—Sí, sí —dijo Gino—, la limpieza ante todo… ¿Sabes qué hace la señora cuando encuentra un granito de polvo en un rincón? Llama a la doncella, la obliga a arrodillarse y se lo hace coger con los dedos, como se hace con los perros cuando se hacen sus necesidades… Y tiene razón.
—Yo —afirmé— estoy segura de que mi casa estará más limpia y ordenada que ésta… Ya lo verás.
—Pero tú seguirás haciendo de modelo —dijo Gino burlonamente—, y no te ocuparás de la casa.
—¡Qué modelo ni qué…! —repliqué con vivacidad—. No volveré a hacer de modelo. Estaré en casa todo el día, te la tendré limpia y ordenada y me ocuparé de la cocina… Mi madre dice que eso significa hacer de criada, pero cuando se quiere a alguien, también hacer de criada es un placer.
Así estuvimos charlando mucho tiempo. Poco a poco sentí que mis temores se desvanecían y dejaban lugar a la habitual e infatuada confianza. ¿Cómo iba a dudar? Gino, no sólo aprobaba mis proyectos, sino que hasta los discutía en sus detalles, los perfeccionaba, les añadía algo de su propia cosecha. Como creo haber dicho ya, debía ser relativamente sincero. Era un mentiroso que acababa por creer en sus propias mentiras.
Después de haber charlado quizás un par de horas, me adormecí dulcemente y creo que también Gino se durmió. Nos despertó un rayo de luna que, entrando por el ventanuco del sótano, iluminaba el lecho y nuestros cuerpos tendidos en él. Gino dijo que debía de ser muy tarde, y en realidad el despertador que había en la mesilla señalaba algo más de medianoche.
—¡Lo que va a hacerme mi madre ahora! —dije saltando de la cama y empezando a vestirme a la luz de la luna.
—¿Por qué?
—Es la primera vez en mi vida que vuelvo a casa tan tarde. De noche, nunca salgo sola.
—Puedes decirle —propuso Gino levantándose también— que hemos dado un paseo en coche y que hemos tenido que detenernos en el campo por una avería en el motor.
—No me creerá.
Salimos apresuradamente de la villa y Gino me acompañó en el coche hasta mi casa. Yo estaba segura de que mi madre no creería la historia de que se había estropeado el motor, pero no imaginaba que su intuición llegara a adivinar exactamente lo que había ocurrido entre Gino y yo. Llevaba conmigo las llaves del portal y de la puerta del piso. Entré, subí corriendo la escalera y abrí la puerta. Esperaba que mi madre se hubiera acostado ya, y me confirmó esta esperanza ver que todo estaba a oscuras. De puntillas, sin encender luces, me dispuse a ir a mi cuarto cuando alguien me cogió por el pelo con una violencia terrible. En la sombra, mi madre, pues era ella, me arrastró, a la habitación grande, me echó sobre el diván y, en el más profundo silencio, empezó a golpearme con el puño cerrado. Yo intentaba protegerme con el brazo, pero mi madre, como si lo estuviera viendo a la luz del día, hallaba siempre el modo de descargar algún puñetazo por debajo, en plena cara. Por último se cansó y sentí que se sentaba a mi lado en el diván, jadeando con fuerza. Después, se levantó, fue a encender la luz central y se puso delante de mí, con las manos en las caderas, mirándome fijamente. Bajo aquella mirada, me sentí llena de embarazo y de vergüenza y traté de arreglarme el vestido y acabar con el desorden en que me había dejado aquella especie de lucha. Ella dijo con su voz normaclass="underline"
—Apuesto cualquier cosa a que tú y Gino habéis hecho el amor.
Hubiera querido decirle que sí, que era verdad, pero temía que me golpeara otra vez. Y más que el dolor, me asustaba, ahora que había luz, la exactitud de sus golpes. Me repugnaba ir por ahí con un ojo hinchado; y, sobre todo, que Gino me viera así.
—No, no hemos hecho el amor —contesté—. Se ha estropeado el coche en el campo y nos hemos retrasado.
