Era verdad. Astarita tenía la boca manchada de carmín y aquella mancha escarlata en su rostro amarillo y triste me pareció ridícula.
—¡Ea! —gritó Gisella—. Haced las paces… Tú, quítale el carmín con tu pañuelo. Si no, ¿qué va a pensar el camarero cuando entre?
Tuve que hacer de tripas corazón y con una punta de mi pañuelo, mojado en mi propia saliva, fui quitando el carmín de la cara fúnebre e inmóvil de Astarita. E hice mal en mostrarme blanda otra vez, porque en cuanto volví a guardar el pañuelo, él intentó volver a cogerme por la cintura.
—Déjeme —le dije.
—¡Oh, Adriana! —suplicó.
—Pero, ¿qué te importa? —intervino Gisella—. A él le gusta y a ti no te hace nada… Además, ahora que lo has besado, bien puedes dejarle que lo haga…
Y cedí una vez más. Nos quedamos juntos, él con el brazo alrededor de mi cuerpo y yo rígida y reservada. Entró el camarero con el segundo plato. Mientras comía, aunque Astarita seguía ciñéndome, se me pasó el mal humor. La comida era muy buena y sin notarlo bebí todo el vino que Gisella no cesaba de servirme. Después del segundo plato, siguió la fruta y el dulce. Era un postre excelente y yo no estaba acostumbrada a comerlo así y cuando Astarita me ofreció su parte no tuve el valor de rechazarla y me la comí también. Gisella, que también había bebido mucho, comenzó a hacer mil zalemas a Ricardo, metiéndole en la boca gajos de mandarina y acompañando de un beso cada gajo. Yo me notaba embriagada, pero no en una forma desagradable, sino con mucho placer y el brazo de Astarita ya no me molestaba. Gisella, cada vez más caprichosa y excitada, se levantó y fue a sentarse en las rodillas de Ricardo. No pude menos que reírme al ver a Ricardo dar un fingido grito de dolor, como si Gisella lo hubiera aplastado con su peso. De pronto, Astarita, que hasta entonces había permanecido inmóvil, limitándose a ceñirme la cintura con el brazo empezó a besarme rápidamente en el cuello, en el pecho y en las mejillas. Esta vez no protesté, ante todo, porque estaba demasiado bebida para luchar y después porque era como si aquel hombre estuviera besando a otra persona, hasta tal punto yo no sentía nada con aquellas expansiones y permanecía quieta y rígida como una estatua. En mi embriaguez me parecía estar fuera de mí misma, en algún rincón de la sala, observando con indiferente curiosidad de espectadora la furiosa pasión de Astarita. Pero los demás tomaron esa indiferencia mía por complacencia y Gisella me gritó:
—¡Bravo, Adriana, así se hace!
Hubiera querido contestarle, pero, ignoro por qué, cambié de idea y, tomando mi vaso lleno de vino, lo alcé y exclamé con voz clara y sonora:
—Estoy borracha.
Lo vacié de un trago. Creo que los demás aplaudieron. Astarita dejó de besarme y, mirándome fijamente, me dijo en voz baja:
—Vamos allí.
Me di cuenta de que Gisella y Ricardo habían dejado de reír y hablar y nos miraban. Gisella dijo:
—¡Animo, muévete! ¿Qué esperas?
De pronto, me pareció que la embriaguez se me había pasado. En realidad, estaba embriagada, pero no tanto como para no darme cuenta del peligro que me amenazaba.
—No quiero —dije.
Y me puse de pie.
Astarita también se levantó y cogiéndome por un brazo intentó arrastrarme hacia la puerta. Los otros dos empezaron a incitarlo:
—¡Duro, Astarita!
Astarita me arrastró hasta cerca de la puerta, aunque yo me debatía. Después, de un empujón, me liberé y corrí hacia la puerta que daba a la escalera. Pero Gisella fue más rápida que yo.
—¡No, simpática, no! —gritó.
Se levantó rápidamente de las rodillas de Ricardo y de una carrera llegó antes que yo a la puerta, dio vuelta a la llave y la quitó de la cerradura.
—No quiero —repetí con voz asustada deteniéndome ante la mesa.
—Pero ¿qué te importa? —gritó Ricardo.
—¡Estúpida! —dijo con dureza Gisella empujándome hacia Astarita—. ¡Anda, acaba de una vez! ¡Cuánta tontería!
Comprendí que, a pesar de su testarudez y de su crueldad, Gisella no se daba cuenta de lo que hacía. Aquella especie de trampa que me había tendido debía de parecerle algo alegre y gratamente ingenioso. También me sorprendió la indiferencia y la alegría de Ricardo, a quien sabía bueno e incapaz de cometer una acción que le pareciera malvada.
—¡No quiero! —dije otra vez.
—¡Vaya! —insistió Ricardo—. ¿Qué hay de malo en ello?
Gisella seguía empujándome, solícita y excitada, y diciendo:
—No te creía tan tonta. Entra de una vez… ¿Qué esperas?
Hasta entonces Astarita no había dicho palabra, inmóvil como una piedra junto a la puerta de la alcoba, fijos los ojos en mí. Después vi que abría la boca como para hablar. Lenta, confusamente, como si las palabras tuvieran una consistencia pegajosa y a duras penas se le despegaran de los labios, dijo:
—Ven, o le diré a Gino que has venido con nosotros y que has hecho el amor conmigo.
Comprendí que haría lo que estaba diciendo. Porque si uno puede equivocarse sobre el sentido de unas palabras, no es posible errar acerca del tono de una voz. Desde luego, hablaría con Gino y para mí terminaría todo antes de empezar. Hoy pienso que habría podido rebelarme. Quizá debatiéndome o gritando con violencia le hubiera convencido de la inutilidad del chantaje y de la venganza. Pero también es posible que no hubiera servido de nada porque su deseo era mucho más fuerte que mi repugnancia. Me sentí vencida de una vez y más que en rebelarme pensé en evitar el escándalo con el que me amenazaban. En realidad, había llegado desprevenida a aquel momento, lleno el ánimo de los proyectos para el porvenir, a los que no quería renunciar en modo alguno. Y lo que entonces me sucedió de una manera tan cruda creo que ocurre también de diversos modos a quienes tienen ambiciones por modestas que sean, por las que tarde o temprano tienen que pagar un elevado precio, y sólo los abandonados y quienes han renunciado a todo pueden esperar no verse obligados a pagarlo.
Pero al mismo tiempo que aceptaba mi destino experimenté un dolor consciente y agudo. Y una repentina clarividencia, como si el camino de mi vida, habitualmente tan oscuro y tortuoso, se abriera de pronto ante mis ojos recto y clarísimo, me reveló en un instante todo lo que iba a perder a cambio del silencio de Astarita. Los ojos se me llenaron de lágrimas y, cubriéndome el rostro con un brazo empecé a llorar. Comprendí que no lloraba por rebeldía, sino por una última resignación, y de hecho, aun entre lágrimas, sentí que mis pies me llevaban hacia Astarita. Gisella me conducía del brazo repitiéndome:
—Pero ¿por qué lloras…? Como si fuera la primera vez.
Oí que Ricardo se reía y, sin verlos, sentí los ojos de Astarita fijos en mí mientras iba hacia él lentamente, llorando. Después noté su brazo alrededor de mi cintura y cómo la puerta de la alcoba se cerraba a nuestras espaldas.
No quería ver nada. Todo lo que ocurría era ya demasiado. Así mantuve obstinadamente el brazo sobre los ojos por más que Astarita intentara retirarlo. Supongo que hubiera deseado portarse como cualquier amante en semejantes circunstancias, es decir, doblegándome a sus deseos lentamente y por grados casi insensibles. Pero mi obstinación en mantener el brazo sobre el rostro lo forzó a ser más brutal y rápido de lo que él mismo hubiera querido. Así, tras haberme hecho sentar al borde del lecho y haber intentado inútilmente aplacarme, me derribó sobre la almohada y se echó sobre mí. De la cintura abajo, todo mi cuerpo me pesaba como el plomo y lo sentía inerte. Nunca un abrazo fue soportado con mayor tolerancia y menos participación. Pero dejé de llorar casi de pronto, y cuando él cayó sobre mi pecho jadeando, me quité el brazo con que me cubría los ojos y los abrí en la oscuridad.