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Al amanecer me dormí un poco. Después, lució el día, me levanté y fui a la habitual cita con Gino. Cuando nos encontramos en el paseo suburbano, después de las primeras palabras de siempre le pregunté, tratando de dar a mi voz una entonación casuaclass="underline"

—Dime, ¿te has metido alguna vez en política?

—¿En política? ¿Qué quieres decir?

—Pues eso, así como hacer algo contra el Gobierno.

Me miró con un gesto astuto y después me preguntó:

—Oye, ¿es que te parezco tonto?

—No, pero…

—Ante todo, contéstame a esto. ¿Te parezco tonto?

—No —respondí—. No lo pareces, pero…

—Entonces —acabó—, ¿por qué diablos quieres que me haya ocupado de política?

—Bien, no sé… A veces…

—Nada… pero a quien te haya hecho esa insinuación, dile que Gino Molinari no es un estúpido.

Hacia las once, después de haber vagado más de una hora alrededor del ministerio sin decidirme a entrar, me presenté al portero y pregunté por Astarita. Subí primero por una gran escalera de mármol; después, por otra más pequeña, aunque igualmente ancha y pasé finalmente por unos corredores hasta una antesala a la que daban tres puertas. Estaba acostumbrada a asociar la palabra «Policía» con sitios sucios y estrechos como los de los comisariados de barrio y me quedé asombrada al ver el lujo de las oficinas en las que trabajaba Astarita. La antesala era un verdadero salón con el suelo de mosaico y unos cuadros antiguos como los que se ven en las iglesias, unos sillones de cuero aparecían dispuestos ante las paredes y una maciza mesa ocupaba el centro. No pude por menos de pensar, intimidada por aquel lujo, que Gisella tenía razón: Astarita debía de ser realmente un personaje importante. Y la importancia de Astarita me la confirmó, de pronto, un hecho inesperado. Acababa de sentarme cuando de una de aquellas puertas salió una señora muy alta y muy bella, aunque ya no muy joven, elegantemente vestida de negro, con un velo en la cara; Astarita la seguía inmediatamente después. Me puse de pie, creyendo que era mi turno. Pero Astarita, haciéndome desde lejos una señal con la mano, como advirtiéndome que me había visto pero que aún no era mi hora, siguió hablando con la dama, ya en el umbral. Después de haberla acompañado hasta el centro de la sala y de haberse despedido de ella con una inclinación y besándole la mano, hizo una seña a otra persona que también estaba sentada en la antesala, un viejo con gafas y una barbita blanca, vestido de negro, que parecía un profesor. A la seña de Astarita, se levantó inmediatamente, servil y alborotado, y se precipitó hacia él. Los dos desaparecieron en la estancia de al lado y yo volví a quedarme sola.

Lo que más me había sorprendido en esta aparición de Astarita era la diferencia de sus modales con respecto al que yo había conocido en la excursión a Viterbo. Entonces lo había visto preocupado, convulso, mudo, trastornado. Ahora me parecía un hombre muy dueño de sí mismo, desenvuelto y acompasado a la vez, lleno de no sé qué sentido de superioridad, al mismo tiempo autoritaria y discreta. También su voz había cambiado. Durante la excursión me había hablado con tono bajo, cálido, ahogado, pero su voz, mientras hablaba con la señora del velo, tenía un timbre claro, frío, mesurado y tranquilo. Iba vestido, como de costumbre, de gris oscuro, con el cuello de la camisa blanco y alto que daba a su cabeza algo de hierático, pero ahora, el traje y el cuello, que en la excursión yo había observado sin atribuirles un significado especial, me parecían totalmente a tono con el lugar, los muebles severos y macizos, la amplitud de la sala, el silencio y el orden que reinaban en ella, ni más ni menos que si se hubiera tratado dé un uniforme. Gisella tenía razón. Aquel hombre debía de ser un personaje importante, y sólo el amor podía explicar sus maneras torpes y su constante sentimiento de inferioridad en sus relaciones conmigo.