—Pues yo sigo diciendo que habéis hecho el amor.
—No, no es verdad.
—Sí es verdad. Ve a mirarte en el espejo… Estás verde.
—Será que estoy cansada… pero no hemos hecho el amor.
—Sí lo habéis hecho.
—No, no lo hemos hecho.
Lo que me asombraba y me preocupaba vagamente era que no se transparentase ninguna irritación en aquella insistencia suya, sino más bien una curiosidad muy fuerte y nada ociosa que yo no hacía más que intuir. En otras palabras, mi madre quería saber si me había entregado a Gino, no para castigarme o reprocharme, sino porque por algún motivo suyo particular, tenía deseos de saberlo. Pero era demasiado tarde, y aunque estaba segura de que no volvería a pegarme, seguí negando obstinadamente. Entonces, de pronto, se acercó a mí y trató de cogerme por un brazo. Levanté la mano como para protegerme, pero ella dijo:
—No te toco, no tengas miedo…, pero ven conmigo.
Yo no comprendía a dónde quería llevarme, pero obedecí, asustada. Sin dejar de tenerme cogida por el brazo, mi madre me hizo salir del piso, bajamos la escalera y salimos juntas a la calle. A aquella hora, estaba desierta y en seguida me di cuenta de que mi madre caminaba junto a la acera hacia la lucecita roja de la farmacia nocturna, donde estaba el puesto de socorro. En el umbral de la farmacia, intenté resistir por última vez, pero ella me dio un tirón y entré, cayendo casi de rodillas. En la farmacia no estaban más que el farmacéutico y un médico joven. Mi madre dijo al médico:
—Ésta es mi hija… Quiero que la examine.
El médico nos hizo pasar a la trastienda donde estaba la camilla del puesto de socorro y preguntó a mi madre:
—Ahora dígame qué tiene… ¿Por qué he de examinarla?
—Ha hecho el amor con el novio esta puerca, y me asegura que no es verdad —gritó mi madre—. Quiero que la vea y me diga la verdad.
El médico, que empezaba a divertirse, se mordió el bigote sonriendo y dijo:
—Pero esto no es un diagnóstico, sino un peritaje.
—Llámelo como le parezca —contestó mi madre sin dejar de gritar—, pero yo quiero que la examine. ¿No es usted médico? ¿No está obligado a examinar a la gente que se lo pide?
—Calma, calma… ¿Cómo te llamas? —me preguntó el médico.
—Adriana —contesté.
Sentía vergüenza, pero no mucha. Al fin y al cabo, las escenas de mi madre y mi dulzura eran conocidas en todo el barrio.
—Y aunque lo hubiera hecho —insistió el médico, que parecía darse cuenta de mi embarazo y procuraba evitarme el examen—, ¿qué de malo habría en ello? Después se casarán y todo acabará bien.
—Usted ocúpese de sus asuntos.
—Calma, calma —repitió el médico con gracia. Y después, volviéndose a mí:
—Ya ves que tu madre lo desea de veras, desnúdate… Es un momento y después te vas. Hice de tripas corazón y dije:
—Está bien, sí, he hecho el amor… Vámonos a casa, mamá.
—¡Oh, no, querida! —replicó ella, autoritaria—. Tú debes hacerte examinar.
Resignada, dejé caer la falda al suelo y me eché boca arriba en la camilla. El médico me examinó y dijo a mi madre:
—Tenía usted razón, lo ha hecho. ¿Está contenta ahora?
—¿Qué le debo? —preguntó mi madre buscando en el bolsillo. Entre tanto, yo saltaba de la camilla y volvía a vestirme. Pero el médico rechazó el dinero y me dijo:
—¿Quieres a tu novio?
—Naturalmente —respondí.
—¿Y cuándo os casáis?
—No se casarán nunca —gritó mi madre. Pero yo afirmé tranquilamente:
—Pronto… Cuando tengamos los papeles. Debía de haber en mis ojos tanta y tan ingenua confianza que el médico sonrió con afecto, me dio un cachetito en la mejilla y nos empujó suavemente hacia la calle.