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—¿Qué te pasa? —me preguntó Gino sentándose a mi lado y cogiéndome una mano.

—Nada —contesté—. Estaba mirando a una pareja que conozco bien.

—¿Quién? —preguntó, extrañado.

—Aquélla —le contesté señalando el espejo en el que me veía sentada en la cama, al lado de él.

Realmente parecíamos los dos, yo más que él, una pareja de salvajes hirsutos que, por casualidad, había entrado en una casa civilizada.

Esta vez comprendió la sensación de desaliento, de envidia y de celos que me angustiaba y dijo abrazándome:

—Ea, no te mires en ese espejo.

Temía por el éxito de sus planes y no se daba cuenta de que nada podía serle más propicio que aquel sentimiento mío de humillación. Nos besamos y el beso me devolvió valor porque sentía que, en fin de cuentas, amaba y era amada.

Pero cuando poco después me enseñó el baño, amplio como una sala, blanco y brillante de mayólicas, con la bañera empotrada en la pared y la grifería niquelada, y sobre todo cuando abrió uno de los armarios, dejándome ver dentro, apretados el uno contra el otro hasta no caber más, los vestidos de la dueña de la casa, la envidia y el sentimiento de mi miseria volvieron a adueñarse de mí y a suscitar en mi ánimo una especie de desesperación. Sentí de pronto una gran necesidad de no pensar en esas cosas y por primera vez quise convertirme de veras en la amante de Gino, en parte para olvidar mi condición y en parte para darme la ilusión, contra el sentimiento de esclavitud que me oprimía, de ser también libre y capaz de obrar. No podía vestir bien, ni poseer una casa como aquélla, pero por lo menos podía hacer el amor como los ricos y quizá mejor que ellos. Pregunté a Gino:

—¿Por qué me enseñas todos esos vestidos? ¿Qué me importan a mí?

—Creí que sentirías curiosidad —contestó, desconcertado.

—No siento ninguna curiosidad —dije—. Son bonitos, es verdad, pero no he venido aquí a ver vestidos.

Vi cómo sus ojos se encendían al oír mis palabras y añadí distraídamente:

—Prefiero que me enseñes tu habitación.

—Está en el sótano —dijo con vivacidad—. ¿Quieres que vayamos?

Lo miré un momento en silencio y después le pregunté con una franqueza nueva que me disgustó:

—¿Por qué haces el tonto conmigo?

—Pero yo… —empezó, turbado y sorprendido.

—Sabes mejor que yo que si hemos venido aquí no ha sido para visitar la casa o admirar los vestidos de tu ama, sino para ir a tu habitación y hacer el amor… Bien, pues vamos cuanto antes y no se hable más.

Así, en un instante, por la simple razón de haber visto aquella casa, había dejado de ser la muchacha tímida e ingenua que había entrado allí unos minutos antes. Esto me asombraba y a duras penas me reconocía. Salimos de la habitación y comenzamos a bajar la escalera. Gino me rodeaba la cintura con un brazo y a cada peldaño nos besábamos. Creo que jamás se bajó una escalera tan despacio. En la planta baja, Gino abrió una puerta disimulada en la pared y sin dejar de besarme y de ceñirme la cintura, me llevó al sótano. Había anochecido y el sótano estaba oscuro. Sin encender luces, por un corredor en sombras, unidas nuestras bocas en un beso, llegamos a la habitación de Gino. Abrió, entramos, oí que cerraba la puerta. Estuvimos en la oscuridad un buen rato de pie, besándonos. El beso no acababa nunca. Cuando yo quería interrumpirlo, él empezaba de nuevo, y si iba a interrumpirlo Gino, lo reanudaba yo. Después él me llevó hacia el lecho y caí en él boca arriba.

Gino me repetía en el oído afanosamente dulces palabras y frases persuasivas, con la clara intención de aturdirme para que no me diera cuenta de que, entre tanto, sus manos procuraban desnudarme, pero no había necesidad de todo aquello, en primer lugar porque había decidido darme a él y después porqué ahora odiaba aquellos pobres vestidos que antes me gustaban tanto y ansiaba liberarme de ellos. Pensaba que desnuda sería tanto o más bella que la dueña de Gino y que todas las mujeres ricas del mundo. Además, hacía meses que mi cuerpo esperaba aquel momento y, a pesar de mí misma, lo sentía estremecerse de impaciencia y de anhelos reprimidos como una bestia hambrienta y atada a la que, por fin, al cabo de largo ayuno, se la desata y se le ofrece comida.

Por todo esto, el acto del amor me pareció natural del todo y al placer físico no se le unió la sensación de estar cometiendo una acción insólita. Al contrario, como a veces ocurre con algunos paisajes que nos parece haberlos visto ya cuando en realidad es la primera vez que se ofrecen a nuestra mirada, me pareció estar haciendo cosas que ya había hecho, no sabía cuándo ni dónde, tal vez en otra vida. Todo ello no me impidió amar a Gino con pasión y con furor, besándolo, mordiéndolo, apretándolo entre mis brazos hasta casi sofocarlo. También él parecía poseído por la misma furia. Así, durante un tiempo que me pareció muy largo, en aquella habitación oscura, enterrada bajo dos pisos de una casa vacía y silenciosa, nos abrazamos violentamente, hurgándonos de mil maneras las carnes como dos enemigos que luchan por la vida y tratan de hacerse el mayor daño posible.

Pero cuando nuestros deseos se hubieron saciado y quedamos tendidos el uno junto al otro, lánguidos y extenuados, sentí un miedo enorme de que Gino, ahora que me había poseído, ya no quisiera casarse conmigo. Entonces me puse a hablar de la casa en la que viviríamos después de nuestro matrimonio.

La villa de la dueña de Gino me había impresionado mucho, y ahora estaba convencida de que no podía haber felicidad si no era entre cosas bonitas y limpias. Me daba cuenta de que nunca llegaríamos a estar en condiciones de poseer, no ya una casa como aquélla, sino ni siquiera una habitación de una casa así, pero me esforzaba con obstinación por superar esa dificultad explicándole que aun en una casa pobre podía haber algo semejante a las ricas si estaba verdaderamente limpia como un espejo. Después del lujo, y tal vez más que el mismo lujo, la limpieza de la villa había despertado en mi mente un verdadero hormiguero de reflexiones. Intentaba convencer a Gino de que la limpieza podía hacer parecer bella hasta una cosa fea, pero, en realidad, desesperada por la idea de mi pobreza y consciente al mismo tiempo de que el matrimonio con Gino era el único medio de que disponía para salir de ella, quería sobre todo convencerme a mí misma.

—Aunque sólo sean dos habitaciones, si están limpias, con los suelos fregados cada día —explicaba—, los muebles sin polvo, los metales brillantes y todo en orden, los platos donde deben estar, los trapos donde deben guardarse, los paños en su sitio y los zapatos en el suyo, puede ser una casa bonita… Se trata sobre todo de barrer bien y fregar los suelos y quitar el polvo a las cosas cada día… No debes juzgar por la casa en que ahora vivimos mi madre y yo porque mi madre es desordenada y nunca le queda tiempo, pero nuestra casa será un espejo, te lo prometo.