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Yo esperaba que al llegar a casa mi madre me cubriera de insultos y tal vez volviera a pegarme. Pero en cambio, sin decir palabra, encendió el gas, a aquella hora tan tardía, y empezó a prepararme una cena. Puso en el fuego una cacerola y después fue a la habitación grande, quitó de la mesa las cosas que la cubrían y dispuso los cubiertos para mí. Yo estaba sentada en el diván donde poco antes me había arrastrado por el pelo y la miraba en silencio. Me sentía bastante desconcertada, porque no sólo no me hacía ningún reproche, sino que dejaba ver en su semblante no sé qué mal reprimida satisfacción.

Cuando hubo terminado de preparar la mesa, volvió a la cocina y al cabo de un rato vino con la cacerola:

—Ahora come.

A decir verdad, tenía mucha hambre. Me levanté y fui a ocupar, un poco embarazada, la silla que mi madre me ofrecía. En la cacerola de barro había un pedazo de carne y dos huevos, una cena insólita.

—Pero esto es mucho —dije.

—Come, te hará bien… Necesitas comer —repuso.

Realmente era extraordinario su buen humor, tal vez un poco maligno, pero nada hostil. Al cabo de un rato añadió, casi sin acrimonia:

—Gino no ha pensado en darte de comer, ¿eh?

—Nos dormimos —contesté—. Y después ya era demasiado tarde.

Ella no dijo nada y quedó de pie mirándome mientras yo comía. Siempre lo hacía así: me servía y me miraba mientras yo comía. Luego, ella se iba a comer a la cocina. Nunca comía conmigo, desde hacía ya mucho tiempo, y cada vez comía menos: lo que yo dejaba o cosas diferentes pero de menor calidad. Yo era para ella como un objeto precioso y delicado que debe ser tratado con toda clase de consideraciones, el único que se posee, y esa actitud servil y teñida de admiración, hacía tiempo que ya no me extrañaba. Pero esta vez, su serenidad, su alegría me causaban una incómoda inquietud. Al cabo de un rato dije:

—Estás enfadada conmigo porque hemos hecho el amor, pero él ha prometido casarse conmigo… Nos casaremos en seguida.

Ella contestó inmediatamente:

—No estoy enfadada contigo. Al principio estaba furiosa porque te había esperado mucho tiempo durante toda la noche y llegaste a preocuparme. Pero no pienses más en eso y come.

Su tono evasivo y falsamente apaciguador, semejante al que se adopta con los niños cuando no se quiere contestar a sus preguntas, aumentó mis sospechas. Insistí:

—¿Por qué? ¿No crees que se casará conmigo?

—Sí, sí, lo creo, pero ahora come.

—No, tú no lo crees.

—Lo creo, no temas… Come.

—No como más —declaré exasperada— si antes no me dices la verdad… ¿Por qué pones esa cara tan alegre?

—No pongo ninguna cara alegre.

Cogió la cacerola de barro vacía y se la llevó a la cocina. Esperé que volviera y le dije de nuevo:

—¿Estás contenta?

Me miró un momento en silencio y después contestó con una seriedad amenazadora:

—Sí, estoy contenta.

—¿Y por qué?

—Porque ahora estoy segura de que Gino no se casará contigo y te dejará plantada.

—No es verdad. Ha dicho que se casará conmigo.

—No, no se casará. Ahora ya ha obtenido lo que quería… No se casará y te dejará plantada.

—Pero, ¿por qué no va casarse? Tiene que haber una razón.

—No se casará y te dejará. Se divertirá contigo y ni siquiera te dará nunca un alfiler porque es un pobre muerto de hambre, y te abandonará.

—¿Y estás contenta por eso?

—Naturalmente, porque ahora estoy verdaderamente segura de que no os casaréis.

—¿Y qué te importa? —exclamé furiosa y dolorida.

—Si hubiera querido casarse contigo, no habría hecho el amor —dijo de pronto—. Yo fui novia de tu padre dos años y hasta unos meses antes de casarnos no había hecho más que darme algún beso, pero éste se divertirá contigo y un día te dejará plantada, ya lo verás… y estoy contenta de que te deje, porque si se casara contigo estarías arruinada.

Yo no podía dejar de reconocer para mis adentros que algunas de las cosas que decía eran verdad y se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Ya lo sé —dije—. Tú no quieres que tenga una familia… Lo que quieres es que me haga de la vida como Angelina.

Angelina era una muchacha del barrio que después de dos o tres noviazgos se había dedicado abiertamente a la prostitución.

—Lo que quiero es que estés bien —repuso astutamente.

Y, recogidos los platos, los llevó a la cocina para limpiarlos.

Cuando estuve sola reflexioné un buen rato sobre las palabras de mi madre. Las comparaba con las promesas y la conducta de Gino y me parecía imposible que ella tuviera razón. Pero me desconcertaba su seguridad, su calma, su tono desenfadado y casi profético. Mientras tanto, mi madre lavaba los platos en la cocina. Después oí cómo iba poniéndolos en la alacena y pasaba a su habitación. Al cabo de un rato, cansada y humillada, apagué la luz y me reuní con ella en la cama.

El día siguiente me pregunté si tendría que contar a Gino las dudas de mi madre y después de muchas vacilaciones, decidí no hacerlo. En realidad, ahora tenía tanto miedo de que Gino me abandonara, como insinuaba mi madre, que temía sugerirle ese propósito si le contaba lo que decía mi madre. Descubría por primera vez que al entregarse a un hombre, una mujer se pone en sus manos y ya no dispone de ningún medio para obligarle a actuar según su voluntad. Pero seguía convencida de que Gino mantendría sus promesas, y su actitud, cuando volví a verlo, me confirmó en esta convicción.

Desde luego, esperaba muchas premuras y caricias, pero temía que se callara en cuanto a lo del matrimonio, o, por lo menos, que hablara de ello en una forma bastante vaga. En cambio, cuando el coche se detuvo en el sitio de siempre, Gino me dijo que había fijado ya la fecha de nuestra boda para cinco meses después, ni un día más. Mi alegría fue tan grande que, atribuyéndome las ideas de mi madre, no pude por menos de exclamar:

—¿Sabes qué había pensado, tonta de mí? Pues que después de lo ocurrido ayer me abandonarías.

—¿Es que me habías tomado por un puerco? —dijo con cara ofendida.

—No, pero sé que muchos hombres lo hacen.

—¿Sabes que podría ofenderme por tu suposición? —añadió, sin dar importancia a mis palabras—. ¿Qué idea tienes de mí? ¿Eso es todo lo que me quieres?

—Te quiero —repuse ingenuamente—, pero temía que tú no me quisieras tanto.

—¿Acaso te he dado motivos para pensar que no te quiero?

—No, pero nunca se sabe.

—Mira —dijo de pronto—, me has puesto de tan mal humor que ahora mismo te acompaño al estudio.

E hizo el gesto de poner en marcha el automóvil.

Asustada, le eché los brazos al cuello, suplicándole.

—No, por favor. ¿Qué te pasa? Lo he dicho sin pensar… No lo tomes en serio.

—Ciertas cosas cuando se dicen es que se piensan… y si se piensan quiere decir que no se ama.

—Pero yo te amo.

—Pues yo no —dijo con sarcasmo—. Yo, como tú dices, no he pensado más que en divertirme contigo y después dejarte plantada. Lo extraño es que hayas tardado tanto en darte cuenta.

—Pero, Gino, ¿por qué me hablas de ese modo? —grité, estallando en lágrimas—. ¿Qué te he hecho?

—Nada —contestó poniendo en marcha el coche—, pero ahora te acompaño al estudio.

El coche empezó a correr con Gino serio y duro al volante, y yo me entregué a un gran llanto, viendo los árboles y los hitos de la carretera desfilar ante la ventanilla y el perfil de las primeras casas de la ciudad aparecer en el horizonte, más allá de los campos. Pensé que mi madre se alegraría al enterarse de nuestra pelea y saber que Gino me abandonaba, como ella me había predicho, y en un impulso de desesperación abrí la portezuela y grité: