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—¿Qué hace usted aquí? Váyase —grité.

Él me miró, pareció mover los labios, pero no llegó a pronunciar palabra. Tenía los ojos hundidos y casi se veía el blanco, y estuve a punto de pensar que de un momento a otro podía caer en un deliquio.

—¡Váyase! —repetí con voz fuerte golpeando con el pie el suelo—. Váyase o llamo a la gente, a un amigo nuestro que vive aquí abajo.

Más tarde me he preguntado muchas veces por qué Astarita no me hizo un chantaje por segunda vez amenazándome si no cedía a su deseo con contar a Gino lo sucedido en Viterbo. Ahora podía hacerme chantaje con más probabilidades de éxito que la primera vez, porque realmente me había poseído, había testigos y yo no podía negarlo. Y he llegado a la conclusión de que la primera vez sólo me deseaba y la segunda me amaba además. El amor quiere ser correspondido, y Astarita, amándome, debió sentir toda la insuficiencia de poseerme, como aquel día en Viterbo, muda e inerte, como una muerta. Por otra, parte, esta vez estaba decidida a dejar estallar la verdad. Después de todo, si Gino me amaba, debía comprenderme y perdonarme. Mi resolución, desde luego, convenció a Astarita de la inutilidad de un segundo chantaje.

A mi amenaza de llamar a la gente, no contestó. Pero, restregando el sombrero sobre la mesa, inició una retirada hacia la puerta. Cuando llegó al extremo de la mesa, se detuvo, bajó la cabeza y por un momento pareció recogerse como para ir a hablar. Pero cuando levantó de nuevo los ojos hacia mí y movió los labios, pareció como si el ánimo le faltara de nuevo y se quedó mudo mirándome fijamente. Esta segunda mirada me pareció muy larga. Después, con una inclinación de cabeza, salió cerrando tras de sí la puerta.

Fui inmediatamente donde estaba mi madre, a la cocina, y le pregunté con furor:

—¿Qué le has dicho a ese hombre?

—Yo, nada —respondió asustada—. Me ha preguntado qué trabajo hacíamos… Me ha dicho que le gustaría que le hiciera unas camisas.

—Si vas a su casa, te mato —grité.

Me miró atemorizada y respondió:

—¿Quién ha dicho que voy a ir a su casa? Que le haga otra sus camisas.

—¿Y no te ha dicho nada de mí?

—Me ha preguntado cuándo te casabas.

—¿Y tú qué le has contestado?

—Que te casabas en octubre.

—¿Y no te ha dado dinero?

—No. ¿Por qué iba a dármelo? —repuso con fingido estupor—. ¿Es que tenía que darme algo?

Por el tono de su voz, me quedé convencida de que Astarita le había dado dinero. Me acerqué a ella y la cogí por un brazo con violencia.

—Dime la verdad, ¿te ha dado dinero?

—No, no me ha dado nada.

Mantenía la mano en el bolsillo del delantal. Le cogí con fuerza la muñeca y con una violencia terrible hice que saliera del bolsillo, junto a la mano, un billete doblado por la mitad. Aunque yo seguía apretándola, mi madre se inclinó y lo recogió con tanta avidez que de pronto cesó mi furor. Recordé la turbación y la felicidad que había despertado en mi ánimo el dinero de Astarita el día de la excursión a Viterbo y pensé que no tenía derecho a condenar a mi madre porque experimentara los mismos sentimientos y cediera a las mismas tentaciones. Entonces, hubiera deseado no haberle preguntado nada, no haber visto el billete, y me limité a observar con voz normaclass="underline"

—Ya ves como te lo ha dado.

Y sin esperar más explicaciones, me fui de la cocina.

Durante la cena, por una alusión comprendí que ella hubiera deseado volver a hablar de Astarita y del dinero, pero cambié de tema y mi madre no insistió.

Al otro día, Gisella vino sin Ricardo al bar donde nos citábamos habitualmente. Cuando se sentó, sin preámbulos me dijo:

—Hoy tengo que hablarte de una cosa muy importante.

Una especie de presentimiento hizo que la sangre abandonara mi rostro y dije con voz apagada:

—Si es una mala noticia, te ruego que no me la digas.

—Ni buena, ni mala —contestó con vivacidad—. Es una noticia y nada más… Ya te he dicho quién es Astarita…

—No quiero oír hablar de Astarita.

—Pero escúchame y no seas niña… Astarita, como ya te he dicho, es un hombre importante, un pez gordo, todo un personaje de la Policía política.

Me sentí un poco tranquilizada, porque después de todo, no me preocupaba de la política. Dije con un esfuerzo:

—Lo que sea Astarita, aunque sea ministro, no me importa.

—¡Uf, qué tonta eres! —bufó Gisella—. Óyeme, en vez de interrumpirme… Astarita me ha dicho que debes ir sin tardanza a verlo en el ministerio. Tiene que hablarte, pero no de amor…

Y viendo que me disponía a protestar, añadió:

—Debe hablarte de algo muy importante… y que se relaciona contigo.

—¿Conmigo?

—Sí, por tu bien… Al menos, eso me ha dicho.

¿Por qué decidí, después de tantos propósitos en contrario, aceptar esta vez la invitación de Astarita? Ni siquiera yo lo sé. Pero más muerta que viva dije:

—Está bien, iré.

Gisella se quedó un poco desconcertada por mi pasividad y por primera vez se dio cuenta de mi palidez y de mi susto.

—Pero, ¿qué tienes? —preguntó—. ¿Porque es de la Policía? No es que tenga nada contra ti. ¿De qué tienes miedo? No irás a pensar que va a arrestarte.

Me levanté, aunque me sentía vacilante.

—Está bien —repetí—. Iré. ¿Qué ministerio es?

—El ministerio del Interior. Justo frente al «Supercinema», pero escucha…

—¿A qué hora?

—Durante toda la mañana… Pero escucha…

—Hasta la vista.

Aquella noche dormí poco. No comprendía qué podía querer Astarita, aparte de satisfacer su pasión. Pero un presentimiento que parecía infalible me decía que no iba a ser nada bueno. El lugar donde me convocaba me hacía suponer que la Policía tenía algo que ver en todo aquello. Sabía por otra parte, como saben todos los pobres, que cuando la Policía se mueve nunca es para dar una alegría, y después de haber examinado detenidamente mi conducta, llegué a la conclusión de que Astarita quería hacerme otro chantaje sirviéndose de alguna información que hubiera obtenido acerca de Gino. Yo no conocía la vida de Gino y pudiera ser que se hubiera comprometido en asuntos políticos. Nunca me había preocupado de política, pero no era tan ignorante como para no saber que había muchas personas a las que no gustaba el Gobierno fascista y que hombres como Astarita eran precisamente los encargados de cazar a esos enemigos del Gobierno. Mi imaginación me pintaba con vivos colores el dilema que me plantearía Astarita: o darme nuevamente a él o dejar que Gino fuera a la cárcel. Mi angustia procedía del hecho de que no quería en modo alguno complacer a Astarita y por otra parte tampoco me gustaba que Gino acabara en una prisión. Pensando en estas cosas, ya no sentía compasión alguna por Astarita, sino solamente odio. Me parecía un hombre vil y bajo, indigno de vivir, al que convendría castigar despiadadamente. Y en realidad, entre otras soluciones, aquella noche me pasó por la mente la de matarlo.

Pero más que una solución era una fantasía enfermiza causada por el insomnio, y como una fantasía que no se traduce en una firme decisión, me acompañó hasta el amanecer. Me veía meter en el bolso el cuchillo afilado y agudo, de largo mango, que utilizaba mi madre para pelar las patatas, ir a ver a Astarita, oírle hacerme la proposición temida y después, con toda la fuerza de mi robusto brazo, descargarle un golpe en el cuello, entre la oreja y la camisa almidonada. Me veía salir de su despacho fingiendo la mayor tranquilidad, y después, correr para refugiarme en casa de Gisella o de cualquier otra amiga. Pero aun mezclando estas imaginaciones sanguinarias, sabía que nunca hubiera podido hacer semejante cosa. Me horroriza la sangre y me espanta hacer daño a los demás; mi carácter me inclina más a padecer la violencia ajena que a imponer la mía.