—¿Por qué pones esa cara? Si estás preocupada por lo de Gino, puedes estar tranquila. Ni yo ni Ricardo hablaremos con nadie.
—Estoy cansada —mentí.
No soy rencorosa, y bastó el brazo de Gisella alrededor de mi cintura para disipar mi resentimiento.
—También yo estoy cansada —repuso—. Me ha dado mucho viento en la cara…
Y al cabo de un rato, deteniéndose en la puerta del restaurante, mientras los dos hombres se adelantaban hacia el coche, murmuro:
—No estarás enfadada conmigo por lo ocurrido…
—Imagínate —contesté—. ¿Qué tienes que ver en todo eso?
Y así, después de haber exprimido de su intriga el jugo de las diversas satisfacciones que se había prometido, quería asegurarse también de que yo no conservaba ningún rencor contra ella. Creí entenderla bien, y precisamente por eso, porque temía que ella comprendiera que la había entendido y se ofendiera, quise disipar sus dudas y mostrarme afectuosa. Volví el rostro hacia ella y le besé una mejilla añadiendo:
—¿Por qué iba a estar enfadada contigo? Tú siempre has pensado que debería dejar a Gino e ir con Astarita.
—Esto es —aprobó con énfasis—. Y sigo pensándolo… pero tengo miedo de que nunca me lo perdones.
Parecía ansiosa, y yo, por un curioso contagio, estaba aún más ansiosa que ella temiendo que adivinara mis verdaderos sentimientos.
—Se ve que no me conoces —repuse con simplicidad—. Ya sé que tú querrías que dejara a Gino, porque me quieres y te disgusta que no vele por mis propios intereses. Y puede ser que tengas razón.
Tranquilizada por esta última mentira, me cogió por el brazo y me dijo en un tono de conversación confidencial y tranquila:
—Tienes que comprenderme. Astarita o cualquier otro, pero no Gino. Si supieras lo que siento ver como una chica tan guapa como tú pierde así el tiempo… Pregúntaselo a Ricardo… No hago más que hablarle de ti todo el día.
Como de costumbre, hablaba sin trabas y yo procuraba asentir a todo lo que decía. Así llegamos al coche. Volvimos a ocupar los mismos sitios de antes y nos pusimos en marcha.
Ninguno de los cuatro habló durante el viaje de regreso. Astarita seguía mirándome, aunque con más mortificación que deseo. Sus miradas ya no me molestaban y no sentía, como por la mañana, el deseo de hablar y de mostrarme cortés con él. Respiraba a gusto el aire que me daba en la cara por la ventanilla abierta y, maquinalmente, controlaba en los hitos de la carretera la distancia que nos separaba de Roma. Pero de pronto sentí que la mano de Astarita rozaba la mía y noté que intentaba dejar en la palma de mi mano algo, como un papel. Asombrada, pensé que, no atreviéndose a hablarme, había recurrido al sistema de las cartas para comunicarse conmigo. Pero, bajando los ojos, vi que era un billete de Banco doblado en cuatro.
Me miraba fijamente, mientras intentaba hacerme cerrar los dedos sobre el billete. Por un momento tuve la idea de arrojárselo a la cara. Pero al mismo tiempo me di cuenta de que habría realizado un acto externo inspirado más por un ánimo de imitación que por un profundo impulso del alma. Me asombró el sentimiento que experimenté en aquel momento y después, siempre que he recibido dinero de los hombres, no he vuelto a experimentarlo con tanta claridad ni tan intensamente. Era un sentimiento de complicidad y de acuerdo sensual como ninguna de sus caricias había logrado inspirarme en la alcoba del restaurante. Un sentimiento, digo, de sujeción inevitable que, de una sola vez, me reveló todo un aspecto de mi carácter que yo ignoraba. Sabía, desde luego, que debía rechazar aquel dinero, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que deseaba aceptarlo. Y no tanto por avidez como por el nuevo placer que el ofrecimiento despertaba en mi alma.
