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Y aun pensando en él en la forma que he dicho, sentía a medida que iba hablando un dulce alivio y una avidez consoladora de decir más y más hasta haberlo dicho todo. Me parecía ir descargando un peso y liberarme cada vez más de la grave angustia que hasta ese momento me oprimiera, como una flor aplastada por el bochorno que recibe por fin las primeras gotas de la lluvia.

Al principio hablé a duras penas y excitada; después, cada vez con más fluidez, y por último, con una sinceridad vehemente y henchida de esperanza. No omití nada, ni siquiera el dinero que Astarita me había dado, los sentimientos que me inspiraba aquel regalo y el uso que pensaba hacer de aquel dinero.

El confesor me escuchó sin hacer comentarios y cuando hube acabado dijo:

—Para evitar lo que te parece un mal, es decir, la ruptura de tu noviazgo, has aceptado hacer un daño mil veces mayor a ti misma…

—Sí, es verdad —dije conmovida, satisfecha dé que fuera abriéndome el alma con tanta delicadeza.

—En realidad —prosiguió como si hablara consigo mismo —, tu noviazgo no tiene nada que ver. Cediendo a aquel hombre has obedecido a un impulso de avaricia.

—Es verdad, es verdad…

—Pues bien, mejor hubiera sido no realizar el matrimonio a hacer lo que has hecho.

—Sí, eso mismo creo.

—No basta creerlo. Ahora te casarás, es verdad; pero ¿a qué precio? Nunca podrás ser una buena esposa.

Me sorprendió la dureza y la inflexibilidad de sus palabras y exclamé angustiada:

—¡Ah, eso no! Para mí es como si no hubiese ocurrido nada.

Estoy segura de que seré una buena esposa.

La sinceridad de mi respuesta debió de gustarle. Guardó silencio un largo rato y después dijo, con voz más dulce:

—¿Te arrepientes sinceramente?

—¡Eso sí! —dije con ímpetu.

Por un momento pensé que me impondría la obligación de restituir el dinero a Astarita, y aunque sentía un disgusto anticipado a la idea de la restitución, sólo porque la imposición partiría de él, me gustaba y me dominaba de una manera tan singular que llegué a pensar que obedecería con júbilo. Pero él, sin aludir al dinero, siguió con aquella voz suya, fría y distante, a la que el acento extranjero daba una entonación curiosamente afectuosa:

—Ahora debes casarte lo antes posible, debes ponerlo todo en regla, debes decir a tu novio que vuestras relaciones no pueden seguir así.

—Ya se lo he dicho.

—¿Y qué dice él?

No pude por menos de sonreír a la idea de aquel hombre tan guapo y tan rubio que me hacía aquella pregunta desde la sombra del confesionario. Repliqué con un esfuerzo:

—Ha dicho que nos casaremos en Pascua.

—Sería mejor —dijo tras un rato de reflexión y con un tono que no parecía que hablase como sacerdote sino como un hombre de mundo cortés y al mismo tiempo un poco fastidiado por tener que ocuparse de mis asuntos— que te casaras en seguida… La Pascua está lejos.

—No podemos casarnos antes. Tengo que hacerme el ajuar y él tiene que ir a su pueblo a hablar con sus padres.

—Bien —prosiguió—. Pero debes casarte lo antes posible, y hasta el día de la boda debes interrumpir toda relación carnal con tu novio. Es un pecado grave. ¿Entendido?

—Sí, lo haré.

—¿Lo harás? —repitió con tono de duda—. Para fortificarte contra la tentación, trata de rezar.

—Sí, rezaré.

—En cuanto a ese otro hombre —siguió—. No debes volver a verlo, por ningún motivo… Y eso no ha de serte difícil, puesto que no lo amas. Si insiste, si vuelve a presentarse, aléjalo.

Le contesté que lo haría así y él, después de alguna otra recomendación pronunciada con la misma voz fría y reticente, y sin embargo tan grata por su acento extranjero y por la sensación de cultura que emanaba de él, me impuso como penitencia rezar cada día un determinado número de oraciones, y después me dio la absolución. Pero antes de despedirme quiso que rezara con él un Padrenuestro. Acepté con gusto porque sentía alejarme y aún no me había saciado de oír su voz. Dijo:

—Padre nuestro que estás en los cielos… Y yo repetí:

—Padre nuestro que estás en los cielos…

—Venga a nosotros tu reino…

—Venga a nosotros tu reino…

—Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…

—Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…

—Danos hoy el pan de cada día…

—Danos hoy el pan de cada día…

—Y perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores…

—Y perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores…

—No nos dejes caer en la tentación y líbranos de mal…

—No nos dejes caer en la tentación y líbranos de mal…

—Así sea.

—Así sea.

He reproducido entera la oración para volver a evocar el sentimiento que experimenté mientras la decía con él. Era como ser muy pequeña y que me llevara de la mano de una frase a otra. Pero entre tanto pensaba en el dinero que me había dado Astarita y casi me sentía decepcionada de que el religioso no me hubiera ordenado devolverlo. En realidad, deseaba que me lo mandara, porque quería darle una prueba concreta de mi buena voluntad, de mi obediencia y de mi arrepentimiento y quería hacer por él algo que me costara un verdadero sacrificio. Terminada la oración, me levanté y él salió del confesionario y empezó a alejarse, sin mirarme, insinuando apenas con la cabeza un gesto de saludo. Entonces, casi a mi pesar y sin pensarlo, le tiré de la manga. El fraile se detuvo y me miró serenamente.

Me pareció más guapo que nunca y mil locas ideas cruzaron mi mente. Pensé que hubiera podido amarlo y busqué el modo de darle a entender que me gustaba. Pero, al mismo tiempo, la voz de mi conciencia me advertía que estaba en la iglesia, que él era un sacerdote y que me había confesado. Todas estas ideas, asaltándome al mismo tiempo, produjeron en mi ánimo una gran turbación y por un instante fui incapaz de hablar. El, entonces, tras una espera razonable, me preguntó:

—¿Querías decirme alguna otra cosa?

—Quería saber —dije— si tengo que devolver el dinero a aquel hombre.

Me lanzó una rápida ojeada que me pareció llegaba hasta el fondo de mi alma, tan recta y aguda era, y después dijo brevemente:

—¿Tienes mucha necesidad de él?

—Sí.

—Bien, puedes no devolverlo… Pero, de todos modos, obra según tu conciencia.

Dijo estas palabras con un tono particular, como dando a entender que nuestra conversación había terminado, y yo susurré: «Gracias», sin sonreír, mirándolo fijamente. En realidad, había perdido la cabeza y casi esperaba que de algún modo, con un gesto o una palabra, me diera a entender que no le era indiferente. Comprendió con seguridad el significado de mi mirada y una leve llama de estupor le pasó por los ojos. Hizo un ligero gesto de saludo y, volviéndome la espalda, se fue dejándome confusa y llena de turbación junto al confesionario.