Qué tintorro. Rioja, reserva.

– Pídele a tu amigo el jefe de esto que me ponga otra, anda.

Apenas tuve la copa en la mano, le propuse un brindis:

– Por las cagadas compartidas.

– Bueno -se encogió de hombros-, si no se te ocurre nada mejor…

– Creo que es lo que toca -y añadí, bajando la voz-: Al final fui.

– ¿Y qué? -preguntó, con los ojos encendidos.

– Y nada. La vi y ni siquiera entré. Estaba guapa. Parecía irle bien.

– Mejor así. Acuérdate de aquello de las estatuas de sal.

– Con todo, Robles, cuando miro para atrás veo que he tenido suerte. Que hemos tenido suerte, tú y yo. Podríamos estar como…

– Calla, gilipollas. Pues claro que tenemos suerte. Y lo que hay que hacer es aprovecharla. Por todos los que no la tienen.

– Estamos de acuerdo.

– Enhorabuena -dijo-. Y la cabeza alta, siempre, que puedes llevarla.

Comimos y bebimos más de lo que aconsejaba el sentido común. Incluso Riudavets se dejó llevar y acabó pidiéndole a Tena que cantara El novio de la muerte, cosa que la guardia, bastante cargada también, hizo a voz en grito. Al borde de las lágrimas atacó ese pasaje que dice:

Y al regar con su sangre la tierra ardiente,murmuró el legionario con voz doliente…

No sé por qué, en ese preciso instante me acordé de Neus. Su muerte no había tenido nada que ver con la que recreaba la canción, y la rancia épica guerrera que inspiraba la letra le era tan ajena como a mí. Pero me conmovió sentir cómo palpitaba la fe, una fe que yo no podría nunca profesar, en el canto de aquella muchacha arrebatada por el vino. Al final, discurrí entonces, lo único sabio es creerse algo y entregarle el corazón. Ni siquiera importa que tenga mucho sentido, porque nadie sabe para qué estamos aquí. Eso fue lo que Neus perdió, y con ello se le vino abajo el sueño y acabó siendo menos que el peón que había sido, como todos, en la casilla de salida. Así fue como conoció, y no pudo resistir, la soledad inmensa y definitiva de la reina sin espejo.

Getafe-Valverde del Hierro – Barcelona,

1 de septiembre de 2004-27 de julio de 2005.

Île de Ré, agosto de 2005.

AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, a mis lectores de guardia: Carlos Soto, Juan José Silva, Manuel Silva, Laure Merle D'Aubigné y mi compañera de tantas fatigas, Mª Ángeles. También a mis no menos generosos y no menos lúcidos lectores editoriales, Joaquim Palau, Lydia Díaz, Pilar Lucas y Malcolm Otero, que aparte de leer y defender como siempre mis libros esta vez me asesoraron sobre el uso de la lengua catalana.

A Ana Arvizu debo agradecerle, además de su lectura, su disponibilidad para hacerme de chofer y desafiar al volante cualquier obstáculo en una intrépida expedición al cementerio de Collserola.

Vaya también mi gratitud para Carles Quílez, María Antonia de Miquel, José Luis Sánchez, Mercedes Abad, Alvaro Ardévol y Hernán Migoya, atentos anfitriones barceloneses a quienes importuné durante mis viajes a la ciudad en la preparación de esta novela, y que, cada uno por su lado y desde su sensibilidad particular, me aportaron elementos valiosos para escribirla. Igualmente agradezco a Carlos Creuheras y a Jesús Badenes las facilidades proporcionadas a estos efectos. Cuento por otra parte entre mis apoyos sobre el terreno a Elena Ramos, con quien compartí una inolvidable excursión al Tibidabo en su noble y esforzado vehículo. Tendría que consignar además, y especialmente, los nombres de otras personas, guardias civiles, policías y mossos d'esquadra que me ilustraron sobre la compleja realidad policial catalana. Omito mencionarlos por razones de discreción y sigilo, y porque me enseñaron que la confianza que los demás depositan en uno hay que esforzarse por honrarla siempre. Reciba pues anónimamente cada uno de ellos mi reconocimiento, ya que ellos saben quiénes son. Incluyo aquí, con la misma cautela, a mis amigos guardias y policías de Madrid que se dejan molestar con regularidad por este moscón empeñado en aprender pormenores de su oficio. Afortunadamente la amistad ya nos excusa de mayores ceremonias y protocolos.

Marga Guillén se avino a darme pistas útiles sobre actuaciones procesales a distancia en el marco de la jurisdicción penal y me regaló de propina su amabilidad y alguna jugosa anécdota personal reciclada como anécdota de personajes en la novela. Catalina Iliescu Gheorghiu me proporcionó una ayuda irremplazable con el rumano y me prestó su hermoso y eufónico nombre para que se lo adjudicara a un personaje desdichado, lo que seguramente tiene un doble mérito.

Por último, mi gratitud para los muchos lectores de Bevilacqua y Chamorro que con su insistencia y cariño fueron decisivos para que llegara a cometer esta cuarta novela de la pareja, y en especial a aquellos que comparecen regularmente en el foro de Internet creado por Rubén Lamas (cito su nombre en representación de todos para no olvidarme a nadie). Pido al lector defraudado, en todo caso, que no los juzgue responsables. La culpa de los errores es toda mía.