Aun habiendo decidido aceptarlo, insinué el gesto de rechazar el billete, y aun este gesto fue instintivo, sin sombra alguna de cálculo. Astarita insistió, sin dejar de mirarme a los ojos, y entonces pasé el billete de la mano derecha a la izquierda. Me invadía una extraña sensación, sentía su ardor en el rostro y la turbación en la respiración.
Si Astarita hubiera podido adivinar en aquel momento mis sentimientos, habría podido pensar que lo amaba. Pero nada era menos verdadero. Eran sólo el dinero y la forma y el motivo por el que se me daba lo que ocupaba con tanta fuerza mi mente. Sentí cómo Astarita me cogía la mano y se la llevaba a los labios. Dejé que la besara y después la retiré. No volvimos a mirarnos hasta la llegada a Roma.
Una vez en la ciudad nos separamos todos como fugitivos, como si cada uno de nosotros supiera haber cometido un delito y le urgiera sólo ir a esconderse. Y en realidad algo muy semejante a un delito lo habíamos cometido todos aquel día: Ricardo por tontería, Gisella por envidia, Astarita por concupiscencia y yo por inexperiencia. Gisella me citó para el día siguiente, para ir a posar, Ricardo me deseó las buenas noches y Astarita no supo hacer otra cosa que estrechar silenciosamente mi mano, serio y turbado. Me habían acompañado hasta mi casa y, a pesar del cansancio y el remordimiento que sentía, recuerdo que no pude por menos de experimentar una sensación de vanidad complacida cuando bajé de aquel hermoso automóvil ante mi portal, bajo las miradas de la familia del ferroviario, nuestros vecinos, que nos observaban desde la ventana.
Fui a encerrarme en mi habitación y por primera vez examiné el dinero. Descubrí que no era uno, sino tres billetes de mil, y por un momento, sentada en el borde de la cama, casi me sentí feliz. Aquel dinero, no sólo bastaba para pagar los últimos plazos de los muebles, sino también para comprar alguna otra cosa que necesitaba. Era más dinero del que nunca había tenido y no me cansaba de mirar y tocar los billetes. Mi antigua pobreza me hacía aquel espectáculo más que agradable, incluso increíble. Tuve que mirar un buen rato los billetes, como había mirado mis muebles, para convencerme definitivamente de que me pertenecían.
CAPÍTULO V
El sueño de aquella noche, largo y profundo, borró, o por lo menos me lo pareció, el recuerdo de la aventura de Viterbo. El día siguiente desperté tranquila y decidida a perseguir con la constancia habitual mis aspiraciones a una vida normal y familiar. Gisella, a la que vi aquella misma mañana, fuese por remordimiento, o más probablemente por astuta discreción, no aludió a la excursión, cosa que le agradecí. Pero me sentía ansiosa ante la perspectiva de mi próximo encuentro con Gino. Aunque estaba convencida de no tener ninguna culpa, pensaba que me sería necesario mentir y esto me disgustaba, pues, además, yo estaba segura de que no podría mentir porque era la primera vez y hasta entonces había sido siempre sincera con él. Es verdad que le había ocultado mi nuevo contacto con Gisella, pero este subterfugio tenía motivos tan inocentes que nunca lo consideré una mentira, sino a lo sumo, un repliegue al que me había visto obligada por su irracional antipatía por Gisella.
Me sentía tan inquieta que cuando nos encontramos aquel mismo día tuve que contenerme a duras penas para no estallar en lágrimas, decirle todo lo que había ocurrido y pedirle perdón. La historia de la excursión a Viterbo me pesaba en el alma y experimentaba un fuerte deseo de liberarme de ella contándosela a alguien. Si Gino hubiera sido otro y yo supiera que era menos celoso, se lo habría contado todo sin duda alguna y con toda seguridad nos hubiéramos amado más que antes y me sentiría protegida y unida a él con lazos más fuertes incluso que los del amor. Como de costumbre, nos hallábamos en el coche, por la mañana, detenidos en el sitio habitual fuera de la ciudad. Gino notó mi preocupación y me preguntó:
—¿Qué te pasa?
Yo pensé: «Ahora se lo digo todo, aunque me eche del coche y tenga que volver a pie a Roma». Pero no tuve valor y le pregunté: