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Nada dije a mi madre acerca de la confesión, como tampoco le había hablado de la excursión a Viterbo. Sabía que mi madre tenía unas ideas muy concretas sobre los curas y la religión. Solía decir que eran cosas bonitas, pero que entre tanto los ricos seguían siendo ricos y los pobres continuaban siendo pobres. «Se ve que los ricos saben rezar mejor que nosotros», decía. Pensaba de la religión como de la familia y el matrimonio. Había sido religiosa practicante y, a pesar de ello, todo le había salido siempre mal, por lo que ya no creía en nada. Una vez le había dicho que el premio nos esperaba en el otro mundo y ella se puso furiosa y afirmó que quería el premio inmediatamente, en este mundo, y que si no lo obtenía aquí quería decir que todo eran mentiras. Pero, como ya he dicho, me había dado una educación religiosa, porque en cierta época ella misma lo había sido. Sólo en los últimos años la adversidad fue haciéndola más áspera y acabó cambiando de idea.

La mañana siguiente monté en el coche de Gino y me dijo que sus amos partían y que, durante unos días, tendríamos la posibilidad de vernos en la villa. Mi primer impulso fue de alegría porque, como creo haber dado a entender, el amor me gustaba y me gustaba hacer el amor con Gino. Pero inmediatamente recordé la promesa hecha al confesor y dije:

—No, no es posible.

—¿Por qué?

—Porque no es posible.

—Está bien —dijo con un suspiro de paciencia—. Entonces, mañana…

—No, mañana tampoco. Nunca.

—¿Nunca? —repitió con fingido estupor bajando la voz—. ¿Conque esas tenemos? ¡Nunca! Por lo menos me darás una explicación.

En su cara se reflejaban sospechas y celos.

—Gino —dije apresuradamente—, yo te quiero y nunca te he querido tanto como ahora… Pero precisamente porque te quiero he decidido que hasta que estemos casados no vuelva a haber nada entre nosotros… nada, en el sentido de hacer el amor.

—Ahora todo está claro —dijo con malignidad—. Tienes miedo de que no quiera casarme, ¿eh?

—No, estoy segura de que te casarás conmigo. Si tuviera ese miedo no haría tantos preparativos ni me gastaría tanto dinero de mi madre, que ha empleado toda su vida en ahorrarlos.

—¡Uf, ya estamos con el dinero de tu madre! —dijo con un tono cada vez más desagradable que yo casi no le conocía—. Entonces, ¿por qué?

—Me he confesado y mi confesor me ha ordenado que no vuelva a hacer el amor contigo hasta que nos hayamos casado.

Gino hizo un gesto de disgusto y dejó escapar una exclamación que casi me pareció una blasfemia.

—Pero, ¿con qué derecho mete la nariz ese cura en nuestras cosas?

Preferí no decir nada. Gino insistió:

—Di, ¿por qué no hablas?

—No tengo nada más que decir.

Debí de parecerle inamovible, porque de pronto cambió de idea y dijo:

—Bueno, está bien… ¿Quieres que te lleve a la ciudad?

—Como quieras.

Debo decir que ésta fue la única vez que Gino se mostró desagradable y descortés conmigo. Al día siguiente ya parecía resignado y se mostraba como siempre había sido, afectuoso, lleno de premura, cortés. Seguimos así viéndonos todos los días, como de costumbre; sólo que ya no hacíamos el amor y nos limitábamos a charlar. De vez en cuando le daba un beso, aunque él parecía haber hecho una cuestión de honor el no pedírmelo. Creía que besarle no era realmente pecado ya que, al fin y al cabo, éramos novios e íbamos a casarnos pronto. Hoy, pensando en aquellos días, creo que Gino se resignó tan pronto a su nuevo papel de novio respetuoso por la esperanza de enfriar gradualmente nuestras relaciones y, sin más razones, llevarme poco a poco a una especie de insensible alejamiento.

