Estoy convencida de que Astarita me amaba en aquel momento todo lo que un hombre puede amar a una mujer y, desde luego, más que Gino. Recuerdo que, con un gesto convulso y apasionado, muy suyo, no cesaba de pasarme la mano una y otra vez por la frente y las mejillas mientras todo su cuerpo se estremecía con violencia y murmuraba palabras de amor. Pero mis ojos estaban secos y muy abiertos, y mi cabeza, limpia ya de la embriaguez, estaba poseída por una frialdad lúcida y vertiginosa. Dejaba que Astarita me hablara y me acariciara mientras seguía el hilo de mis pensamientos. Volvía a ver mi propia alcoba, tal como la había arreglado con los muebles nuevos que aún no había acabado de pagar y experimentaba una especie de consuelo amargo y tenaz. Ahora, me decía, nada ni nadie me podría impedir casarme y vivir la vida a que aspiraba. Pero, al mismo tiempo, sentía que mi ánimo había cambiado irremediablemente y que, donde antes había tan frescas e ingenuas esperanzas, había ahora una seguridad nueva y una resolución firme. De una vez para siempre me sentía mucho más fuerte, aunque con una fortaleza triste y exenta de amor.
Por último dije, hablando por primera vez desde que entráramos en la alcoba:
—Será hora de volver con los otros.
Él me preguntó en voz baja:
—¿Estás enfadada conmigo?
—No.
—¿Me odias?
—No.
—Te amo mucho —murmuró.
Y volvió a cubrirme de besos rápidos y furiosos la cara y el cuello. Dejé que se desahogara y repetí:
—Debemos irnos.
—Tienes razón —respondió.
Y apartándose de mí empezó a vestirse en la oscuridad, según me pareció. Yo me arreglé los vestidos como pude, me puse de pie y encendí la lámpara de la cabecera. A la luz amarilla se mostró a mis ojos una habitación tal como la había hecho imaginar el olor a cerrado y a espliego: un techo bajo y vigas blanqueadas, unas paredes cubiertas de papel de Francia y unos muebles viejos y macizos. En un rincón había un lavabo de pie de mármol, con dos palanganas y dos jarras adornadas con flores verdes y rosa y un gran espejo con marco dorado. Fui al lavabo, eché agua en una de las palanganas y con una punta mojada de la toalla me limpié los labios descoloridos por los besos de Astarita y los ojos, todavía colorados por el llanto. El espejo, desde su fondo arañado y herrumbroso, me devolvía mi propia imagen dolorida y por un momento me quedé mirándome, con el alma llena de compasión y de asombro. Después me rehice, ordené mi cabello lo mejor que pude y me volví hacia Astarita. Estaba esperándome junto a la puerta y cuando vio que yo estaba lista la abrió evitando mirarme y volviéndome la espalda. Apagué la luz y lo seguí. Fuimos acogidos festivamente por Gisella y Ricardo, que seguían con el mismo humor alegre y despreocupado con que los habíamos dejado. Antes no habían entendido mi dolor y ahora no comprendieron mi nueva serenidad. Gisella gritó:
—Menudo tipo de inocente eres tú… No querías, no querías, pero al parecer te has conformado pronto y bien… Bueno, si te gustaba, has hecho bien, pero no valía la pena hacer tantas historias.
La miré. Me parecía extrañamente injusto que fuera ella precisamente la que me había empujado a ceder y hasta me había sujetado por los brazos para que Astarita me besara a su gusto. ¡Y ahora me reprochaba mi complacencia! Ricardo, con su grosero sentido común, observó:
—Pero tú no tienes lógica, Gisella… Antes tanto insistir, y ahora casi vas a decirle que ha hecho mal.
—¡Naturalmente! —repuso Gisella con dureza—. Si no quería, ha hecho muy mal… Por ejemplo, si yo no quisiera, ni con toda la fuerza del mundo podrías obligarme tú…
Y mirándome con ojos atentos y disgustados, añadió:
—Pero ella quería. Ya los vi en el coche mientras veníamos. Por eso digo que no debía hacer tantas historias.
Yo seguía callada, admirando la perfección de una crueldad tan despiadada y tan inconsciente al mismo tiempo. Astarita se acercó a mí e intentó torpemente cogerme una mano. Pero lo rechacé y fui a sentarme al extremo de la mesa.
—¡Vaya, Astarita! —gritó Ricardo estallando en una carcajada—. Parece que venís de un funeral.
En realidad, aunque a su manera, Astarita, con su lúgubre y mortificada seriedad, mostraba comprenderme mejor que los otros.
—Siempre jugáis —gruñó.
—Bueno, ¿acaso tendríamos que llorar? —gritó Gisella—. Ahora os toca a vosotros tener paciencia, como antes la tuvimos nosotros… A cada uno un poco. Vamos, Ricardo.
—Pero os aconsejo… —dijo Ricardo levantándose.
Estaba borracho como una cuba y no sabía qué quería aconsejarnos.
—¡Vamos, vamos!
Salieron a su vez del comedor y Astarita y yo nos quedamos solos. Estábamos sentados cada uno a un extremo de la mesa. Un rayo de sol que entraba por la ventana iluminaba brillantemente los platos en desorden y llenos de cáscaras de fruta, los vasos a medio vaciar y los cubiertos sucios. Pero la expresión de Astarita, aunque el sol le diera en la cara, seguía siendo triste y oscura. Había satisfecho su deseo, pero seguía experimentando (y se veía en las miradas que me lanzaba) la misma borrascosa intensidad de los primeros momentos de nuestro encuentro. En aquel instante sentí compasión por él, a pesar del daño que me había hecho. Comprendí que había sido muy desgraciado antes de poseerme y que ahora, aun después de haberme poseído, seguía siendo igualmente desdichado. Antes sufría porque me deseaba, y ahora, porque yo no correspondía a su amor.
Pero la piedad es el peor enemigo del amor. Si lo hubiera odiado, es posible que él hubiese podido esperar que un día llegara a quererlo. Pero no lo odiaba, sino que sentía compasión por él, y me daba cuenta de que nunca me inspiraría más que un sentimiento de frialdad y de repugnancia.
En silencio permanecimos largo rato en aquella estancia llena de sol, esperando el regreso de Gisella y Ricardo. Astarita fumaba sin descanso, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior y, aun fumando, me dirigía, entre las nubes de humo con que rabiosamente se envolvía, las miradas elocuentes de quien quisiera hablar y no se atreve a hacerlo. Me había sentado al lado de la mesa, con las piernas cruzadas, y ponía toda mi mente en un solo deseo: marcharme. No me sentía cansada ni avergonzada; a lo sumo hubiera preferido estar sola para reflexionar a mi gusto acerca de lo ocurrido. En ese gran deseo de marcharme mi cabeza vacía se distraía continuamente en fútiles observaciones: la perla que Astarita llevaba en la corbata, el dibujo del papel de la pared, una mosca que paseaba por el borde de un vaso, una manchita de tomate que, comiendo la pasta asciutto me había hecho en la blusa, y me irritaba contra mí misma por no encontrarme en condiciones de pensar en cosas más serias. Pero esa futilidad me vino bien cuando Astarita, tras un larguísimo silencio, venciendo por fin su timidez, me preguntó con voz sofocada:
—¿En qué piensas?
Reflexioné un momento y contesté con sencillez:
—Tengo una uña rota y estaba preguntándome cuándo y dónde me la habré roto.
Era verdad, pero él puso una cara amarga e incrédula y desde aquel momento pareció renunciar definitivamente a dirigirme la palabra.
Por fin volvieron Gisella y Ricardo, un poco ajetreados, pero tan alegres y despreocupados como antes. Se extrañaron de encontrarnos tan callados y tan serios, pero ya era tarde y a ellos hacer el amor, al revés que a Astarita, les surtía el efecto de un tranquilizante. Gisella se mostró incluso afectuosa conmigo, sin la excitación y la crueldad que había manifestado antes y después del chantaje de Astarita, y a punto estuve de pensar que ese chantaje había sido para ella, aquel día, un condimento nuevo y sensual para sus insípidas relaciones con Ricardo. En la escalera, Gisella me abrazó por la cintura y murmuró: