—¿Y por la mañana?
—Por la mañana dormiré —dije—. Y a propósito, ¿sabes que ya no hago de modelo?
—¿Por qué?
—Me he cansado… Te alegras, ¿verdad…? Bien, nos veremos dentro de diez días… Te llamaré.
—Está bien.
Dijo: «Está bien», con poca convicción, pero yo lo conocía lo suficiente para estar segura de que, a pesar de sus sospechas, no se presentaría antes de los diez días. Precisamente porque sospechaba algo, no se dejaría ver. No era un hombre valiente y la idea de que yo hubiera descubierto su traición debía llenarlo de inquietud y de nerviosismo. Cuando colgué el auricular, me di cuenta de que había hablado a Gino con voz tranquila, bondadosa y hasta con afecto y me sentí satisfecha de mí misma. Pronto mi sentimiento para con él sería igualmente tranquilo, bondadoso y afectuoso y podría verlo sin temor de hundirme a mí misma, a él y a nuestras relaciones en el ambiente falso y enojoso del odio.
CAPÍTULO VII
Aquel mismo día, por la tarde, fui a ver a Gisella en su habitación amueblada. Como de costumbre, a aquella hora acababa de levantarse de la cama y se vestía para ir a su cita con Ricardo. Me senté en la cama deshecha y mientras ella iba y venía por la estancia en penumbra y llena de trapos y de cosas en desorden, le conté con mucha tranquilidad mi visita a Astarita y cómo éste me había revelado que Gino tenía esposa y unos hijos. Al oír la noticia, Gisella dejó escapar una exclamación, no sé si de alegría o de sorpresa, corrió a sentarse a mi lado, en el lecho, y me cogió los hombros con las manos abriendo mucho los ojos:
—No, no puedo creerte… Mujer e hija… Pero ¿es verdad?
—La hija se llama María.
Era evidente que quería profundizar y comentar la noticia todo lo posible y que mi actitud serena la desilusionaba.
—Mujer y una hija y la hija se llama María. ¿Y lo dices así?
—¿Pues cómo he de decirlo?
—Pero ¿es que no te disgusta?
—Sí, me disgusta.
—Pero ¿te lo ha dicho así, Gino Molinari tiene mujer y una hija, así por las buenas?
—Sí.
—¿Y qué has contestado?
—Nada… ¿Qué iba a contestar?
—Pero, ¿qué sentiste? ¿No has tenido ganas de llorar? Al fin y al cabo, para ti es un desastre.
—No, no he tenido ganas de llorar.
—Vaya, ya no puedes casarte con Gino —exclamó con aire reflexivo y gozoso—. ¡Qué cosa, qué cosa! ¡Qué conciencia! Una pobre chica como tú, que no vivía más que para él… ¡Todos los hombres son unos sinvergüenzas!
—Gino ignora aún que lo sé todo —dije.
—En tu lugar, querida —prosiguió Gisella, excitada—, le cantaría las verdades… y un par de bofetadas no se las quitaba nadie.
—Lo he citado para dentro de diez días —repuse—. Creo que seguiremos haciendo el amor.
Gisella se echó hacia atrás, abriendo mucho los ojos.
—¿Y por qué? ¿Es que te gusta aún después de todo lo que te ha hecho?
—No —contesté bajando la voz, conmovida—. Ya no me gusta tanto… pero…
Vacilé y después mentí, haciendo un esfuerzo:
—No siempre los bofetones y los gritos son la mejor manera de vengarse.
Me miró un rato, entornando los ojos y retrocediendo unos pasos como hacen los pintores con sus cuadros. Después exclamó:
—Tienes razón… No lo había pensado… ¿Y sabes qué haría en tu lugar? Pues lo dejaría cocerse en su caldo, tranquilo, seguro… y después, un buen día, cataplum, lo dejaría plantado.
No dije nada. Gisella siguió, al cabo de un rato, con voz menos excitada, pero igualmente animada y cantarina:
—Aún no puedo creerlo… ¡Mujer y una hija, y hacía contigo tantos arrumacos… y te ha hecho comprar los muebles, el ajuar…! ¡Qué barbaridad!
Yo seguía callando. Gisella gritó victoriosa:
—Pero yo lo había comprendido… Debes reconocerlo… ¿Qué te dije la primera vez? Ese hombre no es sincero… ¡Pobre Adriana!