Cada día sucedía qué chicas como yo, después de noviazgos larguísimos y extenuantes, volvían a quedar libres sin otro daño que el haber perdido lo mejor de su juventud. Sin saberlo, con aquella imposición del confesor, le había ofrecido el pretexto que tal vez andaba buscando para terminar nuestras relaciones. Desde luego, por sí solo nunca hubiera tenido el valor de hacerlo, ya que su carácter era débil y egoísta y el placer que le producían nuestras relaciones era mucho más fuerte que su voluntad de abandonarme, Pero la intervención del confesor le permitía adoptar una solución hipócrita y aparentemente desinteresada.

Al cabo de algún tiempo empezó a verme con menos frecuencia, un día sí y otro no. Y me di cuenta de que nuestros paseos en coche se hacían menos largos y que prestaba menos atención a mis discursos matrimoniales. Pero aun dándome oscuramente cuenta de ese cambio de actitud, no sospechaba nada. Además, se trataba de matices o naderías y seguía portándose conmigo con su habitual modo afectuoso y cortés. Por último, un día, con una cara compungida, me dijo que por motivos de familia teníamos que aplazar la fecha de nuestra boda hasta después del verano.

—¿Te disgusta mucho? —preguntó viendo que yo no comentaba de ninguna manera la noticia y me limitaba a mirar a lo lejos con una cara pensativa y un gesto amargo.

—No, no —dije volviendo a mis cabales—. No importa… Paciencia… Además, así tendré más tiempo para coser mi ajuar.

—No es verdad —replicó—. Te disgusta y mucho.

Era extraño su empeño en que el aplazamiento de nuestra boda me disgustara.

—Te digo que no.

—Entonces, si no te disgusta, quiere decir que no me amas de veras y que, en el fondo, quizá no te disgustaría que no nos casáramos nunca.

—No digas eso —dije, asustada—. Sería terrible para mí. No quiero ni pensarlo.

Hizo un gesto que por el momento no comprendí. En realidad, él había querido probar mi empeño y había comprendido con disgusto que todavía resultaba demasiado fuerte.

Pero el aplazamiento de nuestra boda, si no bastó aún para despertar mis sospechas, confirmó en cambio las antiguas convicciones de mi madre y de Gisella. Mi madre, cosa extraña dado su carácter impulsivo y violento, no comentó inmediatamente la noticia. Pero una noche, mientras me servía la cena como de costumbre, en pie, silenciosa y atenta a mis órdenes, cuando hice no sé qué alusión a la boda, dijo:

—¿Sabes cómo se llamaba en mis tiempos a una muchacha que espera casarse y no se casa nunca?

Palidecí y me falló el corazón:

—¿Cómo?

—Pues la muchacha al fresco —dijo mi madre plácidamente—. Él te tiene al fresco como a la carne que sobra, y a veces la carne, a fuerza de tenerla en la fresquera, se estropea, y entonces hay que tirarla.

Sentí una enorme rabia y dije:

—No es verdad. Al fin y al cabo, es la primera vez que lo aplazamos, y sólo por unos meses. La verdad es que tú le tienes manía a Gino porque es un chofer y no un señor.

—No tengo manía a nadie.

—Sí, sí se la tienes. Y también porque has tenido que gastar el dinero para nuestra alcoba… Pero no tengas miedo, que…

—Hija mía, el amor te está volviendo estúpida.

—No te preocupes, porque todos los plazos que quedan los pagará él, y los que has pagado tú te los devolveremos. Mira…

Y exaltada por la pasión abrí la bolsa y le enseñé los billetes que me había dado Astarita.

—Esos billetes son suyos.

Estaba tan convencida que me parecía estar diciendo la verdad.

—Me los ha dado él y me dará otros.

Abrió mucho los ojos y puso una cara contrita y desilusionada que me llenó de remordimiento. Era la primera vez, al cabo de tanto tiempo, que la trataba tan mal. Y simultáneamente me di cuenta de que le había mentido, pues aquel dinero no me lo había dado Gino. Sin decir palabra, mi madre levantó la mesa, cogió los platos y salió. La vi de espalda, erguida ante el fregadero, dedicada a lavar los platos que poco a poco iba colocando sobre el mármol, para enjuagarlos. Tenía la cabeza y los hombros inclinados levemente y esta actitud suscitó en mí una gran compasión. Impetuosamente le eché los brazos al cuello, diciéndole: