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—¿De qué modo?

—Te amo —dijo hablando muy de prisa—. Te amo mucho. Ven a vivir conmigo, a mi casa… Serás la dueña, como si fueras mi mujer… Te compraré vestidos, joyas, todo lo que quieras.

Parecía fuera de sí. Las palabras le salían confusamente por entre los labios, que seguían inmóviles y como torcidos.

—¿Y es para esto para lo que me ha hecho venir aquí? —pregunté con frialdad.

—¿No quieres?

—Ni siquiera hablar de ello.

Cosa extraña. No dijo nada después de mi respuesta. Pero levantó una mano y casi fascinándome con la fijeza de su mirada me la pasó por la cara como si quisiera reconocer su perfil. Sus dedos eran ligeros y yo los sentía estremecidos por un temblor, mientras las yemas daban la vuelta a mi rostro desde las sienes a la mejilla, de la mejilla al mentón y desde el mentón a la mejilla y a la sien otra vez. Era realmente el gesto de un hombre enamorado y es tan fuerte la persuasión del amor, aun cuando no se quiera corresponderle, que por un momento casi me sentí movida a decirle por compasión alguna palabra menos dura y definitiva.

Pero él no me dejó tiempo porque, acabada la caricia, se puso de pie, diciendo con un tono jadeante en el que se mezclaban la turbación del deseo y no sé qué nuevo empeño:

—Espera… Es verdad, tengo que decirte algo importante.

Se acercó a la mesa y cogió un fascículo rojo.

Ahora correspondió a mí turbarme, cuando lo vi venir a mi lado con el fascículo. Pregunté con un hilo de voz:

—¿Qué es?

—Es… es…

Era extraño como el tono autoritario y oficioso se mezclaba con su excitación:

—Es un informe referente a tu novio.

—¡Ah!

Por un momento cerré los ojos, muy turbada. Astarita no lo vio. Hojeaba el fascículo, enredándose en sus páginas, excitado.

—Gino Molinari, ¿no es verdad?

—Sí.

—Y debes casarte con él en octubre, ¿no es así?

—Sí.

—Pero Gino Molinari está ya casado —prosiguió—. Y precisamente con Antonieta Partini, hija del difunto Emilio y de Diomira Lavahna, hace ya cuatro años, y tienen una niña llamada María… Actualmente, la esposa vive en Orvieto, con su madre…

Yo no dije nada. Me levanté del diván y fui hacia la puerta. Astarita quedó erguido en medio de la habitación, con su fascículo entre las manos. Abrí la puerta y salí.

Recuerdo que cuando me encontré en la calle, entre la gente, en una jornada blanda y nubosa de aquel suave invierno, tuve la sensación amarga y segura de que la vida, tras una interrupción debida a mis aspiraciones y a mis preparativos matrimoniales, como un río que ha sido durante algún tiempo y artificialmente sacado de su antiguo cauce, volvía a fluir por la orilla acostumbrada, sin cambios ni novedades. Quizás esa sensación derivaba de que, en mi extravío, miraba a mi alrededor con una atención en la que ya no cabía la antigua gallardía. Y la gente, las tiendas y los vehículos se me presentaban por primera vez al cabo de tantos meses, a una luz despiadada de normalidad, ni feos ni bonitos, ni interesantes ni insignificantes, simplemente como eran, como deben presentarse a un borracho cuando ha pasado la embriaguez. Pero quizás y mas probablemente surgía de la comprobación de que la normalidad de la vida no eran mis proyectos de felicidad, sino al contrario, todas las cosas rebeldes a planes y proyectos, las cosas casuales, que se manifiestan defectuosas e imprevisibles, que causan desilusión y dolor. Y no cabía duda, si aquello era verdad, como parecía serlo, de que yo, después de una borrachera de varios meses, volvía a vivir aquella mañana.

