El encuentro ocurrió en una lechería. Gisella mantuvo un silencio sostenido y hostil. Me pareció entender que Gino hubiera deseado, en principio, atraerse a Gisella, y como de costumbre empezó a hablar de la villa y a ponderar la riqueza de sus amos, como si con tales descripciones esperara deslumbrarla y ocultar la modestia de su propia condición. Pero Gisella no cedió y siguió en su hostilidad inicial. Después, ya no recuerdo a propósito de qué, comentó:
—Tiene usted suerte por haber encontrado a Adriana.
—¿Por qué? —preguntó extrañado Gino.
—Porque, en general, los chóferes se lían con las criadas.
Vi que Gino cambiaba de color, pero no era de los que se dejan sorprender así como así.
—Desde luego, es verdad —dijo lentamente bajando el tono de voz como quien piensa por primera vez en un hecho evidente en el que hasta entonces no ha reparado—. Realmente, el chofer que había antes que yo se casó con la cocinera… Naturalmente, debía haber hecho lo mismo… Los chóferes se casan con las criadas y las criadas con los chóferes… Vaya, vaya, ¿cómo no lo habré pensado antes? Hubiera preferido que Adriana hubiese sido una fregona y no modelo. Y levantando una mano como adelantándose a una objeción de Gisella, prosiguió:
—¡Oh! No por el oficio en sí mismo, aunque si he de decir la verdad eso de desnudarse delante de los hombres no acaba de convencerme, sino, sobre todo porque en ese oficio se adquieren ciertas amistades que ya, ya…
Movió la cabeza y torció la boca. Después, ofreciendo el paquete de cigarros:
—¿Fuma?
Gisella no supo qué contestar y se limitó a rechazar el cigarrillo. Después, miró el reloj y anunció:
—Debemos irnos, Adriana. Es tarde.
Y así era. Saludamos a Gino y salimos de la lechería. En la calle, Gisella me dijo:
—Vas a hacer una gran tontería. La verdad, yo no me casaría nunca.
—¿No te ha gustado? —pregunté ansiosa.
—Nada… Me dijiste que era alto y casi es más bajo que tú, y tiene unos ojos falsos que nunca te miran a la cara. Además, no es nada natural y habla de un modo rebuscado, que se nota a una legua que no dice lo que siente… Y al fin y al cabo, después de tanta fanfarronería resulta que no es más que chofer.
—Pero le amo —objeté.
Gisella respondió con calma:
—De acuerdo. Pero él no te ama y verás cómo un día te dejará plantada.
Me impresionó su vaticinio, tan seguro y tan parecido a los de mi madre… Hoy puedo decir que, aparte la malevolencia, Gisella había comprendido el carácter de Gino en aquel breve espacio de tiempo mucho mejor que yo en tantos meses. Por su parte, Gino expresó acerca de Gisella un juicio igualmente malévolo, pero que más tarde he tenido que reconocer exacto, al menos en parte.
En realidad, ante mis ojos tendía un velo no sólo mi inexperiencia, sino también el hecho de que quisiera a los dos, hasta tal punto es cierto que quien piensa mal casi siempre acierta.
—Tu Gisella —me dijo— es lo que en mi pueblo se llamaría una buena mujer.
Me mostré extrañada. Y él explicó:
—Una mujer de la calle. Tiene el carácter y las maneras de ésas… Es soberbia porque viste bien, pero ¿cómo se ha ganado esos vestidos?
—Se los da su novio.
—Serán sus novios, uno por noche… Ahora escucha, o ella o yo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que hagas lo que te parezca, pero que si piensas seguir yendo con ella, tienes que renunciar a verme a mí. O ella o yo.
Traté de disuadirlo, pero no lo conseguí. Era verdad que le había ofendido la actitud desdeñosa de Gisella, pero en su indignada antipatía debía de haber también la misma fidelidad a su papel de prometido que la que hubiera debido sugerirle contribuir a los gastos para los preparativos de nuestra boda. Como de costumbre, era perfecto en la expresión de sentimientos que no experimentaba.
—Mi novia no debe tener amistad con mujerzuelas —repetía inflexiblemente.
Por último y por el temor de siempre de ver convertirse en humo nuestra boda, le prometí que no volvería a ver a Gisella, aunque sabía que no podría mantener la promesa, ya que ella y yo posábamos a la misma hora y en el mismo estudio.
Desde aquel día seguí viéndola sin que Gino lo supiera. Cuando nos encontrábamos, ni una sola vez dejó de aprovechar cualquier ocasión para aludir con desprecio y con ironía a mi noviazgo. Había cometido la ingenuidad de hacerle muchas confidencias sobre mis relaciones con Gino y ella se servía de estas confidencias para herirme y mostrarme con colores irrisorios mi vida de entonces y la de mi porvenir. Su amigo Ricardo, que no parecía establecer diferencia alguna entre Gisella y yo y a las dos nos consideraba como muchachas fáciles e indignas de respeto, se prestaba de buena gana a ese juego de Gisella y remachaba sus bromas y punzadas, pero bondadosa y obtusamente porque, como ya he dicho, no era ni inteligente ni malo. Para él, mí noviazgo sólo era tema de conversación burlona, algo así como para matar el tiempo. Pero Gisella, a la que mi virtud parecía un constante reproche y quería hacerme como ella para que yo no tuviera nunca derecho a reprocharla, ponía en ello mucha acrimonia y empeño buscando todos los medios de mortificarme y humillarme.
Me atacaba sobre todo por mi lado débiclass="underline" los vestidos. Solía decirme:
—Hoy me da vergüenza pasear contigo.
O también:
—Ricardo no me permitiría salir con ciertas cosas encima… ¿Verdad, Ricardo?
—El bien, querida, se ve en estas cosas.
Yo tenía la ingenuidad de tragarme aquellos anzuelos tan descarados. Me apasionaba, defendía a Gino, defendía, aunque con menos convicción, mis vestidos, y acababa siempre por llevarme la peor parte, roja y con los ojos bañados en lágrimas.
Un día, Ricardo, movido a compasión, dijo:
—Hoy quiero regalarle algo a Adriana… Vamos, Adriana, quiero regalarte un bolso.
Pero Gisella se opuso con violencia:
—No, no, nada de regalos… Ella ya tiene a su Gino. Pues que le haga él los regalos.
Ricardo, que había hecho su propuesta por pura bonachonería, pero sin imaginar cuánto placer me hubiera proporcionado su regalo, renunció inmediatamente, y yo, por despecho, aquella misma tarde me fui a comprar con mis propios ahorros el bolso. El día siguiente me presenté a los dos con el bolso debajo del brazo y les dije que era un regalo de Gino. Ésta fue mi única victoria en aquella miserable guerrilla. Y me costó cara, porque era un bonito bolso que me costó bastante dinero.
Cuando Gisella creyó que a fuerza de ironías, de mortificaciones y discursos me había ablandado bastante y que ya debía de estar madura, me llamó y me dijo que tenía que hacerme una proposición.
—Pero déjame hablar hasta que te lo diga todo —añadió—. No te hagas la intransigente, como de costumbre, antes de saberlo todo.
—Bien, dime —contesté.
—Ya sabes que te estimo mucho —comenzó Gisella—. Digamos que para mí eres como una hermana… Con tu belleza podrías tener lo que quisieras… Me disgusta tanto verte ir de un lado para otro con esos cuatro trapos que pareces una harapienta… Pues óyeme.
Se interrumpió y me miró con solemnidad:
—Hay un señor muy fino, muy distinguido, muy serio, que te ha visto y siente gran interés por ti. Está casado, pero tiene a la familia en provincias… Es un pez gordo.
Y bajando la voz añadió: