Y señalando la alianza, añadí:
—¿Está usted casado?
—¡Ya lo creo! —contestó con una sombría complacencia—.
Tengo mujer y tengo hijos… Lo tengo todo.
—¿Y es guapa su mujer? —pregunté tímidamente.
—Menos que usted —repuso sin sonreír, con voz muy baja y enfática, como si acabara de enunciar una verdad importante.
Y con la mano del anillo intentó coger mi mano. Lo evité instintivamente y le pregunté al azar:
—¿Y vive usted con ella?
—No —respondió—. Ella está…
Nombró una lejana ciudad de provincias y prosiguió:
—Yo estoy aquí. Vivo solo y espero que usted vendrá un día a visitarme.
Fingí no haber oído estas palabras pronunciadas en un tono trágico y casi convulso y pregunté:
—¿Por qué? ¿No le gusta vivir con su esposa?
—Estamos separados legalmente —explicó haciendo una mueca—. Cuando me casé era un muchacho… Fue mi madre la que arregló lo del matrimonio. Ya sabe usted cómo suceden esas cosas. Una chica de buena familia con una buena dote… Los padres arreglan los matrimonios y después son los hijos los que tienen que casarse… ¿Vivir con mi mujer…? ¿Es que viviría alguien con una mujer así?
Se sacó la cartera del bolsillo, la abrió y me enseñó una fotografía. Vi dos niñas que parecían gemelas, morenas y pálidas, vestidas de blanco. Tras ellas, con las manos posadas en sus hombros, una mujer pequeña, morena, pálida, con los ojos casi juntos como los del búho y la expresión maliciosa. Le devolví la fotografía, él volvió a guardarla en la cartera y dijo con un suspiro:
—No… Yo quisiera vivir con usted.
—Pero usted no me conoce —repuse, desconcertada por aquella actitud obsesiva.
—La conozco muy bien. Hace un mes que la sigo y lo sé todo de usted.
Hablaba distante, respetuoso, pero la intensidad de su sentimiento le hacía casi poner los ojos en blanco.
—Tengo novio —dije.
—Ya me lo ha dicho Gisella —murmuró con voz ahogada—. Pero no hablemos de su novio… ¿Qué importa eso?
Hizo con la mano un gesto torpe y breve, de cuidada negligencia, y siguió mirándome.
—Pues a mí sí me importa —dije.
Me miró y siguió como si tal cosa:
—Usted me gusta…
—Ya lo he notado.
—Me gusta mucho —repitió—. Es posible que no se dé cuenta de todo lo que me gusta.
Realmente hablaba como un loco. Pero me tranquilizaba el que estuviera sentado un poco distante y no intentara cogerme la mano.
—No hay nada malo en que le guste —concedí.
—¿Y yo le gusto?
—No.
—Tengo dinero —dijo con una mueca convulsiva—. Tengo el dinero suficiente para hacerla feliz… Si viene a visitarme no se arrepentirá.
—No necesito su dinero —repuse con calma, casi con cortesía.
Como si me hubiera oído, dijo mirándome:
—Es usted muy bonita.
—Gracias.
—Tiene unos ojos preciosos.
—¿Lo cree usted?
—Sí. Y su boca también es muy bonita… Quisiera besarla.
—¿Por qué me dice eso?
—Y también quisiera besar su cuerpo… todo su cuerpo.
—¿Por qué me habla así? —protesté de nuevo—. No está bien.
Tengo novio y voy a casarme dentro de dos meses.
—Perdóneme —dijo—. Pero necesito decir todas esas cosas… Imagínese qué no hablo con usted.
—¿Falta mucho para llegar a Viterbo? —pregunté para cambiar de tema.
—Estamos llegando. En Viterbo comeremos; prométame que en la mesa se sentará a mi lado.
Me eché a reír porque, al fin y al cabo, aquella pasión tan intensa me lisonjeaba.
—Bien —dije.
—Se sentará a mi lado —continuó—, como ahora… Me conformo con sentir su perfume.
—Pero yo no me he perfumado.
—Yo le regalaré un perfume.
