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—¿Me quieres?

—¡Y me lo preguntas!

—¿Me querrás siempre? —insistí con los ojos llenos de lágrimas.

—Siempre.

—¿Y nos casaremos pronto?

Pareció fastidiado por mi insistencia.

—Palabra de honor —respondió—, pero cualquiera diría que no te fías de mí… ¿Acaso no hemos decidido casarnos en Pascua?

—Sí, es verdad.

—¿No te he dado ya dinero para la casa?

—Sí.

—Pues, ¿qué? ¿Soy o no soy un hombre de honor? Cuando digo una cosa, la hago… Apuesto a que es tu madre la que te mete esas ideas…

—No, no, mi madre nada tiene que ver —respondí alarmada—. Y dime, ¿viviremos juntos?

—Natural.

—¿Y seremos felices?

—Dependerá de nosotros.

—¿Viviremos juntos? —pregunté otra vez, incapaz de escapar de aquel círculo cerrado de ansiedad.

—¡Uf! Ya me lo has preguntado y te he contestado.

—Perdóname —dije—. Pero es que a veces me parece imposible.

Y sin poder contenerme me eché a llorar. Él quedó bastante asombrado de mis lágrimas y mostraba una turbación que parecía llena de remordimiento y cuyos motivos sólo más tarde vería claros.

—¿Por qué tienes que llorar?

Yo, en realidad, lloraba por la amargura y la angustia de no poder contarle cuanto había ocurrido y dejar así libre mi conciencia del peso del remordimiento. Lloraba también por la mortificación de sentirme indigna de él, tan bueno y tan perfecto.

—Tienes razón —dije por fin con un esfuerzo—. Soy una tonta.

—No digas eso… Pero no veo qué motivos hay para llorar. A mí me quedaba aquel peso en el alma. Y cuando hube dejado a Gino aquella misma tarde me fui a una iglesia para confesarme. No me confesaba desde hacía casi un año. Todo aquel tiempo confiaba en poder hacerlo en cualquier momento y esto parecía bastarme.

Había dejado de confesarme desde mi primer beso a Gino. Me daba cuenta de que mis relaciones con Gino eran pecado según la religión, pero, sabiendo que íbamos a casarnos, no experimentaba ningún remordimiento y pensaba que me absolverían una vez por todas antes de la boda.

Me dirigí a una pequeña iglesia del centro de la ciudad, que abría sus puertas a espaldas de un cine y al lado de un escaparate de medias. Todo estaba en penumbra, excepto el altar mayor y una capilla lateral dedicada a la Virgen. Era una iglesia muy desordenada y sucia. Las sillas de paja desvencijadas y dejadas en desorden por los fieles, más que en una iglesia hacían pensar en alguna aburrida reunión de la cual la gente se había alejado con verdadero alivio.

Una luz débil que caía desde la linterna de la cúpula parecía desvelar el polvo del suelo y los blancos desconchados del enlucido amarillo y veteado que en las columnas imitaba el mármol. Los innumerables «ex-votos» de plata en forma de corazones llameantes colgados uno junto al otro en las paredes daban una sensación de melancólica quincallería. Pero había en el aire un antiguo olor de incienso que me reanimó. Siendo niña había aspirado aquel olor, y los recuerdos que suscitaba en mi memoria eran todos inocentes y agradables. Así me pareció hallarme en un sitio familiar, y aunque era la primera vez que entraba, creí que había ido siempre a aquella iglesia.

Antes de confesarme quise ir a la capilla lateral en la que había entrevisto una imagen de la Virgen. Desde el día de mi nacimiento había sido consagrada a la Virgen y hasta mi madre decía que me parecía a ella con mi cara de facciones regulares y mis negros ojos grandes y dulces. Siempre había amado a la Virgen porque tiene al Niño en brazos y porque ese Niño, una vez hombre, lo mataron, y ella, que lo trajo al mundo y lo amó como se ama a un hijo, sufrió mucho viéndolo colgado de una cruz. A veces pensaba que la Virgen, que había sufrido tanto, era la única que podía comprender mis dolores y de niña no quería rezar más que a ella, como la única que estaba en condiciones de entenderme. Además me gustaba la Virgen porque era tan diferente de mi madre, tan serena y tranquila, ricamente vestida, con aquellos ojos que me miraban con afecto, y me parecía que mi verdadera madre era ella y no la que me chillaba continuamente y siempre andaba ajetreada y mal vestida.

Así, pues, me arrodillé y recé una larga oración, y cubriéndome el rostro con las manos, con la cabeza baja, pedí fervorosamente que me excusara por todo lo que había hecho e invoqué su protección para mí, para mi madre y para Gino. Después me acordé de que no debía conservar rencor alguno a nadie e invoqué la protección de la Virgen también para Gisella, que me había traicionado por envidia, para Ricardo, que por estupidez había secundado a Gisella, y por último para Astarita. Rogué por Astarita más tiempo que por los demás, precisamente porque sentía un profundo resentimiento contra él y deseaba destruir aquel resentimiento y amarlo como amaba a los demás, perdonarlo y olvidar completamente el daño que me había hecho. Por último me sentí tan conmovida que acudieron las lágrimas a mis ojos. Los levanté hacia la imagen de la Virgen, sobre el altar, y las lágrimas eran como un velo y la estatua aparecía confusa y como vacilante, como si la viera bajo el agua, y las velas que brillaban en derredor de la estatua formaban muchas manchas de oro, dulces a la vista, pero al mismo tiempo amargas, como ocurre a veces con las estrellas que quisiéramos tocar y que sabemos que están tan lejanas.

Así estuve un buen rato mirando a la Virgen, casi sin verla. Después las lágrimas se desprendieron de mis ojos y se deslizaron por las mejillas con un cosquilleo amargo, y vi la Virgen, con su Niño en brazos, que me miraba y tenía el rostro iluminado por las llamas de los cirios. Me pareció que me miraba con compasión y simpatía y le di las gracias de todo corazón. Después me levanté y, sintiéndome más tranquila, fui a confesarme.

Los confesonarios estaban vacíos, pero cuando me volví buscando con la mirada un sacerdote vi uno que salía por una puerta de la izquierda del altar mayor, pasaba ante el altar haciendo la genuflexión y santiguándose y se dirigía hacia el otro lado. Era un religioso, no comprendí bien de qué orden. Procuré armarme de valor y lo llamé sin levantar la voz demasiado. Él se volvió e inmediatamente se dirigió a mí. Cuando lo tuve cerca vi que era un hombre todavía joven, muy corpulento y lleno de vida, con un rostro rosado, fresco y viril, enmarcado en una escasa barba rubia, con unos ojos azules y una frente alta y blanca. Pensé involuntariamente que era un hombre muy guapo, de los que hay pocos, no sólo en las iglesias, sino también fuera de ellas; y me sentí satisfecha de poder confesarme con él. Le comuniqué en voz baja mi deseo y él, con un leve gesto de asentimiento, me precedió hacia uno de los confesonarios.

Entró en la pequeña garita y yo fui a arrodillarme ante la reja. Una plaquita esmaltada clavada en el confesionario ostentaba el nombre de Padre Elías, y el nombre me gustó y me inspiró confianza. Me arrodillé, él rezó una breve oración y después me preguntó:

—¿Hace mucho tiempo que no te confiesas?

—Casi un año —contesté.

—Es demasiado tiempo, demasiado… ¿Por qué?

Observé que hablaba el italiano imperfectamente, con unas erres gangosas, como hacen los franceses, y por dos o tres errores que cometió adaptando palabras extranjeras a la pronunciación italiana comprendí que era francés. También me satisfizo que fuera extranjero y esta vez no sabría decir por qué. Quizá porque cuando uno se decide a realizar una acción a la que se da cierta importancia, cada detalle que parece insólito se ofrece como una señal propicia.

Le dije que el motivo de aquella larga interrupción en los deberes de buena cristiana lo comprendería por la historia que iba a contarle. Y él, después de un corto silencio, me preguntó qué tenía que decir. Entonces, con calor y confianza, le conté mis relaciones con Gino, mi amistad con Gisella, la excursión a Viterbo y el chantaje de Astarita. Mientras hablaba no podía menos de preguntarme a mí misma qué efecto podrían hacer en el fraile mis confidencias. No era un sacerdote como otros y su aspecto desacostumbrado, como de hombre de mundo, me inducía a pensar con curiosidad qué razones lo habrían llevado a hacerse sacerdote. Parecerá extraño que, tras la fuerte conmoción despertada en mí por la oración a la Virgen, me distrajera ahora hasta el punto de sentir curiosidad por aquel religioso, pero creo que no había contradicción entre esta curiosidad y la conmoción anterior. Las dos partían del fondo de mi ánimo en el que devoción y coquetería, aflicción y sensualidad, estaban embarulladamente mezcladas.