—Conque no quieres irte… Pues ya lo ves, yo te digo que te irás en seguida.
El otro sacudió la cabeza con una negativa, pero con gran asombro por mi parte, retrocedió un paso. Y entonces volvió a mí la idea de lo que era Sonzogno. Y tuve miedo, no por mí sino por Astarita, que lo provocaba con tan ingenua intrepidez. Sentí la misma angustia que, siendo niña, despertaba en mi ánimo en el circo la presencia de un pequeño domador que, con un látigo, hostigaba a un enorme león de dientes amenazadores. Hubiera querido gritar que aquel hombre era un asesino, un monstruo. Pero no tuve fuerza para hablar. Astarita repitió:
—Bien, ¿quieres irte? ¿Sí o no?
Sonzogno volvió a negar con la cabeza y dio otro paso atrás. Astarita avanzó. Estaban frente a frente, los dos de una altura casi igual.
—¿Quién eres? —preguntó Astarita sin dejar de sonreír socarronamente—. Tu nombre… y pronto. Tampoco contestó Sonzogno.
—No quieres decirlo, ¿eh? —repitió Astarita con un tono casi voluptuoso, como si el silencio de Sonzogno le produjera placer—. No quieres decirlo, ni quieres irte, ¿no es así?
Esperó un momento y después levantó la mano y abofeteó a Sonzogno dos veces, primero en una mejilla y luego en la otra. Yo me llevé un puño a la boca y lo mordí. «Ahora lo mata» —pensé cerrando los ojos. Pero oí la voz de Astarita, que decía:
—Y ahora, desfila… ¡Rápido!
Cuando abrí otra vez los ojos vi que Astarita empujaba a Sonzogno hacia la puerta agarrándolo por la solapa. Sonzogno tenía las mejillas aún enrojecidas por las bofetadas, pero no parecía rebelarse. Se dejaba conducir, como si estuviera pensando en otra cosa. Astarita lo echó fuera de la estancia y después oí un portazo en la escalera y Astarita reapareció en el umbral.
—Pero ¿quién era? —preguntó quitándose maquinalmente la pelusa de la solapa del gabán y dirigiéndose una mirada como si temiera haber descompuesto su elegancia con aquel violento esfuerzo.
—Nunca he sabido su apellido… Sólo sé que se llama Carlo —mentí.
—Carlo —repitió con una risita y moviendo la cabeza.
Después vino a mi lado. Me había puesto al pie de la ventana y miraba a través de los cristales. Astarita me pasó un brazo por la cintura y me preguntó con una voz y una expresión ya cambiadas:
—¿Cómo te encuentras?
—Estoy bien —respondí sin mirarlo.
Él me miraba con fijeza y me ciñó a su cuerpo, con fuerza, sin decir nada. Lo rechacé con dulzura y añadí:
—Has sido muy amable conmigo. Te he llamado para pedirte otro favor.
—Vamos a ver —dijo.
No apartaba sus ojos de mí y no parecía escucharme.
—Aquel joven a quien interrogaste…
—¡Ah, sí! —repuso con una mueca—. Siempre el mismo… No es que haya sido un héroe…
Tuve curiosidad de saber la verdad sobre el interrogatorio de Mino.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Es que tuvo miedo? Astarita contestó moviendo la cabeza:
—Ignoro si tuvo miedo o si no lo tuvo, pero a la primera pregunta lo dijo todo… Si hubiera negado, no hubiese podido hacerle nada porque no había pruebas.
Pensé que todo había ocurrido como decía Mino. Una especie de ausencia repentina, como un hundimiento sin razón alguna, sin que se lo pidieran ni provocaran.
—Bueno —dije—, supongo que cuanto os dijo lo tendréis escrito… Yo querría que hicieras desaparecer todo lo que hayáis escrito.
Sonrió.
—Te manda él, ¿eh?
—No, soy yo —repliqué. Y juré con solemnidad:
—Que me muera ahora mismo si no es verdad.
—Todos querrían que desapareciesen los interrogatorios —dijo Astarita—. Los archivos de la Policía son su mala conciencia. Desaparecido el papel, desaparecido el remordimiento. Me acordé de Mino y contesté:
—Ojalá fuera verdad, pero esta vez temo que te equivoques. Me atrajo otra vez hacia él, mi vientre contra el suyo, y me preguntó turbado y balbuciente:
—¿Y tú qué me das a cambio?
—Nada —contesté con sencillez—. Esta vez, realmente nada.
—¿Y si yo me negara?
—Me causarías un gran dolor, porque quiero a ese hombre… y todo lo que le pasa a él es como si me pasara a mí.
—Pero me habías dicho que serías buena conmigo.
—Te lo dije, pero he cambiado de idea.
—¿Por qué?
—Pues… porque sí.
Me apretó de nuevo contra sí y tartamudeando con rapidez y hablándome al oído empezó a suplicarme que, por lo menos por última vez, complaciera su desesperado deseo. No puedo decir lo que me dijo porque, mezcladas con las súplicas, profería enormidades que no sabría escribir, de las que suelen decirse a las mujeres como yo y las que éstas dicen a sus amantes. Las enumeraba con no sé qué meticulosa y abundante precisión, pero sin la alegría desvergonzada que habitualmente acompaña a tales desahogos. Al contrario, lo hacía con una complacencia sombría, como un obsesionado.
He visto una vez a un loco homicida en el manicomio describir al enfermero las torturas a que lo someterían el día que cayera en sus manos, con el mismo tono, nada fanfarrón, escrupuloso y serio, con el que Astarita me susurraba sus obscenidades. En realidad, era su amor lo que me describía de aquel modo, un amor al mismo tiempo lujurioso y tétrico, que a otros hubiera podido parecer simple libido y que yo, en cambio, sabía profundo, completo y, en cierta manera, puro como cualquier otro. Como siempre, me causaba sobre todo compasión, porque en el fondo de aquellas enormidades sentía su soledad y su absoluta incapacidad para salir de ella. Dejé que se desahogara y después dije:
—No quería decírtelo, pero tú me obligas… Haz lo que creas conveniente, pero yo no puedo ser ya la de antes porque estoy encinta.
No pareció asombrarse; ni siquiera se desvió un segundo de su idea fija:
—Bien, ¿y eso qué tiene que ver?
Le había revelado mi estado más que nada para consolarlo de mi negativa. Pero mientras hablaba me di cuenta de que decía realmente lo que estaba pensando y que mis palabras procedían del corazón:
—Cuando me conociste quería casarme… y no fue culpa mía no poder hacerlo.
Seguía rodeándome la cintura con el brazo, pero ahora lo hacía con más flojedad. Esta vez se apartó del todo de mí y dijo:
—¡Maldito sea el día que te encontré!
—¿Por qué? Me has amado.
Escupió a un lado y repitió:
—¡Maldito sea el día que te encontré y maldito el día que nací!
No gritaba ni parecía expresar ningún sentimiento violento. Hablaba con calma y convicción.
—Tu amigo no tiene nada que temer. No se ha transcrito ningún interrogatorio ni se han tenido en cuenta sus informaciones… En los documentos sigue apareciendo nada más como un político peligroso… Adiós, Adriana.
Me había quedado junto a la ventana y le devolví el saludo mirándolo mientras se alejaba. Cogió el sombrero de encima de la mesa y salió sin volverse.
Inmediatamente se abrió la puerta que daba a la cocina y apareció Mino con el revólver en la mano. Lo miré atónita, vacía, sin decir nada.
—Estaba decidido a matar a Astarita —dijo sonriendo—. ¿Crees que me importaba de verdad que mi interrogatorio desapareciera?
—¿Y por qué no lo has hecho? —pregunté.
Mino movió la cabeza:
—Ha maldecido el día en que nació… Dejémosle maldecir unos años más.
Me daba cuenta de que había algo que me angustiaba, pero por muchos esfuerzos que hiciese, no lograba ver qué era.
—De todos modos —dije—, he obtenido lo que quería… En los documentos no aparece nada.