Estábamos ya en Viterbo y el coche aminoraba la marcha. Durante toda la excursión, Gisella y Ricardo, que iban delante de nosotros, habían guardado silencio. Pero cuando nos adentramos por una calle abarrotada de gente, Gisella se volvió y me dijo:
—¿Qué tal vosotros dos? ¿Acaso creéis que no os he visto?
Astarita no dijo nada, pero yo protesté:
—No puedes haber visto nada. No hemos hecho más que hablar.
—¡Vaya, vaya! —dijo ella.
Me sentí profundamente asombrada y un poco irritada también, lo mismo por la actitud de Gisella como porque Astarita no protestara.
—Pero te digo…
—Sí, sí —me interrumpió Gisella—. No tengas miedo, que no le diremos nada a Gino.
Habíamos llegado a la plaza, dejamos el coche y nos pusimos a pasear por entre la gente endomingada por el Corso, a la luz del sol suave y brillante de noviembre. Astarita no me dejaba un instante, cada vez más serio y hasta sombrío, con la cabeza rígida sobre el alto cuello de la camisa, una mano en el bolsillo y la otra caída. Más que seguirme parecía hacerme la guardia. En cambio Gisella reía y bromeaba en voz alta con Ricardo y mucha gente se volvía a mirarnos. Entramos en un café y sin sentarnos tomamos el aperitivo. De pronto, me di cuenta de que Astarita estaba mascullando furioso unas palabras y le pregunté qué le ocurría.
—Ese imbécil que está en la puerta, que no hace más que mirarla —contestó, resentido.
Me volví y vi, efectivamente, un joven rubio y flaco que me miraba en el umbral del establecimiento.
—Me mira… ¿y qué?
—Soy capaz de ir y romperle la cara.
—Si lo hace, no volveré a mirarle ni a hablar con usted —le dije, un poco fastidiada—. No tiene derecho a hacer nada, puesto que no es usted nada mío.
Astarita no dijo nada y se dirigió a la caja a pagar. Salimos del bar y volvimos a pasear por el Corso. El sol, el ruido y el movimiento de la gente, todas aquellas caras sanas y rojas de provincianos, me alegraron. Cuando llegamos a una plazuela apartada, al fondo de una travesía del Corso, dije de pronto:
—Si yo tuviera una casa bonita como aquélla…
Señalé una pequeña y sencilla, de dos pisos, al lado de una iglesia.
—Me gustaría mucho vivir en un sitio así.
—¡Qué horror! —exclamó Gisella—. Vivir en provincias, y por si fuera poco en Viterbo… ¡Ni cubierta de oro!
—Te cansarías pronto, Adriana —dijo Ricardo—. El que está acostumbrado a vivir en una gran capital, no puede vivir en una ciudad de provincias.
—Os equivocáis —les dije—. Yo estaría muy a gusto con un hombre que me quisiera y cuatro habitaciones limpias, una pérgola y cuatro ventanas… No pediría más.
Hablaba con sinceridad porque estaba viéndome con Gino en aquella casita viterbense.
—¿Y usted qué piensa? —le pregunté a Astarita.
—Con usted, desde luego me quedaría —respondió casi entre dientes, procurando que no lo oyeran los otros.
—Tu defecto, Adriana —dijo Gisella— es ser demasiado modesta. En esta vida, quien desea poco no obtiene nada.
—Yo no deseo nada —repliqué.
—Pero casarte con Gino, sí —observó Ricardo.
—¡Ah, eso sí!
Ya era tarde. El Corso iba quedando desierto y entramos en un restaurante. La sala de la planta baja estaba llena mayormente de campesinos llegados a Viterbo para el mercado. Gisella frunció la nariz observando que había un hedor que cortaba la respiración y preguntó al dueño si podíamos comer en el piso superior. El dueño contestó afirmativamente y, precediéndonos por una escalerilla de madera, nos condujo a una habitación larga y estrecha con una sola ventana que daba a un callejón. Abrió las contraventanas y cerró los cristales y después cubrió con un mantel una gran mesa rústica que ocupaba gran parte de la estancia. Recuerdo que las paredes estaban cubiertas con un viejo papel descolorido y roto en diversas partes que aún mostraba un dibujo de flores y de pájaros y que además de la mesa no había más que un pequeño aparador con un armario de vidrio lleno de platos.