Una noche de verano, paseando con mi madre por la ancha calle, vi por la ventana de uno de aquellos chalets una escena familiar que me quedó grabada en la memoria y me pareció responder totalmente a la idea que yo tenía de una vida normal y decente. Una habitación pequeña, pero limpia, empapelada con papel floreado, un aparador y una lámpara en el centro, suspendida sobre la mesa preparada para la cena. Alrededor de la mesa, cinco o seis personas y entre ellas, creo, tres niños entre los ocho y doce años. En medio de la mesa, una sopera y la madre, de pie, sirviendo la sopa en los platos. Parecerá extraño, pero de todas aquellas cosas la que más me sorprendió fue la luz de la lámpara en el centro o, mejor aún, el aspecto extraordinariamente sereno y normal que los objetos asumían con aquella luz.
Más tarde, volviendo a pensar en la escena, me dije con absoluta convicción que debía proponerme como objetivo vivir un día en una casa como aquélla, tener una familia como aquélla y alumbrarnos con aquella luz que parecía revelar la presencia de muchos afectos tranquilos y seguros.
Muchos pensarán que mis aspiraciones eran modestas. Pero hay que tener en cuenta mis condiciones de entonces. A mí, nacida en la casa de los empleados del ferrocarril, aquella villa me hacía el mismo efecto, probablemente, que a los habitantes de la villa que yo envidiaba podrían hacerles las casas más ricas y grandes de los barrios acomodados de la ciudad. Así, cada uno pone su propio paraíso en el infierno de los demás.
Por su parte, mi madre hacía grandes proyectos para mí, pero me di cuenta en seguida de que eran proyectos que excluían toda clase de vida que se pareciera a la que yo deseaba. Mi madre pensaba, en resumidas cuentas, que con mi belleza podía aspirar a cualquier clase de éxito, pero no a convertirme en una mujer casada, con una familia, como las demás. Éramos muy pobres y mi hermosura se le presentaba como la única riqueza de que disponíamos, y, como tal, no únicamente mía, sino también suya, aunque no fuera más, como ya he dicho, porque había sido ella la que me había traído al mundo. Yo habría de servirme de esta riqueza de acuerdo con ella, sin ninguna consideración a las conveniencias, para mejorar nuestra situación. Probablemente se trataba, sobre todo, de una falta de imaginación. En una situación como la nuestra, la idea de aprovechar mi hermosura era lo primero que podía ocurrírsele a cualquiera. Mi madre se detuvo en esa idea y no volvió a separarse de ella.
Entonces yo tenía una imagen muy imperfecta de los proyectos de mi madre. Pero, incluso más tarde, cuando ya los conocí claramente, nunca me atreví a preguntarle por qué, con semejantes ideas en la cabeza, ella se había conformado con tanta pobreza, casada con un ferroviario. He comprendido por diversas alusiones que la causa del fracaso de mi madre fui yo precisamente, con mi nacimiento imprevisto y no deseado. En otras palabras, yo había nacido por casualidad, y mi madre, no habiendo tenido el valor de impedir mi nacimiento (como, de escucharla, debía haber hecho), se vio obligada a casarse con mi padre y a aceptar todas las consecuencias de semejante matrimonio.
Muchas veces, aludiendo a mi venida al mundo, repetía mi madre: «Tú has sido mi ruina», frase que, al principio, me resultaba oscura y me producía dolor, y cuyo significado pude comprender más tarde. Aquellas palabras querían decir: «Sin ti, no me hubiera casado y ahora iría en coche.» Se comprende que, pensando así sobre su propia vida, no quisiera que su hija, mucho más bonita que ella, cometiera los mismos errores y fuera a tropezar con el mismo destino. Y aun hoy, que puedo ver las cosas con suficiente perspectiva, no me atrevo a asegurar que estuviera equivocada.
Para mi madre, tener una familia había querido decir pobreza, servidumbre y pocos goces pronto finalizados con la muerte de su marido. Era natural, si no justo, que considerara la vida honesta y familiar como una desventura y que estuviera ojo avizor para que yo no me dejara seducir por los mismos espejismos que la habían perdido a ella.
A su modo, mi madre me quería mucho. Por ejemplo, cuando empecé a acudir a los estudios de pintores, me hizo un par de vestidos, uno de dos piezas, falda y bolero, y el otro, de una sola pieza. A decir verdad, hubiera preferido un poco de ropa interior, pues cada vez que tenía que desnudarme me avergonzaba el mostrar mi ropa interior burda, gastada y con frecuencia poco aseada, pero mi madre opinaba que por debajo podía ir de cualquier modo, que lo que importaba, sobre todo, era que me presentara bien.
Escogió dos telas baratas, de dibujos y colores brillantes, y ella misma cortó los vestidos. Pero como era camisera y nunca había hecho de costurera, por más que puso todo su empeño se equivocó en los dos vestidos. Recuerdo que el de una sola pieza hacía un pliegue en el escote por el que se me veía el pecho y así tuve que llevar siempre un imperdible. El otro, de dos piezas, tenía el bolero tan pequeño que la cintura, el pecho y las muñecas quedaban fuera; en cambio la falda era demasiado ancha y hacía unos pliegues horribles en el vientre. A mí me pareció todo muy bien, ya que hasta entonces aún había vestido peor, con unas falditas que dejaban al descubierto los muslos, y unos jerseys y unos chales que eran dignos de verse.
Mi madre me compró también un par de medias de seda. Hasta entonces, siempre había llevado calcetines hasta media pierna, con las rodillas al descubierto. Estos regalos me llenaron de alegría y de orgullo. No me cansaba de admirarlos y de pensar en ellos y andaba por la calle tiesa y con mucho cuidado, como si llevara un vestido precioso de una gran firma, y no aquellos andrajos.
Mi madre pensaba siempre en mi porvenir y no pasó mucho tiempo sin que empezara a mostrarse descontenta de mi oficio de modelo. Según ella, ganaba muy poco y, además, los pintores y sus amigos eran gente pobre y en los estudios no había esperanza de conseguir alguna amistad útil. De pronto, se le metió en la cabeza que yo podría ser bailarina. Estaba siempre llena de ideas ambiciosas, mientras yo no pensaba, como he dicho antes, más que en una vida tranquila, con un marido y unos hijos. La idea de la danza se le ocurrió al recibir un encargo del director de una compañía de variedades que se exhibía, entre dos películas, en el escenario de un cine del barrio. No es que creyera que la profesión de bailarina fuera muy productiva en sí, pero, como repetía a menudo: «Una cosa trae la otra», y, mostrándose en un escenario, había siempre la posibilidad de encontrar algún señor.
Un día, mi madre me dijo que había hablado con aquel director y que él la había animado a llevarme a verlo. Fuimos por la mañana al hotel en el que se alojaba el director con toda la compañía. Recuerdo que el hotel era un palacio viejo y enorme próximo a la estación. Era casi mediodía, pero los pasillos estaban todavía oscuros. El tufo del sueño, incubado en cien habitaciones, llenaba el aire y cortaba el aliento. Recorrimos varios de aquellos pasillos y, por fin, encontramos una especie de antesala oscura en la que tres bailarinas y un músico sentado ante un piano hacían ejercicio en aquella penumbra como si estuvieran en el escenario. El piano estaba en un rincón, junto a la puerta de vidrios esmerilados del retrete y en el rincón opuesto había un gran montón de sábanas sucias.