Piensa alguna vez en mí. Un abrazo de tu Mino.
P.D. El nombre de mi amigo abogado es Francesco Lauro. Su dirección: calle Cola di Rienzo, 3.
Leída la carta, me eché en cama, oculté mi cabeza entre sábanas y lloré a más no poder. No puedo decir cuánto tiempo lloré. Cada vez que me parecía acabar, una amarga y violenta herida, un desgarrón, se producía en mi pecho y estallaba en nuevos sollozos. No gritaba, aunque tenía ganas, porque temía llamar la atención de mi madre. Lloraba en silencio y sentía que era la última vez que lloraría en mi vida. Lloraba a Mino, a mí misma, a todo mi pasado y todo mi porvenir.
Por fin, sin dejar de llorar, me levanté, y aturdida, mareada, con los ojos nublados por las lágrimas, me vestí apresuradamente. Me lavé los ojos con agua fría, me maquillé lo mejor que pude la cara roja e hinchada y salí a escondidas, sin avisar a mi madre.
Corrí a la comisaría del barrio y pedí ser recibida inmediatamente por el comisario. Escuchó mi historia y dijo con aire escéptico:
—Realmente, no tenemos ninguna noticia… Verás como lo ha pensado mejor.
Yo deseaba que tuviera razón. Pero al mismo tiempo, no sé por qué razón, sentí una gran irritación contra él.
—Usted habla así porque no lo conoce —dije con aspereza—. Cree que todos son como usted.
—Pero, en resumen —dijo—, ¿lo quieres vivo o muerto? —¡Quiero que viva! —grité—. Quiero que viva, pero tengo miedo a que haya muerto…
Pensó un momento y por fin dijo:
—Cálmate… Cuando escribió esa carta tal vez quería matarse de veras, pero después puede haberse arrepentido… Es humano… A todos puede sucedemos.
—Sí, es humano —balbucí sin saber qué estaba diciendo.
—De todos modos, vuelve esta tarde —concluyó—. Esta tarde podré decirte algo más.
Desde la comisaría fui a una iglesia. Era la misma iglesia en la que me habían bautizado y donde había recibido la confirmación y la primera comunión. Una iglesia muy antigua, larga y desnuda, con dos hileras de columnas de piedra tosca y un pavimento de lajas grises lleno de polvo. Pero al otro lado de las columnas, en la oscuridad de las naves laterales, se abrían unas capillas muy ricas y doradas, semejantes a grutas profundas llenas de tesoros. Una de aquellas capillas estaba dedicada a la Virgen. Me arrodillé en aquella oscuridad, sobre el suelo, ante la barandilla de bronce que cerraba la capilla. La Virgen estaba pintada en un gran cuadro oscuro, detrás de muchos jarrones llenos de flores. Tenía al niño en brazos, y a los pies, arrodillado y con las manos juntas, un santo con hábito de fraile en adoración. Me incliné hasta el suelo y golpeé con fuerza la frente en las lajas del pavimento.
Besando muchas veces la piedra, hice una cruz en el polvo e invoqué a la Virgen e hice de todo corazón un voto. Prometí no dejar que ningún hombre se me acercara jamás, ni siquiera Mino. El amor era la única cosa en el mundo que me importaba y me gustaba y creí que por la salvación de Mino no podía hacer mayor sacrificio. Después, aún inclinada y con la frente en el suelo, recé sin palabras y sin pensamientos, sólo con el ímpetu del corazón, y estuve rezando un largo rato. Y cuando me levanté tuve una especie de deslumbramiento, como si la tupida sombra que llenaba la capilla se quebrara de pronto, y entraba una repentina claridad que daba sobre la Virgen que me miraba con dulzura y bondad, pero me pareció que con la cabeza hacía una seña negativa, como diciéndome que no aceptaba mi oración. Fue cosa de un segundo. Después me encontré de pie junto a la barandilla al lado del altar. Más muerta que viva me santigüé y volví a casa.
Pasé el resto del día contando los minutos. Y al atardecer volví a la comisaría. El comisario me miró de un modo especial. Sentí que iba a desvanecerme y dije con un hilo de voz:
—Entonces, es verdad… Se ha matado.