Estas observaciones me distrajeron un poco de mi primera turbación de manera que, cuando al cabo de unos minutos se abrió nuevamente la puerta y salió el viejo, me sentía bastante dueña de mí misma. Pero esta vez Astarita no apareció para llamarme desde el umbral. En cambio, sonó un timbre, entró un ujier en el despacho de Astarita, cerró la puerta, volvió a aparecer, se acercó a mí y, preguntándome en voz baja mi nombre, me dijo que podía pasar. Me levanté y sin prisa fui hacia la puerta.

El despacho de Astarita se hallaba en una sala un poco más pequeña que la antesala. Esta otra habitación estaba casi vacía. No había más que un tresillo de cuero en un rincón y, enfrente, una gran mesa en la que trabajaba Astarita. Por dos ventanas, a través de unas cortinas blancas, entraba en la habitación un día frío, sin sol, silencioso y triste, que me hizo pensar en la voz de Astarita mientras hablaba a la señora del velo. Había una grande y blanda alfombra en el pavimento y dos o tres cuadros en las paredes. Recuerdo uno que representaba una extensión de prados verdes limitados en el horizonte por una cadena de montañas rocosas.

Como ya he dicho, Astarita estaba sentado tras su gran mesa de trabajo y cuando entré ni siquiera levantó los ojos de unos papeles que estaba leyendo o fingía leer. Digo «fingía» porque en seguida tuve el convencimiento de que todo era una comedia con el fin de intimidarme y sugerirme el sentimiento de su autoridad y de su importancia. De hecho, cuando me acerqué a la mesa, pude ver que la hoja en la que tenía fijos los ojos con tanta atención no contenía más que tres o cuatro líneas y debajo un garabato de firma. Además, la mano con la que sujetaba la frente y que apretaba entre dos dedos un cigarrillo encendido, revelaba su turbación, temblando visiblemente. Con el temblor, había caído un poco de ceniza sobre el papel que estudiaba con tanta y tan artificiosa atención.

Puse las manos en el borde de la mesa y dije:

—Aquí estoy.

Como a una señal, al oír estas palabras dejó de leer, se levantó apresuradamente y se acercó a saludarme, cogiéndome las manos. Pero todo ello en un silencio que contrastaba bastante con la actitud autoritaria y desenvuelta que procuraba mantener. En realidad, como comprendí en seguida, mi voz había bastado para hacerle olvidar el papel que se había propuesto representar, y la habitual turbación le invadió de nuevo, irresistiblemente. Me besó las manos, primero una y después la otra, me miró, casi poniendo los ojos en blanco, melancólicos y anhelantes; fue a hablar, pero los labios le temblaron y estuvo callado un rato.

—Has venido —dijo por fin, con la voz que ya conocía, baja y ahogada.

Ahora, quizá por contraste con su actitud, me sentía del todo tranquila.

—Sí, he venido —dije—. Verdaderamente no hubiera debido venir. ¿Qué tiene que decirme?

—Ven, siéntate aquí —murmuró.

No había dejado mi mano y la estrechaba con fuerza y, sujetándome todavía, me llevó al diván. Me senté, pero él, de pronto, se arrodilló ante mí, rodeándome las piernas con sus brazos y apretando su frente entre mis rodillas. Todo ello en silencio, mientras le temblaba todo el cuerpo. Apretaba la frente con tal fuerza que me hacía daño y tras una larga inmovilidad levantó la cabeza calva como queriendo acomodar su cara en mi regazo. Entonces hice un gesto como para levantarme diciendo:

—Tenía usted que decirme algo importante… Dígalo, o me voy.

Al oír estas palabras se levantó, como a duras penas, se sentó a mi lado, me cogió una mano y dijo:

—Nada… Quería volver a verte.

Hice acción de levantarme y él, reteniéndome, dijo:

—Sí… Y quería decirte que tenemos que ponernos de acuerdo.