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Con todo, la idea del matrimonio se imponía a todo lo demás. Para ganar dinero ayudaba más de lo posible a mi madre y a menudo me quedaba trabajando con ella hasta bien entrada la noche. De día, cuando no posaba en algún estudio, iba de paseo con Gino; íbamos de tiendas para elegir muebles y ropa para el ajuar. Tenía poco dinero y por esto precisamente mi elección era más cuidadosa y detallada. Pedía que me enseñaran incluso las cosas que sabía que no podía adquirir; las examinaba un buen rato, discutiendo su valor y pidiendo rebajas, y después, mostrándome insatisfecha o prometiendo volver, me iba sin comprar nada. No me daba cuenta del todo, pero aquellas agradables visitas a las tiendas, aquella búsqueda afanosa de cosas que me estaban vedadas, me llevaban a pesar mío a reconocer la verdad de la afirmación de mi madre de que sin dinero no hay felicidad.

Después de la visita a la villa era la segunda vez que echaba una mirada sobre el paraíso de la riqueza y, sintiéndome excluida de él sin culpa mía, no podía menos de experimentar cierta amargura y turbación. Pero intentaba olvidar la injusticia con el amor, tal como había hecho ya en la villa. Aquel amor que era mi único lujo que me permitía sentirme igual a tantas otras mujeres más ricas y afortunadas que yo.

Por último, después de muchas discusiones y búsquedas, decidí hacer mis compras, realmente bastante modestas, y compré a plazos, porque el dinero no me llegaba, una alcoba completa, de estilo moderno: cama de matrimonio, cómoda con espejo, mesitas, sillas y armario. Todo bastante ordinario, barato y de factura bastante tosca, pero es increíble la pasión que inmediatamente sentí por mis pobres muebles. Había hecho encalar las paredes de la habitación, barnizar puertas y ventanas y cepillar el pavimento, de manera que nuestra habitación era una especie de isla de limpieza en el sucio mar de la casa.

El día en que llegaron los muebles fue uno de los más felices de mi vida. Sentía una especie de incredulidad a la idea de poseer una alcoba como aquélla, limpia, ordenada, clara, que olía a cal y barniz, y a aquella incredulidad se mezclaba una complacencia que parecía interminable. A veces, cuando estaba segura de que mi madre no me veía, iba a la habitación, me sentaba en el desnudo somier y permanecía allí horas enteras, mirándolo todo. Quieta como una estatua, contemplaba mis muebles, como no creyendo en su existencia o temiendo que de un momento a otro desaparecieran dejando la estancia vacía. O me levantaba y con un paño limpiaba amorosamente el polvo y reanimaba la brillantez de la madera. Creo que, de haberme dejado llevar por mis sentimientos, hasta los hubiera besado.

La ventana, sin visillos, se abría sobre un patio sucio al que daban otras casas bajas y largas como la nuestra. Parecía el patio de un hospital o de una cárcel, pero yo, extasiada, ya no lo veía así, y me sentía feliz como si la ventana diera a un hermoso jardín lleno de árboles. Me imaginaba nuestra vida —yo y Gino— allí dentro, cómo íbamos a dormir, cómo nos amaríamos. Me complacía ya en los demás objetos que iría comprando cuando pudiera hacerlo: aquí un florero, allí una lámpara; un poco más lejos un cenicero o cualquier otra cosa. Mi único disgusto era no poder hacerme un cuarto de baño, si no semejante al que había visto en la villa, blanco y resplandeciente de mayólicas y grifos, por lo menos uno nuevo y limpio. Pero estaba decidida a tener mi habitación ordenadísima y limpia a más no poder. De mi visita a la villa había sacado la convicción de que el lujo empieza, precisamente, por el orden y la limpieza.

CAPÍTULO IV

Por aquel entonces seguía posando en los estudios de pintores y trabé amistad con una modelo llamada Gisella. Era una muchacha alta y de buen tipo, de piel muy blanca, el cabello negro y crespo, los ojos azules, pequeños y hundidos y una gran boca roja. Su carácter era muy diferente del mío, resentido, hiriente, altivo y al mismo tiempo práctico e interesado; tal vez era esta diversidad precisamente lo que nos unía. Para mí, su único oficio era el de modelo, pero vestía mucho mejor que yo y no ocultaba que recibía regalos y dinero de un hombre al que presentaba como su novio. Recuerdo que aquel invierno llevaba a menudo un chaquetón negro con cuello y mangas de astracán, que yo le envidiaba bastante. El novio de Gisella se llamaba Ricardo y era un joven corpulento y grueso, bien nutrido, plácido, con una cara lisa como un huevo, que entonces hasta me parecía un hombre guapo. Siempre iba brillante, engominado, y vestido con ropa nueva. Su padre tenía una tienda de corbatas y ropa interior de caballero. Era simple hasta la estupidez, bonachón, alegre y quizás hasta bueno. Él y Gisella eran amantes y no creo que hubiera entre ellos, como entre Gino y yo, una promesa de matrimonio. De todos modos, la intención de Gisella era casarse, aunque sin muchas esperanzas. En cuanto a Ricardo, estoy convencida de que la idea de casarse con Gisella ni siquiera se le había ocurrido. Gisella, que era muy estúpida pero mucho más experta que yo, estaba empeñada en protegerme y enseñarme. En una palabra, sobre la vida y la felicidad profesaba las mismas ideas que mi madre. Sólo que en mi madre estas ideas alcanzaban una expresión amarga y polémica, ya que eran fruto de decepciones y privaciones, y en cambio en Gisella las mismas ideas derivaban de una mente obtusa e iban acompañadas de una tozuda suficiencia.

En cierto sentido, mi madre se detenía en el enunciado de esas ideas, como si le importara más la afirmación de unos principios que su aplicación, pero Gisella, que siempre había pensado de aquel modo y ni siquiera sospechaba que se pudiera pensar de otra manera, se maravillaba de que no me comportase como ella, y sólo cuando, a pesar mío, dejé entrever que no la aprobaba, cambió su extrañeza en despecho y celos. De pronto descubrió que yo, no sólo no aceptaba su protección y sus enseñanzas, sino que, cuando se me ocurriera, podría condenarla desde lo alto de mis desinteresadas y afectuosas aspiraciones. Y entonces tuvo el propósito, quizá no del todo consciente, de enajenar mi juicio haciéndome semejante a ella lo más pronto posible.

Por el momento, empezó a repetirme que yo era una tonta puesto que me empeñaba en mantenerme virgen. Decía que daban lástima mi vida de sacrificios y mi pobre modo de vestir y añadía que, cuando yo quisiera, con sólo mi belleza podría cambiar totalmente mi situación. A mí me avergonzaba que creyera que no había conocido a ningún hombre, y tanto me insistió en sus reproches que por fin le confié un buen día mis relaciones íntimas con Gino. Claro que añadí que éramos novios y pensábamos casarnos pronto. En seguida me preguntó qué hacía Gino y cuando le dije que era chofer, torció la nariz en un gesto de desagrado. Pero me pidió que se lo presentara.

Gisella era mi mejor amiga y Gino mi prometido. Hoy puedo juzgarlos con frialdad, pero entonces mi ceguera acerca de sus caracteres era completa. Ya he dicho que a Gino lo consideraba perfecto y en cuanto a Gisella, he de confesar que notaba sus defectos, pero en compensación le atribuía un gran corazón y un enorme afecto hacia mí, ya que creía que su solicitud por mi suerte no procedía del despecho de saberme inocente y del afán de corromperme, sino de una bondad equivocada y excesiva. No sin temor preparé el encuentro de los dos, pero en mi ingenuidad me hubiera gustado que se hicieran amigos.