Me echó los brazos al cuello y me besó. Dejé que me besara y le dije:
—Sí, y lo peor es que me ha hecho gastar el dinero de mi madre.
—¿Y lo sabe tu madre?
—Todavía no.
—Por el dinero, no temas —gritó—. Astarita está tan enamorado de ti que bastará que lo quieras y te dará todo el dinero que necesites.
—A Astarita no quiero volver a verlo —protesté—. Cualquier otro hombre, pero Astarita no.
Debo decir que Gisella no tenía un pelo de tonta. Comprendió que al menos por el momento era mejor no hablarme de Astarita y comprendió también qué quería decir con aquella frase «cualquier otro hombre». Fingió reflexionar un momento y dijo:
—En el fondo, tienes razón… Te comprendo… También a mí, después de lo ocurrido, me daría cierto reparo ir con Astarita… Es un hombre que todo lo quiere a la fuerza y te ha contado lo de Gino para vengarse.
Calló de nuevo y en seguida dijo con voz solemne:
—Déjame a mí… ¿quieres conocer a alguien dispuesto a ayudarte?
—Sí.
—Pues déjamelo a mí.
—Pero no deseo atarme con nadie —añadí—. Quiero ser libre.
—Déjamelo a mí —repitió por tercera vez.
—Ahora —seguí— quiero devolver el dinero a mi madre y comprarme algunas cosas que necesito… Y quiero que mi madre no trabaje más.
Entre tanto, Gisella se había levantado, yendo a sentarse ante el tocador.
—Tú —dijo dándose polvos con mucha prisa— has sido siempre demasiado buena… ¿Ves ahora lo que le pasa a una por ser demasiado buena?
—¿Sabes que esta mañana no he ido a posar? —dije—. He decidido no volver a hacer de modelo.
—Haces bien —aprobó—. Yo poso sólo para…
Dijo el nombre de cierto pintor y explicó:
—Sólo voy por darle gusto, pero en cuanto termine con él, se acabó.
Experimenté entonces un gran afecto por Gisella y me sentí confortada. Aquellos: «Déjamelo a mí», sonaban tranquilizadores a mis oídos, como otras tantas cordiales y maternales promesas de atender lo antes posible a mis necesidades. Me daba cuenta de que a Gisella no la impulsaba a ayudarme ningún verdadero afecto, sino, como en el asunto de Astarita, el deseo quizás inconsciente de verme cuanto antes reducida a su misma situación, pero nadie hace las cosas por nada y, ya que en este caso la envidia de Gisella coincidía con mi provecho, no tenía ningún motivo para no buscar su ayuda sólo porque la sabía interesada.
Gisella tenía mucha prisa, pues ya llegaba con retraso a la cita con su novio. Salimos de su habitación y empezamos a bajar en la oscuridad la escalera, empinada y estrecha, de la vieja casa. En la escalera, impelida por la excitación y quizá por el deseo de suavizar la amargura de mi desilusión mostrándome que no estaba sola en la desgracia, me dijo:
—Y ¿sabes? Sospecho que también Ricardo quiere hacerme la misma jugada que te ha hecho Gino.
—¿También está casado? —pregunté ingenuamente.
—Eso no, pero me hace unas historias… Tengo la impresión de que quiere tomarme el pelo… Pero yo ya se lo he dicho: «Querido, no tengo ninguna necesidad de ti. Si quieres, te quedas y si no te vas.»
No dije nada, pero pensé que había una gran diferencia entre ella y yo y entre sus relaciones con Ricardo y las mías con Gino. Ella, en el fondo, nunca se había hecho ilusiones sobre la seriedad de Ricardo ni, como sabía yo, había tenido demasiados escrúpulos en traicionarle de vez en cuando. En cambio, yo había esperado con todas las fuerzas de mi ánimo, todavía inexperto, llegar a ser la esposa de Gino y siempre le había sido fiel, ya que no podía llamarse traición la complacencia a la que me había obligado Astarita en Viterbo con su chantaje. Pensé que Gisella hubiera podido ofenderse si le decía tales cosas y preferí callar. A la salida del portal, me citó para la tarde siguiente en un bar recomendándome que fuera puntual porque probablemente no estaría sola y se alejó corriendo.