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Me sentí un poco nerviosa y después de las presentaciones me senté sin decir una palabra. Giacinti, como si mi llegada sólo hubiera sido una cosa incidental y sin importancia, cuando era en realidad el principal acontecimiento de la velada, siguió la conversación que mantenía con Gisella.

—No puedes quejarte de mí, Gisella —dijo poniendo una mano sobre la rodilla de mi amiga y manteniéndola así mientras hablaba—. ¿Cuánto tiempo ha durado la que podemos llamar nuestra alianza? ¿Seis meses? Pues bien, ¿puedes decir en conciencia que en esos seis meses te dejara disgustada una sola vez?

Tenía una voz clara, lenta, marcada, silabeada, pero era evidente que hablaba de aquel modo no tanto para que se le entendiera como para escucharse a sí mismo y gozar de cada palabra que pronunciaba.

—No, no —repuso Gisella con aire aburrido y bajando la cabeza.

—Que se lo diga Gisella, Adriana —siguió Giacinti con la misma voz clarísima y martilleante—. No sólo no he ahorrado dinero por lo que podríamos llamar prestaciones profesionales, sino que siempre que he vuelto de Milán le he traído algún regalo… ¿Te acuerdas, por ejemplo, de aquella vez que te traje un frasco de perfume francés? ¿Y aquella otra vez que te regalé un traje de terciopelo y encajes? Las mujeres creen que los hombres no entendemos de ropa interior, pero yo soy una excepción ¿eh?

Rió discretamente mostrando una dentadura perfecta pero de una blancura extraña que la hacía parecer falsa.

—Dame un cigarrillo —dijo Gisella, un poco aburrida.

—En seguida —contestó él con irónica premura.

Me ofreció a mí otro, cogió un tercero para él y, después de haber encendido los tres, continuó:

—¿Y recuerdas aquel bolso que te traje otra vez… grande, de piel brillante, un verdadero regalo? ¿Ya no lo llevas?

—Pero si era un bolso para las mañanas —dijo Gisella.

—Me gusta hacer regalos —comentó Giacinti volviéndose hacia mí—, pero no por razones sentimentales, claro…

Movió la cabeza echando el humo por la nariz.

—Me gusta por tres motivos bien claros… Primero, porque me gusta que me lo agradezcan; segundo, porque no hay nada como un regalo para que a uno le sirvan bien, pues quien ha recibido un regalo siempre espera otro; y tercero, porque a las mujeres les gusta ser engañadas y un regalo da la impresión de un sentimiento aunque el sentimiento no exista.

—Pues no eres muy astuto —dijo Gisella con indiferencia y sin mirarlo siquiera.

Giacinti movió la cabeza con su bella sonrisa henchida de dientes.

—No, no soy astuto… Simplemente soy un hombre que ha vivido y sabido deducir una lección de la experiencia. Con las mujeres, sé que hay que hacer ciertas cosas; con los clientes, otras; y con los dependientes, otras, etcétera… Mi mente es como un fichero ordenadísimo… Por ejemplo, mujer a la vista. Saco la ficha, miro y veo que ciertas medidas obtuvieron el efecto buscado y otras no. Vuelvo a guardar la ficha en su sitio y procedo en consecuencia… Esto es todo.

Calló y volvió a sonreír.

Gisella fumaba con gesto aburrido y yo no dije nada.

—Y las mujeres quedan contentas de mí —prosiguió Giacinti— porque en seguida comprenden que conmigo no tendrán desilusiones, que conozco sus exigencias, sus debilidades y sus caprichos, como a mí me place el cliente que me comprende al vuelo, que no se pierde en palabrerías, en fin, que sabe lo que él quiere y lo que quiero yo. Sobre mi mesa, en Milán, tengo un cenicero en el que figura esta inscripción: «Señor, bendice a quien no hace perder el tiempo.»

Dejó el cigarrillo y sacando la muñeca de la manga miró el reloj y añadió:

—Creo que es ya hora de ir a cenar.

—¿Qué hora es?

—Las ocho… Con permiso, vuelvo en seguida.

Se levantó y se alejó hacia el fondo de la sala. Era realmente pequeño, con los hombros anchos, el cabello blanco, abundante y erizado sobre la cabeza. Gisella aplastó el cigarrillo en el cenicero y dijo:

—Es un pesado. No sabe más que hablar de sí mismo.