El comisario cogió una fotografía de su mesa y me la tendió diciéndome:
—Un hombre no identificado se ha dado muerte en un hotel próximo a la estación… Mira a ver si es él.
Cogí la fotografía y lo reconocí inmediatamente. Lo habían fotografiado del pecho a la cabeza, al parecer echado en una cama. Desde la sien, en la que se había disparado el tiro, unos hilos de sangre negra le atravesaban la cara. Pero bajo la sangre el rostro tenía una expresión serena, como nunca se la había visto mientras vivía.
Dije con voz apagada que efectivamente era él y me levanté. El comisario quería hablar aún, quizá para consolarme, pero no le hice caso y salí sin volverme.
Volví a casa y esta vez me arrojé en brazos de mi madre, pero sin llorar. Sabía que estaba asombrada y no entendía nada, pero seguía siendo la única persona a la que podía confiarme. Se lo conté todo, el suicidio de Mino, nuestro amor y que estaba encinta. Pero no le dije que Sonzogno era el padre de mi hijo. También le hablé de mi voto y le aseguré que deseaba cambiar de vida y que volvería a hacer camisas junto con ella o iría a servir a alguna casa. Mi madre, después de haber intentado consolarme con una serie de frases estúpidas pero sinceras, dijo que no debía precipitar las cosas. Ahora había que ver qué iba a hacer la familia.
—Eso es algo que corresponde a mi hijo —contesté—, no a mí.
La mañana siguiente, inesperadamente, se presentaron los dos amigos de Mino, Tullio y Tommaso. También ellos habían recibido una carta de Mino en la que, después de anunciarles que pensaba matarse, les advertía lo que él llamaba su traición y les ponía en guardia contra sus consecuencias.
—No temáis —dije con aspereza—. Si tenéis miedo, podéis estar tranquilos… No os ocurrirá nada en absoluto.
Y les conté lo de Astarita y cómo éste, el único que sabía todo aquello, había muerto y que el interrogatorio no constaba por escrito y que ellos no habían sido denunciados. Me pareció que Tommaso estaba sinceramente apenado por la muerte de Mino, pero que el otro aún no había reaccionado del susto. Al cabo de un rato, Tullio dijo:
—Pero nos ha dejado en un buen lío. ¿Quién podrá en lo sucesivo fiarse de la Policía? Nunca se sabe… Ha sido una verdadera traición.
Y se frotó las manos, acabando como de costumbre en una risa descompuesta, como si la cosa fuera verdaderamente cómica.
Me levanté indignada y dije:
—¡Qué traición ni qué tonterías! Se ha matado… ¿Qué más queréis? Ninguno de vosotros habría tenido valor para hacer lo mismo… Y además os digo que no tenéis ningún mérito si no habéis traicionado, porque sois dos desgraciados, dos miserables, dos muertos de hambre, que nunca habéis tenido un céntimo, y las vuestras son unas familias de desgraciados, de pobretones, de miserables y si las cosas os van bien tendréis finalmente lo que no habéis tenido nunca y viviréis bien vosotros y vuestras familias… Pero él era rico, había nacido en una familia rica, era un señor, y si hacía lo que hacía era porque creía en ello y no porque esperara nada. Él tenía mucho que perder, al contrario de vosotros que podéis ganarlo todo. Deberíais avergonzaros de venir a hablarme de traición…
El pequeño Tullio abrió su enorme boca como para contestarme, pero el otro, que me había comprendido, lo detuvo con un gesto y me dijo:
—Usted tiene razón… Esté tranquila… Yo al menos pensaré siempre bien de Mino.
Parecía conmovido y sentí simpatía por él porque se veía que había querido de veras a Mino. Después me saludaron y se fueron.
Al quedarme sola, me sentí casi aliviada en mi dolor por todo lo que había dicho a aquellos dos individuos. Pensé en Mino y pensé en mi hijo. Pensé que iba a nacer de un asesino y una prostituta, pero a todos los hombres les puede suceder matar y a todas las mujeres darse por dinero, y lo que más importaba era que naciera bien y se criase sano y fuerte. Y decidí que si era varón lo llamaría Giacomo en recuerdo de Mino. Pero si era una hembra la llamaría Letizia porque quería que, a diferencia de mí, tuviese una vida alegre y feliz y estaba segura de que, con la ayuda de la familia de Mino, la tendría.