—De la Policía… Si quieres conocerlo, puedo presentártelo. Es persona muy fina, muy seria y con él puedes estar segura de que nadie sabrá nunca… Además, tiene mucho trabajo y lo verás, entre una cosa y otra, dos o tres veces al mes… Él no se opone a que sigas con Gino, si eso te gusta, hasta que te cases… Y en cambio, él se encargará de mejorar tu vida… ¿Qué te parece?
—Me parece —contesté con franqueza— que se lo agradezco mucho, pero no puedo aceptar.
—Pero, ¿por qué? — exclamó Gisella, sinceramente asombrada.
—Porque no… Porque quiero a Gino y si aceptara eso no podría volver a mirarlo a la cara.
—Vaya, mujer… si ya te he dicho que Gino no sabría nada.
—Precisamente por eso.
—¡Y pensar que si a mí me hubiera hecho una proposición semejante hace tiempo…! —dijo Gisella como hablando consigo misma—. ¿Y qué le digo ahora? ¿Que te deje tiempo para pensarlo?
—No, nada de eso. Dile que no acepto.
—Eres una tonta —dijo con desilusión—. A eso se le llama darle una patada a la suerte.
Añadió otras muchas cosas por el estilo a las que respondí siempre de la misma manera y, por fin, se fue muy disgustada.
Yo había rechazado la oferta en un arranque impulsivo, sin meditar demasiado en su valor. Después, cuando estuve sola, experimenté una sensación de pesar. Tal vez Gisella tenía razón y aquél era el único modo de obtener todas las cosas que tan desesperadamente necesitaba. Pero alejé inmediatamente esta idea y me agarré con más fuerza a la del matrimonio y la vida ordenada, aunque pobre, que me prometía. El sacrificio que me parecía haber hecho me obligaba aún más a casarme a toda costa y aún con más empeño que antes.
Pero no supe resistir a una especie de impulso de vanidad y comuniqué a mi madre el ofrecimiento de Gisella. Suponía que iba a proporcionarle una doble satisfacción. Sabía que estaba tan orgullosa de mi belleza y al mismo tiempo tan apegada a sus ideas que aquella oferta habría de lisonjear a la vez su orgullo y confirmar la bondad de sus convicciones. Pero me sorprendió la agitación que suscitó en ella mi relato. Los ojos se le encendieron con una luz ávida y todo el rostro se le enrojeció de complacencia.
—¿Y quién es? —preguntó finalmente.
—Un señor —contesté.
Me daba vergüenza decir que era un policía.
—¿Y te ha dicho que es muy rico?
—Sí… Parece ser que gana mucho dinero.
Mi madre no se atrevía a expresar lo que visiblemente estaba pensando: que había hecho mal rechazando aquella oferta.
—Te ha visto y ha dicho que le interesas… ¿Por qué no dices que te lo presenten?
—¿Y de qué serviría eso si yo no quiero?
—¡Lástima que esté casado!
—Aunque fuese soltero no querría conocerlo.
—Hay muchas maneras de hacer las cosas —dijo mi madre—.
Es un hombre rico y te quiere… Una cosa trae la otra… Podría ayudarte, sin pedirte nada a cambio.
—No —dije—. Esa gente no hace nada por nada.
—¡Quién sabe!
—No, no —repetí.
—No importa —dijo mi madre moviendo la cabeza—. Sin embargo, Gisella es una buena muchacha y te quiere mucho… Otra hubiera estado celosa de ti y no te habría hablado de eso. En cambio, se ha comportado como una verdadera amiga.
Después de mi negativa, Gisella no volvió a hablarme de su distinguido señor, y hasta, con gran sorpresa por mi parte, dejó de zaherirme a propósito de mi noviazgo. Yo seguía viéndome a escondidas con ella y con Ricardo, y más de una vez volví a hablar de ella a Gino, con la ilusión de que se reconciliaran, porque aquellos subterfugios no me gustaban. Pero él ni siquiera me dejaba terminar, renovando sus expresiones de odio y jurando que si llegaba a saber que yo veía a Gisella todo acabaría entre nosotros. Hablaba en serio, y hasta me pareció que no le disgustaría tener ese pretexto para abandonar nuestro proyecto de matrimonio. Conté a mi madre lo de la antipatía de Gino por Gisella y ella comentó, casi sin malicia:
—No quiere que la veas porque teme que te abra los ojos comparando los harapos con que te deja ir por ahí con los vestidos que a Gisella le regala su novio.
—No es eso. Dice que Gisella no es buena.
—El que no es bueno es él… Tal vez si se enterara de que ves a Gisella rompiera contigo.
—Mamá —exclamé muy asustada—, no se te ocurrirá ir a decírselo…
—¡Oh, no! —contestó apresuradamente y como lamentándolo—. Son cosas vuestras y yo no me meto.
—Si se lo dijeras —repuse apasionadamente—, no volverías a verme.
Esto ocurría durante el veranillo de San Martín y los días eran tibios y limpios. Un día, Gisella me dijo que habían decidido hacer una gira en automóvil, ella, Ricardo y un amigo de Ricardo. Se necesitaba otra mujer para hacer compañía a aquel amigo y habían pensado en mí. Acepté con gusto porque entonces, en la angustia en que vivía, estaba siempre al acecho de cualquier diversión que pudiera aliviarme un poco. Dije a Gino que tenía que posar unas horas extraordinarias, y por la mañana, muy temprano, acudí al lugar de la cita, que era al otro lado del Puente Milvio. El coche ya me esperaba y cuando me acerqué ni Gisella ni Ricardo, que estaban sentados delante, se movieron, pero el amigo de Ricardo saltó del coche para venir a mi encuentro. Era un hombre joven de mediana estatura, calvo, de cara amarilla, ojos grandes y negros, nariz aguileña y una boca ancha con los extremos rugosos que parecía sonreír siempre. Vestía con elegancia, pero de una manera completamente distinta a la de Ricardo, seriamente, con una chaqueta de color gris oscuro y el pantalón también gris más claro, el cuello almidonado y una corbata negra con una perla. Su voz era suave y también los ojos me parecieron dulces, pero al mismo tiempo melancólicos, como si miraran con repugnancia. Era muy cortés y hasta ceremonioso. Gisella me lo presentó con el nombre de Stefano Astarita y en seguida comprendí que el señor distinguido cuyas galantes proposiciones ella me había transmitido era aquél. Pero no me disgustó conocerlo, ya que en el fondo aquéllas proposiciones no tenían nada de ofensivo y, por el contrario, me lisonjeaban en cierto modo. Le tendí la mano y él la besó con una devoción extraña, de una intensidad casi dolorosa. Subí al coche, me senté a su lado y partimos.
Casi no hablamos mientras el coche corría entre los campos amarillos por una carretera llena de sol. Estaba contenta de sentarme en un automóvil, contenta con la excursión, con el aire que por la ventanilla me daba en el rostro y no me cansaba de mirar el campo. Tal vez era la segunda o tercera vez en mi vida que hacía una excursión en coche y temía no saborearla lo bastante. Abría mucho los ojos y trataba de observarlo todo: pajares, granjas, árboles, campos, colinas, bosques… Pensaba que pasarían meses, tal vez años, antes de que pudiera dar otro paseo como aquél y que tenía que fijar todos sus detalles en la memoria para conservar un recuerdo preciso para cada vez que quisiera evocarlo. Pero Astarita que, un poco apartado y rígido, se sentaba a mi lado, no parecía mirar otra cosa que a mí. No apartaba un solo instante sus ojos melancólicos y ansiosos de mi cara y de mi cuerpo y verdaderamente su mirada me hacía el efecto de una mano que se fuera posando poco a poco sobre todo mi ser. No voy a decir que esa atención me disgustara; sólo me embarazaba un poco. Lentamente fui sintiendo el deber de ocuparme de él y hablar. Estaba sentado con las manos sobre las rodillas y en una mano tenía la alianza y una sortija con un brillante. Aturdida, comenté:
—¡Qué anillo tan bonito!
Astarita bajó los ojos, miró su anillo sin mover la mano y contestó:
—Era de mi padre… Yo mismo se lo quité del dedo cuando murió.
—¡Oh! —hice como excusándome.