Éste fue el único pensamiento que me inspiró el descubrir la doblez de Gino. Pero no pensé en condenarlo, ni creo que experimenté ningún rencor contra él. No me había engañado sin alguna complicidad por mi parte, y era demasiado reciente el recuerdo del placer que había sentido entre sus brazos para no encontrar, si no una justificación, por lo menos una excusa a su mentira. Pensé que, ciego por el deseo, había sido más débil que malo y que, en el fondo, la culpa, si podía llamarse así, había sido de mi belleza, que hacía perder la cabeza a los hombres hasta hacerles olvidar todo escrúpulo y toda clase de deberes. En resumidas cuentas, Gino no era más culpable que Astarita; sólo que había recurrido al fraude, mientras que Astarita se había servido del chantaje. Además los dos me amaban y, de haber podido hacerlo, hubieran usado medios lícitos para poseerme y me habrían asegurado aquella modesta felicidad que yo colocaba por encima de todo. Pero la fatalidad había querido que con mi belleza fuera a toparme con hombres que no podían procurarme esta felicidad. Por desgracia, si no era seguro que hubiera un culpable, era cierto que había una víctima. Y esa víctima era yo.

Tal vez a alguien le parecerá flojo este modo de sentir y de razonar después de una traición como la de Gino. Pero siempre que he sido ofendida, y lo he sido a menudo por mi pobreza, mi ingenuidad y mi soledad, siempre he sentido el deseo de excusar al ofensor y olvidar lo antes posible la ofensa. Si en mí se produce algún cambio después de una ofensa, no se manifiesta en mi actitud o en mi aspecto externo, sino más profundamente en mi ánimo que se cierra en sí mismo como una carne sana y sanguínea que ha sufrido una herida y procede a restañarla lo antes posible. Pero las cicatrices quedan, y esos cambios casi inocentes del ánimo son siempre definitivos.

Y con Gino ocurrió lo mismo esa vez. No sentí rencor contra él, tal vez ni un solo momento. Pero dentro de mí sentí que muchas cosas caían hechas pedazos, para siempre: mi estima por él, mis esperanzas de crear una familia, mi voluntad de no ceder a Gisella y a mi madre, mi fe religiosa o por lo menos aquella clase de fe que había tenido hasta entonces. Me comparaba a una muñeca que había tenido siendo niña. Después de haberla golpeado y arrastrado todo un día, aun siguiendo intacta con la cara sonriente, y rosada, sentía dentro de la muñeca como un quejido, un ruidillo de mal augurio. Destornillé la cabeza y entonces cayeron del cuello pedazos de porcelana, cuerdecillas, tornillos y pequeños hierros del mecanismo que la hacía hablar y mover los ojos y hasta ciertos misteriosos pedazos de madera y tela, cuyo destino nunca conseguí descubrir.

Aturdida, pero tranquila, fui a casa y durante aquella tarde hice lo de siempre sin revelar a mi madre lo sucedido ni confiarle las consecuencias que había deducido. Pero me di cuenta de que era imposible llevar la ficción hasta ponerme a coser mi ajuar como los demás días. Cogí la ropa ya preparada y la que aún quedaba por coser y la guardé toda en un armario cerrándolo con llave, en mi habitación. A mi madre no se le escapó el detalle de que estaba triste, cosa insólita en mí, que en general soy alegre y despreocupada, pero le dije que me sentía cansada, como era verdad.

Al atardecer, mientras mi madre cosía a máquina, dejé de trabajar, me retiré a mi habitación y me eché en la cama. Me di cuenta de que miraba mis muebles, pagados ya gracias al dinero de Astarita, verdaderamente míos, con ojos muy distintos de los de otros tiempos, sin complacencia y sin esperanza. Me parecía no sentir dolor, sino sólo cansancio y un sentimiento de indiferencia como al cabo de un enorme esfuerzo totalmente vano. Por lo demás, estaba cansada incluso físicamente, como con los miembros rotos, con un profundo deseo de reposo. Casi inmediatamente, pensando confusamente en mis muebles y en la imposibilidad de usarlos como había esperado, me dormí vestida sobre el lecho. Dormí quizá cuatro horas, con avidez, con un sueño que me pareció triste y negro.

Me desperté muy tarde y llamé en voz alta a mi madre, desde la oscuridad que me envolvía. Ella acudió en seguida y dijo que no había querido despertarme al ver que dormía tan tranquila y con tantas ganas.

—La cena está lista hace una hora —añadió permaneciendo de pie a mi lado y mirándome—. ¿Qué haces? ¿No vienes a comer?