—Ya lo he notado.

—Tú déjalo hablar y dile siempre que sí —prosiguió Gisella—. Verás cómo te hace un montón de confidencias… Se cree no sé qué, pero es generoso y los regalos los hace de verdad.

—Sí, pero después no hace más que recordártelos.

Gisella no dijo nada, pero movió la cabeza como dando a entender: «¿Y qué vas a hacerle?» Permanecimos en silencio hasta que volvió Giacinti, pagó y salimos del bar.

—Gisella —dijo Giacinti en la calle —, la noche está dedicada a Adriana, pero si quieres honrarnos cenando con nosotros…

—No, no, gracias —dijo Gisella apresuradamente—. Tengo una cita.

Nos saludó a Giacinti y a mí y se fue. Cuando estuvimos solos, dije a Giacinti:

—Es simpática Gisella.

Él hizo una mueca y respondió:

—No está mal. Tiene un buen cuerpo.

—¿No le es simpática?

—Yo —dijo caminando a mi lado y estrechándome muy fuerte el brazo, casi en la axila— nunca pido a una mujer que sea simpática, sino que haga bien lo que hace… Por ejemplo, a una mecanógrafa, no le pido que sea simpática, sino que escriba a máquina con rapidez y sin errores, y a una mujer como Gisella no le pido que sea simpática, sino que sepa hacer su oficio, o sea que me haga pasar gratamente la hora o dos horas que le dedico… Pero Gisella no sabe hacer su oficio.

—¿Por qué?

—Porque sólo piensa en el dinero y siempre tiene miedo que no se le pague su trabajo o que no se le dé lo suficiente… Desde luego no exijo que me ame, pero es parte de su profesión portarse como si realmente me amara y darme esa ilusión… La pago para eso, pero Gisella no disimula que lo hace por interés. Apenas deja siquiera tiempo de decir esta boca es mía, inmediatamente acaba, ¡qué diantre!

Habíamos llegado al restaurante, un local ruidoso, lleno, según me pareció, de hombres por el estilo de Giacinti: viajantes de comercio, agentes de bolsa, comerciantes, industriales que estaban de paso en Roma. Giacinti entró primero y entregando el abrigo y el sombrero al botones, preguntó:

—¿Está libre mi mesa de siempre?

—Sí, señor Giacinti.

Era una mesa junto a una ventana. Giacinti se sentó frotándose las manos y después me preguntó:

—¿Tienes un buen estómago?

—Creo que sí —contesté torpemente.

—Bien, eso me gusta. En la mesa quiero que se coma. Gisella, por ejemplo, nunca quería comer. Decía que tenía miedo a engordar. ¡Tonterías! Cada cosa a su tiempo… En la mesa, se come.

Mostraba un verdadero rencor para con Gisella.

—Pero es verdad —dije tímidamente —que si se come demasiado se engorda… Y ciertas mujeres no quieren engordar.

—¿Tú eres de ésas?

—No, pero de mí ya dicen que soy demasiado fuerte.

—Pues no les hagas caso. Pura envidia… Estás muy bien como estás, te lo digo yo, que entiendo.

Y como para tranquilizarme, me acarició paternalmente la mano.

Acudió el camarero y Giacinti le dijo:

—Primero, fuera estas flores que me molestan… Y después, lo de siempre. Entendido, ¿verdad? Y pronto.

Y volviéndose hacia mí:

—Me conoce y sabe lo que me gusta… Déjalo que se cuide él y ya verás como no tienes queja.

Realmente no tuve queja. Todos los platos que fueron sucediéndose en nuestra mesa eran sabrosos, si no finos precisamente, y muy abundantes. Giacinti demostraba un gran apetito y comía con una especie de énfasis, con la cabeza baja, empuñando sólidamente el cuchillo y el tenedor, sin mirarme ni decir palabra, como si estuviera solo. Realmente lo absorbía la comida y en su avidez perdía incluso aquella calma de la que tanto se ufanaba haciendo al mismo tiempo una infinidad de gestos, como si temiera no tener tiempo de acabarlo todo y quedarse con hambre.